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    Antonio Machado

    Olivo del camino

    A la memoria de D. Cristóbal Torres

    I

    Parejo de la encina castellana
    crecida sobre el páramo, señero
    en los campos de Córdoba la llana
    que dieron su caballo al Romancero,
    lejos de tus hermanos
    que vela el ceño campesino -enjutos
    pobladores de lomas y altozanos,
    horros de sombra, grávidos de frutos-,
    sin caricia de mano labradora
    que limpie tu ramaje, y por olvido,
    viejo olivo, del hacha leñadora,
    ¡cuán bello estás junto a la fuente erguido,
    bajo este azul cobalto,
    como un árbol silvestre espeso y alto!

    II

    Hoy, a tu sombra, quiero
    ver estos campos de mi Andalucía,
    como a la vera ayer del Alto Duero
    la hermosa tierra de encinar veía.
    Olivo solitario,
    lejos de olivar, junto a la fuente,
    olivo hospitalario
    que das tu sombra a un hombre pensativo
    y a un agua transparente,
    al borde del camino que blanquea,
    guarde tus verdes ramas, viejo olivo,
    la diosa de ojos glaucos, Atenea.

    III

    Busque tu rama verde el suplicante
    para el templo de un dios, árbol sombrío;
    Deméter jadeante
    pose a tu sombra, bajo el sol de estío.
    Que reflorezca el día
    en que la diosa huyó del ancho Urano,
    cruzó la espalda de la mar bravía,
    llegó a la tierra en que madura el grano.
    Y en su querida Eleusis, fatigada,
    sentóse a reposar junto al camino,
    ceñido el peplo, yerta la mirada,
    lleno de angustia el corazón divino...
    Bajo tus ramas, viejo olivo, quiero
    un día recordar del sol de Homero.

    IV

    Al palacio de un rey llegó la dea,
    sólo divina en el mirar sereno,
    ocultando su forma gigantea
    de joven talle y redondo seno,
    trocado el manto azul por burda lana,
    como sierva propicia a la tarea
    de humilde oficio con que el pan se gana.
    De Keleos la esposa venerable,
    que daba al hijo en su vejez nacido,
    a Demofón, un pecho miserable,
    la reina de los bucles de ceniza,
    del niño bien amado
    a Deméter tomó para nodriza.
    Y el niño floreció como criado
    en brazos de una diosa,
    o en las selvas feraces
    -así el bastardo de Afrodita hermosa-
    al seno de las ninfas montaraces.

    V

    Mas siempre el ceño maternal espía,
    y una noche, celando a la extranjera,
    vio la reina una llama. En roja hoguera
    a Demofón, el príncipe lozano,
    Deméter impasible revolvía,
    y al cuello, al torso, al vientre, con su mano
    una sierpe de fuego le ceñía.
    Del regio lecho, en la aromada alcoba,
    saltó la madre; al corredor sombrío
    salió gritando, aullando, como loba
    herida en las entrañas: ¡hijo mío!

    VI

    Deméter la miró con faz severa.
    -Tal es, raza mortal, tu cobardía.
    Mi llama el fuego de los dioses era.
    Y al niño, que en sus brazos sonreía:
    -Yo soy Deméter que los frutos grana,
    ¡oh príncipe nutrido por mi aliento,.
    y en mis brazos más rojo que manzana
    madurada en otoño al sol y al viento!...
    Vuelve al halda materna, y tu nodriza
    no olvides, Demofón, que fue una diosa;
    ella trocó en maciza
    tu floja carne y la tiñó de rosa,
    y te dio el ancho torso, el brazo fuerte,
    y más te quiso dar y más te diera:
    con la llama que libra de la muerte,
    la eterna juventud por compañera.

    VII

    La madre de la bella Proserpina
    trocó en moreno grano,
    para el sabroso pan de blanca harina,
    aguas de abril y soles de verano.
    Trigales y trigales ha corrido
    la rubia diosa de la hoz dorada,
    y del campo a las eras del ejido,
    con sus montes de mies agavillada,
    llegaron los huesudos bueyes rojos,
    la testa dolorida al yugo atada,
    y con la tarde ubérrima en los ojos.
    De segados trigales y alcaceles
    hizo el fuego sequizos rastrojales;
    en el huerto rezuma el higo mieles,
    cuelga la oronda pera en los perales,
    hay en las vides rubios moscateles,
    y racimos de rosa en los parrales
    que festonan la blanca almacería
    de los huertos. Ya irá de glauca a bruna,
    por llano, loma, alcor y serranía,
    de los verdes olivos la aceituna...
    Tu fruto, ¡oh polvoriento del camino
    árbol ahíto de la estiva llama!,
    no estrujarán las piedras del molino,
    aguardará la fiesta, en la alta rama,
    del alegre zorzal, o el estornino
    lo llevará en su pico, alborozado.
    Que en tu ramaje luzca, árbol sagrado,
    bajo la luna llena,
    el ojo encandilado
    del búho insomne de la sabia Atena.
    Y que la diosa de la hoz bruñida
    y de la adusta frente
    materna sed y angustia de uranida
    traiga a tu sombra, olivo de la fuente.
    Y con tus ramas la divina hoguera
    encienda en un hogar del campo mío,
    por donde tuerce perezoso un río
    que toda la campiña hace ribera
    antes que un pueblo, hacia la mar, navío.




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