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    Antonio Machado

    Muerte de Abel Martín

    Pensando que no veía
    porque Dios no le miraba,
    dijo Abel cuando moría:
    Se acabó lo que se daba
    .
    J. de Mairena: Epigramas.

    I

    Los últimos vencejos revolean
    en torno al campanario;
    los niños gritan, saltan, se pelean.
    En su rincón, Martín el solitario.
    ¡La tarde, casi noche, polvorienta,
    la algazara infantil, y el vocerío,
    a la par, de sus doce en sus cincuenta!

    ¡Oh alma plena y espíritu vacío,
    ante la turbia hoguera
    con llama restallante de raíces,
    fogata de frontera
    que ilumina las hondas cicatrices!

    Quien se vive se pierde, Abel decía.
    ¡Oh distancia, distancia!, que la estrella
    que nadie toca, guía.
    ¿Quien navegó sin ella?
    Distancia para el ojo -¡oh lueñe nave-,
    ausencia al corazón empedernido,
    y bálsamo suave
    con la miel del amor sagrado olvido.
    ¡Oh gran saber del cero, del maduro
    fruto sabor que sólo el hombre gusta,
    agua de sueño, manatial oscuro,
    sombra divina de la mano augusta!
    Antes me llegue, si me llega, el Día,
    la luz que ve increada,
    ahógame esta mala gritería,
    señor, con las esncias de tu Nada.

    II

    El ángel que sabía
    su secreto salió a Martín al paso.
    Martín le dio el dinero que tenía
    ¿Piedad? Tal vez. ¿Miedo al chantaje? Acaso.
    Aquella noche fría
    supo Martín de soledad; pensaba
    que Dios no lo veía,
    y en su mundo desierto caminaba.

    III

    Y vio a la musa esquiva,
    de pie junto a su lecho la enlutada,
    la dama de sus calles fugitiva,
    la imposible al amor y siempre amada.
    Díjole Abel:Señora,
    por ansia de tu cara descubierta,
    he pensado vivir hasta la aurora
    hasta sentir mi sangre casi yerta.
    Hoy sé que no eres tú quien yo creía;
    mas te quiero mirar y agradecerte
    lo mucho que me hiciste compañía
    con tu frío desdén.
    Quiso la muerte
    sonreir a Matín, y no sabía.


    IV

    Viví, dormí, soñé y hasta he creado
    -pensó Martín, ya turbia la pupila-
    un hombre que vigila
    el sueño, algo mejor que lo soñado.
    Mas si un igual destino
    aguarda al soñador y al vigilante,
    a quién trazó caminos,
    y a quién siguió caminos, jadeante,
    a fin, sólo es creación tu pura nada,
    tu sombra de gigante,
    el divino cegar de tu mirada.

    V

    Y sucedió a la angustia la fatiga,
    que siente su esperar desesperado,
    la sed que el agua clara no mitiga,
    la amargura del tiempo envenenado.
    ¡Esta lira de muerte!
    Abel palpaba
    su cuerpo enflaquecido.
    ¿El que todo lo ve no le miraba?
    ¡Y esta pereza, sangre del olvido!
    ¡Oh, sálvame, Señor!
    Su vida entera,
    su historia irremediable aparecía
    escrita en blanda cera.
    ¿Y ha de borrarte el sol del nuevo día?
    Abel tendió su mano
    hacia la luz bermeja
    de una caliente aurora de verano,
    ya en el balcón de su morada vieja.
    Ciego, pidió la luz que no veía.
    Luego llevó, sereno,
    el limpio vaso, hasta su boca fría,
    de pura sombra -¡oh, de pura sombra!- lleno.




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