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Amalia Domingo Soler
Prólogo de una historia
Enrique Sandoval era un muchacho,
de noble y distinguido continente;
un sedoso mostacho
daba sombra á su boca juguetona,
sirviendo de corona
á su espaciosa frente,
un bosque de cabellos ondeados
con desaliño artístico peinados;
sus ojos eran grandes y rasgados,
teniendo una mirada
magnética, profunda, apasionada;
era uno de esos seres
que inspiraba profunda simpatía
con especialidad á las mujeres.
Era una de esas almas bien templadas;
ávida de violentas emociones,
que en una ocasión dada,
saben jugar el todo por el todo,
diciendo con desdén: «La vida es nada».
Pasó las horas de su dulce infancia
de un pueblo en la pacífica ignorancia;
pero llegó á esa edad en que el hombre sueña,
y se dijo á sí mismo estas razones:
— Estos pueblos, ¿qué son? humildes nidos,
ó en lenguaje vulgar, tristes rincones,
donde los hombres viven confundidos,
sin gloria, sin poder ni aspiraciones,
para mirar como las aves vuelan
y como abren sus pétalos las flores.
No habrá formado Dios á tantos seres.
Y deben existir, sin duda alguna,
tormentos y delirios y placeres.
¿Por qué no he de buscar, cual buscan otros,
la pompa, la riqueza y los honores,
si querer es poder? Voy á la corte,
y allá veremos si me voy á fondo
ó encuentro estrella que fije norte. —
Llegó Enrique á Madrid cual llegan muchos,
esperando encontrar una fortuna;
siendo la base de ésta algún empleo
ó escribir gacetillas,
siguiendo la tendencia y el deseo
del favorito que en la corte brilla.
Supo cumplir tan bien su cometido,
que al poco tiempo era
el galán más querido de las damas;
buscó duelos, reyertas y quimeras,
y entre varias que dió, dió una estocada
que dejó á su contrario
en estado tan triste y lastimoso,
que sólo en el sepulcro solitario
pudo encontrar para su mal reposo.
¿Enrique era feliz? De todo había,
pues por ley natural, ambicionaba
mucho más que la suerte le ofrecía.
Adquirió con trabajo un gran destino,
pues era de un ministro secretario,
y aunque es harto escabroso ese camino,
por su aplomo y su acierto extraordinario,
llegó á ser accesorio indispensable,
y el que consigue hacerse necesario
en una sociedad en que tanto sobra,
puede decir, cual César dijo un día:
Yo vine, vi y vencí: ésta es mi obra.
Por suerte ó por desgracia para Enrique,
un carnaval llegó con sus disfraces,
con sus bailes, sus galas, su ruido,
y sus ensueños breves y fugaces.
Como natural, tomó en la fiesta
la parte que á su edad correspondía;
mucho más que en festines y en saraos,
era donde su ingenio más lucía.
En un baile de trajes de gran tono,
se hallaba Enrique lleno de ilusiones,
cuando vió ante sus ojos una dama
bella cual la soñaron los amores.
Era alta, esbelta, pálida y graciosa,
de perfecciones mil rico tesoro,
dejó en sus labios su carmín la rosa,
y en sus cabellos su esplendor el oro.
Era uno de esos seres ideales
que miran los poetas en las brumas,
una de esas Ondinas Celestiales
que nacen del vapor de las espumas.
Enrique la miró magnetizado
y exclamó con acento tembloroso:
— No os aparteis, señora, de mi lado
y dejad que un momento sea dichoso.
Un walz ardiente, rápido, excitante,
nos brinda su dulcísima armonía;
hay en sus notas algo delirante
que responde á mi afán, hermosa mía!
Venid, venid y os llevaré en mis brazos
aunque sienta que el orbe se derrumba,
y feliz yo, si tan hermosos lazos
no los deshace ni la misma tumba. —
Ciñó su brazo la gentil cintura
de aquel ángel de amor, que sonriente,
un mundo de placer y de ventura
llevaba escrito en su marmórea frente.
Si hay algo que al amor le preste alas
y haga olvidar la prosa de la vida,
es sin duda esa música inspirada
que á un goce delirante nos convida.
¡Bailar un walz con el objeto amado,
sentir latir un corazón de fuego,
y aspirar un aliento perfumado,
es confundir la tierra con el cielo!
¡Se siente una emoción tan poderosa,
es un placer tan grande y tan profundo,
es una sensación tan deliciosa...
que no tiene rival en este mundo!
Enrique se entregó con alma y vida
á gozar de esa dicha pasajera
que nos ofrece una mujer hermosa
cuando la vemos por la vez primera.
Mas como todo acaba aquí en la tierra,
pasó del walz la dulce melodía,
y Enrique dijo con sentido acento:
— Siento por vos extraña simpatía.
Decidme por piedad, ¿quién sois, señora?
necesito saber si sois casada,
late mi corazón, llegó mi hora
de encontrar lo que tanto ambicionaba;
si sois libre os daré mi amor, mi nombre;
si teneis por mi mal antiguos lazos,
de mi camino apartaré á ese hombre
y os arrebataré de entre sus brazos.
Habladme, yo os lo ruego, yo os lo imploro
por lo que más ameis en vuestra vida,
¿cómo os llamais, decid?
— Me llamo Sara
y me encuentro en la tierra algo aburrida.
Soy uno de esos seres que el destino
arroja en este mundo á la ventura;
hoy alfombran las flores mi camino,
porque admiran los hombres mi hermosura;
me han dicho que el amor es sombra vana
y que el oro es la fuente de placeres;
que me olvide del ayer y del mañana,
que el hoy es el edén de las mujeres.
Vos me pintais entusiasmado y loco
de vuestro amor naciente los albores,
y yo os debo decir que tengo en poco
la dicha cimentada en los amores.
Positivista por costumbre, os digo,
que mi plan en la vida lo he formado,
y la senda trazada que yo sigo,
el amor delirante lo echo á un lado.
Dejo á Cupido con sus blancas alas
y su eterno estribillo ¡yo te adoro!
y prefiero lucir trajes y galas
que sólo se consiguen con el oro.
El oro es el monarca de la tierra;
todo cede á su inmenso poderío,
en él la dicha y el placer se encierra
y la vida sin él produce hastío.
Así, pues, olvidad vuestros antojos
y sigamos los dos nuestra jornada.
— ¡Yo no podré vivir sin vuestros ojos,
la existencia sin vos la tengo en nada!
Quiero que como yo tengais creencia
que en el amor la dicha se asegura,
que no nace el placer de la opulencia,
que estais en un error y una locura.
Dadme un año de plazo y os prometo
ofreceros riquezas sin medida,
y mostraros después el gran secreto
que embellece las horas de la vida.
— Tan bien sabeis pintar vuestro desvelo
que acepto la ilusión de sus amores,
y esperaré que vuestro amante anhelo
ciña mi frente con hermosas flores.
— ¡Oh! Sara de mi amor, tened presente
que cual nuevo Colón, sólo ambiciono
hacer brotar un mundo de mi mente,
y ofreceros en él radiante trono. —
Como era natural, la conferencia
de Sara y del doncel fué terminada.
¿Tuvo este encuentro alguna consecuencia?
¿Nació una historia ó se extinguió en la nada?
Nada de fijo asegurar podemos,
porque sólo sabemos
que Enrique trabajaba, y que afanoso,
sin llegar á ir á Méjico, encontraba
de una mina el filón maravilloso.
En árabe corcel se presentaba
luciendo su apostura y gallardía,
y otras en coche propio paseaba
mirando con desdén y altanería.
Gran casa, mucho tren, mucho boato,
lujosa ostentación: ¡era dichoso!
Ahora falta saber si su existencia
tenía horas de quietud y de reposo.
Prematuras arrugas en su frente,
y sus ojos hundidos, revelaban
que un algo misterioso había en su mente
y que su juventud se marchitaba.
Pero febril y delirante y loco,
seguía siempre con tenaz empeño,
diciendo para sí: «aun tengo poco,
aun no he llegado á realizar mi sueño.»
Un día antes de cumplirse el año
del plazo que él fijara á sus amores,
Enrique se perdió, como se pierden
las hojas secas de agostadas flores.
Lógicamente hicieron comentarios
todos aquellos que á él le conocían;
los unos le acusaron de falsario,
otros de usurpador, y se decían
tantas historias y mentiras tantas...
que la verdad ninguno la sabía.
Lo cierto, lo real y lo evidente,
es que selló su casa la justicia.
Mas ¿dónde se ocultaba el delincuente?
¿Le fué la suerte por su bien propicia?
¿Y allá en el Reino-unido fué á salvarse
de una prisión sin duda merecida?
¿O en triste calabozo vió alejarse
la breve gloria de su pobre vida?
Nada de cierto colegirse pudo:
la sociedad le concedió su olvido
al hombre audaz que le sirvió de escudo
su ingenio miserable y atrevido.
Idolo que adoraron un instante
mientras él mismo incienso se quemaba:
pero que hundido, no hay piedad bastante
para darle al vencido una mirada.
Unicamente las mujeres saben
conservar un recuerdo de ternura;
Enrique, que era en esto afortunado,
quizás porque él no quiso más que á una,
mucho tiempo después de lo ocurrido,
más de una hermosa sin cesar decía:
«¿Qué habrá sido de Enrique? ¡Era tan guapo!
¡Y me inspiraba tanta simpatía...!»
murmuraban así las niñas bellas;
y Sara, ¿qué decía?
¿Seguía de Enrique las perdidas huellas?
¿Su triste paradero lo sabía?
Ciertamente que no; ella ignoraba
lo que á su fiel amante había ocurrido;
pero su corazón no se inquietaba,
porque era un corazón envilecido.
Era uno de esos seres desgraciados,
abortos del fatal positivismo,
en su misma abyección encenagados
sin querer levantarse de su abismo.
Y de un amor tan grande y tan profundo
como el que, el pobre Enrique le rendía,
sólo obtuvo por premio en este mundo,
que Sara murmurara: — «Es tontería
el hacer sacrificios por amores.
No merecen los hombres ni un suspiro;
perdí uno de mis tiernos amadores,
¡y qué le hemos de hacer, si se ha perdido!
Buena era su intención, sin duda alguna,
mas después de los hechos consumados,
¿tienen éstos acción retrospectiva?
No la tienen; asunto terminado.»
Pasaron años, y la hermosa Sara
seguía el vaivén de su agitada vida;
cuando una tarde recibió una carta
que la tomó con mano estremecida,
porque en su letra fina y delicada
recordó Sara á un ser que había olvidado:
«¡Esta letra es de Enrique...!» Y azorada
rompió el sobre pequeño y perfumado,
y con acento, al parecer tranquilo,
leyó su contenido,
sin que por sas megillas resbalara
una lágrima ardiente,
ni de sus labios de carmín brotara
un suspiro elocuente.
Una vez la leyó, maquinalmente
volvió á coger la carta y á leerla;
se fué anublando su serena frente,
y su mirada fué mucho más tierna.
Pasó una hora y Sara proseguía
leyendo aquella carta; ¿qué diría
que tanto al parecer la interesaba
y á su pesar su pecho conmovía?
Estas tristes palabras contenía
aquel pliego que Sara contemplaba:
— «Oídme Sara, por la vez postrera.
Voy á pasar á nuevos continentes,
la muerte ó la victoria allí me espera
y ambas cosas me son indiferentes.
Yo os amé con delirio, con locura,
con frenesí, con ciega idolatría.
¡Admiré vuestra espléndida hermosura,
siendo todo mi afán llamaros mía!
Vos me digisteis, con desdén profundo,
«sois pobre para mí, dejadme, Enríque.»
Desde entonces hallé pequeño el mundo,
y para mi ambición no tuve dique.
No tuve más afán ni más anhelo
que adquirir de riquezas un tesoro;
olvidé que habia un Dios allá en el cielo
y el crimen me ofreció montes de oro.
Y en el instante que contento, ufano,
iba á deciros yo con alborozo:
«¡Mío es el porvenir!» ¡Ensueño vano!
Desperté en un obscuro calabozo.
La sociedad se alzó con mano airada,
y castigó mi falta; ¡justo era!
¡Y nadie fué á lanzarme una mirada!
¡Nadie me fué á decir, sufre y espera!
Pasaron meses, transcurrieron años,
y el tiempo se cumplió de mi clausura:
¡volví á mirar la luz! seres extraños
miraron con desdén mi desventura.
Y una noche, que vive en mi memoria,
de un ministro de Dios el dulce acento
escuché, que contaba triste historia,
¡tan triste como el eco de un lamento!
Y dijo que era Dios todo ternura,
y que el perdón al hombre concedía,
si éste olvidaba su fatal locura
y en su infinito amor la luz veía.
Aquella voz que resonó en mi oído
era una voz tan pura, tan vibrante,
que hizo latir mi corazón dormido
y esperar y creer; ¡feliz instante!
¿Por qué he pasado mis mejores días
sin conocer de Dios la omnipotencia?
¿Por qué han sido mis noches tan sombrías?
¿Por qué fué tan amarga mi existencia?
¿Sabeis Sara por qué? Porque he olvidado
que sólo en Dios se encuentra ese camino,
en donde el hombre, por el bien guiado,
engrandece en la tierra su destino.
El arrepentimiento más profundo
me hace tener vergüenza de mí mismo.
¡Adios, España! Adios, ¡oh, viejo mundo!
Adios con tu fatal positivismo.
¡Adios, Sara! Pensad que hay otra vida;
y ese amor que consume y que no quema,
consagradle al Señor, pedidle egida
y él os dará la salvación suprema.
Siempre un recuerdo os guardaré en mi mente:
no abrigo contra vos ningún encono;
y á Dios le pido en mi oración ferviente,
¡que él os perdone como yo os perdono!» —
*
¿Qué sintió Sara? Dios tan sólo puede
adivinar misterio tan profundo:
porque es el corazón de las mujeres
el problema más grande de este mundo.
Sólo sabemos que dejó la corte
y que el centro galante en que vivía
le consagró un recuerdo á su elegancia
y al gusto sin rival que ella tenía.
¿Dónde se fué? ¡quién sabe! quizá un día
sepamos el final de su existencia;
que el asunto nos dé para una historia
donde el lector encuentre un episodio
de abnegación, de juventud y gloria.
Y lloré á la memoria
de una de esas mujeres
que guardan ricos dones
de amor, de sentimiento y de ternura;
que al saber explotar esos filones
puedan brotar inmensas sensaciones
qne conviertan en angel la criatura
y hacer que una mujer sea en sus pasiones
un alma grande, enamorada y pura.
1873.