Un mundo de conocimiento
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    Adelardo López de Ayala

    Epístola a Emilio Arrieta

    De nuestra gran virtud y fortaleza
    al mundo hacemos con placer testigo:
    las ruindades del alma y su flaqueza
    sólo se cuentan al secreto amigo.
    De mi ardiente ansiedad y mi tristeza
    a solas quiero razonar contigo:
    rasgue a su alma sin pudor el velo
    quien busque admiración y no consuelo.

    No quiera Dios que en rimas insolentes
    de mi pesar al mundo le dé indicios,
    imitando a esos genios impudentes
    que alzan la voz para cantar sus vicios.
    Yo busco, retirado de las gentes,
    de la amistad los dulces beneficios:
    no hay causa ni razón que me convenza
    de que es genio la falta de vergüenza.

    En esta humilde y escondida estancia,
    donde aún resuenan con medroso acento
    los primeros sollozos de mi infancia
    y de mi padre el postrimer lamento;
    esclarecido el mundo a la distancia
    a que de aquí le mira el pensamiento,
    se eleva la verdad que amaba tanto;
    y, antes que afecto, se produce espanto.

    Aquí, aumentando mi congoja fiera,
    mi edad pasada y la presente miro.
    La limpia voz de mi virtud entera,
    hoy convertida en áspero suspiro,
    y el noble aliento de mi edad, primera,
    trocado en la ansiedad con que respiro,
    claro publican dentro de mi pecho
    lo que hizo Dios y lo que el mundo ha hecho.

    Me dotaron los cielos de profundo
    amor al bien y de valor bastante
    para exponer al embriagado mundo
    del vicio vil el sórdido semblante;
    y al ver que imbécil en el cieno hundo
    de mi existencia la misión brillante,
    me parece que el hombre en voz confusa
    me pide el robo y de ladrón me acusa.

    Y estos salvajes montes corpulentos,
    fieles amigos de la infancia mía,
    que con la voz de los airados vientos
    me hablaban de virtud y de energía,
    hoy con duros semblantes macilentos
    contemplan mi abandono y cobardía,
    y gimen de dolor, y cuando braman,
    ingrato y débil y traidor me llaman.

    Tal vez a la batalla me apercibo;
    dudo de mi constancia, y de esta duda
    toma ocasión el vicio ejecutivo
    para moverme guerra más sañuda;
    y, cuando débil el combate esquivo,
    «mañana, digo, llegará en mi ayuda»;
    ¡y mañana es la muerte, y mi ansia vana
    deja mi redención para mañana!

    Perdido tengo el crédito conmigo,
    y avanza cual gangrena el desaliento:
    conozco y aborrezco a mi enemigo,
    y en sus brazos me arrojo soñoliento.
    La conciencia el deleite que consigo
    perturba siempre: sofocar su acento
    quiere el placer, y, lleno de impaciencia,
    ni gozo el mal ni aplaco la conciencia.

    Inquieto, vacilante, confundido
    con la múltiple forma del deseo,
    impávido una vez, otra corrido
    del vergonzoso estado en que me veo,
    al mismo Dios contemplo arrepentido
    de darme un alma que tan mal empleo:
    la hacienda que he perdido no era mía,
    y el deshonor los tuétanos me enfría.

    Aquí, revuelto en la fatal madeja
    del torpe amor, disipador cansado
    del tiempo, que al pasar sólo me deja
    el disgusto de haberlo malgastado;
    si el hondo afán con que de mí se queja
    todo mi ser, me tiene desvelado,
    ¿por qué no es antes noble impedimento
    lo que es después atroz remordimiento?

    ¡Valor! y que resulte de mi daño
    fecundo el bien: que de la edad perdida
    brote la clara luz del desengaño,
    iluminando mi razón dormida:
    para vivir me basta con un año;
    que envejecer no es alargar la vida:
    ¡joven murió tal vez que eterno ha sido,
    y viejos mueren sin haber vivido!

    Que tu voz, queridísimo Emiliano,
    me mantenga seguro en mi porfía;
    y así el Creador, que con tan larga mano
    te regaló fecunda fantasía,
    te enriquezca, mostrándote el arcano
    de su eterna y espléndida armonía;
    tanto, que el hombre, en su placer o duelo,
    tu canto elija para hablar al cielo.

    Los ecos de la cándida alborada,
    que al mundo anima en blando movimiento,
    te demuestren del alma enamorada
    el dulce anhelo y el primer acento;
    el rumor de la noche sosegada,
    la noble gravedad del pensamiento,
    y las quejas del ábrego sombrío,
    la ronca voz del corazón impío.

    Y el gran torrente que, con pena tanta,
    por las quiebras del hondo precipicio
    rugiendo de amargura, se quebranta,
    deje en tu alma verdadero indicio
    de la virtud, que gime y se abrillanta
    en las quiebras del rudo sacrificio,
    y en tu canto resuenen juntamente
    el bien futuro y el dolor presente.

    Y en las férvidas olas impelidas
    del huracán, que asalta las estrellas,
    y rebraman, mostrando embravecidas
    que el aliento de Dios se encierra en ellas,
    aprendas las canciones dirigidas
    al que para en su curso las centellas,
    y resuene tu voz de polo a polo,
    de su grandeza intérprete tú solo.




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