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    Ángel de Saavedra

    Bailén

    Al Excmo. Sr. don Francisco Javier Castaños, duque de Bailén

    I - Sevilla

    A la capital risueña
    de la andaluza comarca,
    que Hércules fundó de Betis
    sobre las fecundas aguas,

    la que cercó Julio César
    de muros y torres altas,
    la que ganó San Fernando
    con Garci-Pérez de Vargas;

    a la opulenta Sevilla,
    la del encantado alcázar,
    la del magnífico templo,
    la de la torre gallarda,

    emporio de la riqueza,
    de claros ingenios patria,
    y que en los brazos dormía
    de la paz en la abundancia,

    llega de cálido polvo,
    dejando en pos nube blanca,
    que los caños de Carmona
    a la vista borra y tapa,

    un anhelante correo
    en una sudosa jaca,
    cuyo ijar la espuela rompe,
    y a quien da un látigo alas.

    El rostro como de azufre,
    los ojos como de brasa,
    demuestran que es mensajero
    de peligros y desgracias.

    En corto momento esparce
    nuevas de tal importancia,
    vértigo tan repentino,
    y tan mágicas palabras,

    que la ciudad toda altera,
    que la ciudad toda alarma,
    y la dormida laguna
    en mar borrascoso cambia.

    Súbito clamor confunde
    las antes tranquilas auras,
    y agitado el pueblo inmenso
    hierve en las calles y plazas.

    Plebeyos, nobles y grandes,
    canónigos, hombres de armas,
    frailes, doctores, artistas,
    traficantes y garnachas,

    solo un cuerpo humano forman
    donde solo vive un alma,
    que un solo afán precipita,
    y que un solo grito lanza.

    No hay ya opuestos intereses,
    no hay ya clases encontradas,
    no hay ya distintos deseos,
    no hay ya opiniones contrarias,

    ni más pasión que la ira,
    ni más amor que la patria,
    ni más anhelo que guerra,
    ni más grito que «¡Venganza!»


    Palacios, talleres, templos,
    conventos, humildes casas,
    academias, tribunales,
    lonjas, oficinas, aulas,

    tórnanse en cuartel inmenso,
    donde solo crujen armas,
    solo retumban tambores,
    solo se alistan escuadras.

    Plumas, estevas, ciriales,
    pesos, báculos y varas,
    y hasta abanicos y agujas
    se convierten en espadas.

    En guerra y muerte terminan
    de los templos las plegarias,
    terminan en guerra y muerte
    los procesos y contratas.

    En guerra y muerte concluyen
    de amor las dulces palabras,
    y desde el sabio discurso
    hasta las vulgares charlas.

    «¡Vamos a matar franceses!»,
    prorrumpe con fiera audacia
    turba de inocentes niños,
    que hace fusiles de caña.

    «¡Vamos a matar franceses!»,
    dice el anciano, que arrastra,
    del báculo con la ayuda,
    de un siglo entero la carga.

    «¡Vamos a matar franceses!»,
    grita el joven, que la espalda
    del potro indómito oprime,
    blandiendo una antigua lanza.

    De la gran ciudad cabeza,
    la gigantesca Giralda,
    con lengua de eterno bronce,
    cuya voz seis leguas anda,

    al huracán ensordece,
    sobrepuja a las borrascas,
    conmueve la baja tierra
    y el firmamento traspasa,

    guerra, pregonando al mundo,
    a guerra convoca y llama
    a toda la Andalucía,
    a toda la extensa España.

    Y ciñe la erguida frente,
    al llegar la noche opaca,
    de una corona de hogueras,
    que viento y lluvias no apagan:

    bandera del fuego santo
    que se ha encendido a sus plantas,
    cráter del volcán tremendo,
    que en la gran Sevilla estalla.

    II - La agresión

    De oro, de hierro, de barro
    inmensurable coloso,
    la frente en las altas nubes,
    el pie en los abismos hondos;

    de infierno, de cielo y tierra
    un incomprensible aborto,
    un prodigioso compuesto
    de ángel, de hombre y de demonio,

    alzó de Francia perdida,
    con su brazo portentoso,
    para en él tomar asiento,
    el despedazado trono.

    Ídolo de doce siglos,
    y de cien monarcas solio,
    que desparecer vio el mundo
    terrorizado y absorto,

    cuando crímenes, virtudes,
    pasiones, furias, enconos,
    saber, ignorancia, errores,
    héroes, gigantes y monstruos,

    de sangre en un mar lo ahogaron,
    y bajo un monte de escombros
    lo sepultaron y hundieron
    con universal trastorno.

    Alzose, pues (para tanto
    Dios le dio fuerzas a él solo),
    y aun juzgó para su mole
    pedestal tan grande, poco.

    Y desde él mandaba al mundo,
    llevando de polo a polo
    de tempestades armada
    la fuerte mano, a su antojo,

    con un millón de soldados
    a quienes él daba el soplo
    de vida, y con su gran nombre
    un talismán prodigioso.

    Con un ceño de su frente,
    con un volver de su rostro,
    desparecían imperios
    y se trastornaba el globo.

    Este portento, este numen
    de bien, de mal, de uno y otro,
    tornó al tranquilo Occidente
    los asoladores ojos.

    Y vio a la fecunda España,
    la cosechera del oro,
    quemando en su altar inciensos,
    por su gloria haciendo votos,

    en actitud tan humilde,
    de entusiasmo en tal arrobo,
    que era poderosa ayuda,
    sin poder ser nunca estorbo,

    y de amiga bajo el nombre
    tan adoradora en todo,
    que sangre, riqueza, fama,
    juzgaba holocausto corto.

    Mas prevaleciendo acaso,
    en el pecho del coloso,
    la parte aquella de infierno
    y la maldad de demonio,

    gritó: «Yo no quiero amigos,
    porque esclavos quiero solo.
    ¿Cómo aún está enhiesta España?...
    Póngase ante mí de hinojos.

    »Bese mi soberbia planta,
    hunda la frente en el polvo,
    y el palacio de sus reyes
    de escabel sirva a mi trono.»

    Dijo, y de armas y guerreros
    por el Pirene fragoso
    torrente tremendo baja
    al hispano territorio.


    Tal vez la celeste parte
    le dio a conocer de pronto
    que iba a despertar leones
    con armígero alboroto.

    Y la otra parte mezquina
    de hombre, de tierra y de lodo
    le decidió a usar del fraude,
    de la perfidia y del dolo.

    Enmascaró sus legiones,
    dio mentido aspecto al rostro,
    vistió de oliva las armas,
    llamó tierno amor al odio.

    Y cuando en abrazo inicuo
    ahogó traidor y alevoso
    a los príncipes incautos,
    que en él buscaron apoyo,

    y del regio Manzanares
    en el coronado emporio,
    en exterminio el halago,
    la oliva tornó en abrojos,

    hospitalidad, caricias,
    bendiciones y tesoros,
    pagando con hierro, muerte,
    incendios, estupros, robos,

    se derramaron sus huestes
    a asegurar el despojo,
    a encadenar toda España,
    juzgando vencido todo.

    Y ya de Sierra Morena
    humillan con fiero gozo
    la alta cerviz, y registran
    con desvanecidos ojos

    de Guadalquivir fecundo
    los encantados contornos,
    a que preparan insanos
    la esclavitud y el oprobio.

    Y aparecen a lo lejos
    tan aterradoras, como
    la encapotada tormenta,
    que en alas del viento ronco,

    de ardientes rayos preñada
    anuncia con truenos sordos,
    que a asolar viene los campos
    y las riquezas de agosto.

    He aquí la angustiosa nueva,
    y el conjunto que de pronto
    causó en la noble Sevilla
    tan impensado trastorno.

    III - La victoria

    ¡Bailén!... ¡Oh mágico nombre!
    ¿Qué español al pronunciarlo
    no siente arder en su pecho
    el volcán del entusiasmo?

    ¡Bailén!... La más pura gloria
    que ve la historia en sus fastos
    y el siglo presente admira,
    sentó su trono en tus campos.

    ¡Bailén!... En tus olivares
    tranquilos y solitarios,
    en tus calladas colinas,
    en tu arroyo y en tus prados,

    su tribunal inflexible
    puso el Dios tres veces santo,
    y de independencia eterna
    dio a favor de España el fallo.


    Inclina la tierra
    su mísera frente
    al omnipotente
    de Francia señor.
    ¡Viva el emperador!

    Es dios de la guerra,
    y de polo a polo
    su brazo tan solo
    será el vencedor.
    ¡Viva el emperador!

    Segura tenemos
    aquí la victoria,
    sin riesgos, sin gloria,
    pero rica asaz.

    Marchemos, gocemos
    las grandes riquezas,
    e insignes bellezas
    de España feraz.

    A Francia gloriosa,
    ¿quién hay que la estorbe?
    Rendido está el orbe
    a su alto valor.
    ¡Viva el emperador!

    Su ley poderosa
    la España reciba.
    Avancemos, ¡viva
    de Francia el señor!
    ¡Viva el emperador!»


    Así en infernales voces
    los invencibles, que hollaron,
    sembrando exterminio y muerte,
    la Europa del Neva al Tajo,

    las silenciosas cañadas
    y los fecundos collados
    de Bailén, al sol naciente,
    con gozo infernal turbaron,

    de clarines y tambores,
    de armas, cañones y carros,
    relinchos y roncos gritos
    tormenta horrenda formando,

    mas sin saber que una tumba
    era el espacioso campo,
    por donde tan orgullosos
    osaban tender el paso.


    De repente, de la parte
    del Sur el viento les trajo
    rumor de armas y de hombres,
    y los ecos de este canto:

    «Ya despertó de su letargo
    de las Españas el león,
    antes morir que ser esclavos
    del infernal Napoleón.

    »¡Viva el rey, viva la Patria,
    y viva la Religión!»

    Y aparecen los guerreros
    del Guadalquivir preclaro,
    sin pomposos atavíos,
    sin voladores penachos,

    la justicia de su parte
    y la razón de su bando,
    con Dios en los corazones
    y con el hierro en las manos.

    Y aunque en la guerra bisoños,
    y aunque con orden escaso,
    llevan resuelto a su frente
    al valeroso Castaños.

    Los fieros debeladores
    de la Europa asombro y pasmo,
    los fuertes, los invencibles
    de mil triunfos coronados,

    de limpio acero vestidos,
    con oriental aparato,
    de oro y dominio sedientos,
    de orgullo bélico hinchados,

    y teniendo a su cabeza,
    la sien ceñida de lauros,
    a Dupont, caudillo experto,
    duro azote del germano,

    ven con desdén y desprecio,
    como a inocente rebaño
    que al matadero camina
    y piensa que va a los prados,

    una turba que ha dos meses
    en el taller y el arado,
    ni cargar una escopeta
    era posible a sus manos.

    Y en carcajadas de infierno
    y en burladores sarcasmos,
    prorrumpen, y furibundos
    al fácil triunfo volaron.


    ¡No tan fácil! Bramadoras
    las ondas del oceano,
    del huracán empujadas
    tienden el inmenso paso;

    raen las arenas profundas
    de los abismos, al alto
    firmamento, entumecidas,
    van a encontrar a los astros;

    tragan voraces y rompen
    y aniquilan todo cuanto
    pone a su furor estorbo,
    pone a su curso embarazo;

    y en la humilde y blanda arena,
    o en el informe peñasco,
    donde el dedo del Eterno
    escribe hasta aquí, pedazos

    se hace su furia espantosa,
    se estrella su orgullo insano,
    y en espuma roto vuela
    su poder, del orbe espanto.

    «El español ardimiento,
    su fe viva, su entusiasmo
    sean la meta del coloso»,
    pronunció de Dios el labio.

    Y lo fueron. Los valientes
    de luciente acero armados,
    los granaderos invictos,
    los belígeros caballos,

    los atronadores bronces
    y los caudillos bizarros,
    que las elevadas crestas
    de Mont-Cení y San Bernardo

    camino fácil hicieron,
    que las ondas humillaron
    del Vístula y del Danubio,
    del Mosa, del Rhin y el Arno,

    no pueden la mansa cuesta
    trepar del collado manso
    de Bailén, ni al pobre arroyo
    del Herrumbrar hallar vado.

    Y los que mares de fuego
    intrépidos apagaron,
    y muros de bayonetas
    hundieron en un amago,

    del español patriotismo
    a los encendidos rayos,
    al hierro de los bisoños,
    al tiro de los paisanos

    no osan resistir. Desmayan
    y se fatigan en vano;
    retroceden, se revuelcan
    en tierra hombres y caballos,

    y las águilas altivas
    humillan el vuelo raudo
    ensangrentadas sus plumas,
    hasta perderse en el fango.

    Y rendidas las legiones,
    que al universo humillaron,
    encadenadas desfilan,
    vuelta su gloria en escarnio,

    ante turba que ha dos meses
    en el taller y el arado
    ni cargar una escopeta
    era posible a sus manos.


    «¡Viva España!», gritó el mundo,
    que despertó de un letargo.
    Al grande estruendo apagose
    en el firmamento un astro.

    Y al tiempo que, ante las plantas
    del noble caudillo hispano,
    Dupont su espada rendía
    y de sus sienes el lauro,

    desde el trono del Eterno
    dos arcángeles volaron:
    uno a dar la nueva al polo
    su nieve en fuego tornando,

    otro a cavar un sepulcro
    en Santa Elena, peñasco
    que allá en la abrasada zona
    descuella en el oceano.




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