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    Ángel de Saavedra

    Al faro de Malta

    Envuelve al mundo extenso triste noche;
    ronco huracán y borrascosas nubes
    confunden, y tinieblas impalpables,
    el cielo, el mar, la tierra:

    y tú invisible, te alzas, en tu frente
    ostentando de fuego una corona,
    cual rey del caos, que refleja y arde
    con luz de paz y vida.

    En vano, ronco, el mar alza sus montes
    y revienta a tus pies, do, rebramante,
    creciendo en blanca espuma, esconde y borra
    el abrigo del puerto:

    tú, con lengua de fuego, «Aquí está.., dices,
    sin voz hablando al tímido piloto,
    que como a numen bienhechor te adora
    y en ti los ojos clava.

    Tiende, apacible noche, el manto rico,
    que céfiro amoroso desenrolla;
    recamado de estrellas y luceros,
    por él rueda la luna;

    y entonces tú, de niebla vaporosa
    vestido, dejas ver en formas vagas
    tu cuerpo colosal, y tu diadema
    arde al par de los astros.

    Duerme tranquilo el mar; pérfido, esconde
    rocas aleves, áridos escollos;
    falsos señuelos son; lejanas cumbres
    engañan a las naves.

    Mas tú, cuyo esplendor todo lo ofusca,
    tú, cuya inmoble posición indica
    el trono de un monarca, eres su norte;
    les adviertes su engaño.

    Así de la razón arde la antorcha,
    en medio del furor de las pasiones;
    o de aleves halagos de fortuna,
    a los ojos del alma.

    Desque refugio de la airada suerte,
    en esta escasa tierra que presides,
    y grato albergue, el Cielo bondadoso
    me concedió, propicio;

    ni una vez sola a mis pesares busco
    dulce olvido, del sueño entre los brazos,
    sin saludarte, y sin tomar los ojos
    a tu espléndida frente.

    ¡Cuántos, ay, desde el seno de los mares
    al par los tomarán!... Tras larga ausencia,
    unos, que vuelven a su patria amada,
    a sus hijos y esposa.

    Otros, prófugos, pobres, perseguidos,
    que asilo buscan, cual busqué, lejano,
    y a quienes que lo hallaron tu luz dice,
    hospitalaria estrella.

    Arde, y sirve de norte a los bajeles
    que de mi patria, aunque de tarde en tarde,
    me traen nuevas amargas y renglones
    con lágrimas escritos.

    Cuando la vez primera deslumbraste
    mis afligidos ojos, ¡cuál mi pecho,
    destrozado y hundido en amargura.
    palpitó venturoso!

    Del Lacio, moribundo, las riberas
    huyendo, inhospitables, contrastado
    del viento y mar entre ásperos bajíos.
    vi tu lumbre divina:

    viéronla como yo los marineros,
    y, olvidando los votos y plegarias
    que en las sordas tinieblas se perdían.
    «¡Malta, Malta!». gritaron;

    y fuiste a nuestros ojos aureola
    que orna la frente de la santa imagen
    en quien busca afanoso peregrino
    la salud y el consuelo.

    Jamás te olvidaré, jamás... Tan sólo
    trocara tu esplendor. sin olvidarlo,
    rey de la noche, y de tu excelsa cumbre
    la benéfica llama,

    por la llama y los fúlgidos destellos
    que lanza. reflejando al sol naciente,
    el arcángel dorado que corona
    de Córdoba la torre.




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