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    Antonio Machado

    A orillas del Duero

    Mediaba el mes de julio. Era un hermoso día.
    Yo, solo, por las quiebras del pedregal subía,
    buscando los recodos de sombra, lentamente.
    A trechos me paraba para enjugar mi frente
    y dar algún respiro al pecho jadeante;
    o bien, ahincando el paso, el cuerpo hacia delante
    y hacia la mano diestra vencido y apoyado
    en un bastón, a guisa de pastoril cayado,
    trepaba por los cerros que habitan las rapaces
    aves de altura, hollando las hierbas montaraces
    de fuerte olor -romero, tomillo, salvia, espliego—.
    Sobre los agrios campos caía un sol de fuego.
    Un buitre de anchas alas, con majestuoso vuelo
    cruzaba solitario el puro azul del cielo.
    Yo divisaba, lejos, un monte alto y agudo,
    y una redonda loma cual recamado escudo,
    y cárdenos alcores sobre la parda tierra
    —harapos esparcidos de un viejo arnés de guerra—,
    las serrezuelas calvas por donde tuerce el Duero
    para formar la corva ballesta de un arquero
    en torno a Soria. —Soria es una barbacana
    hacia Aragón que tiene la torre castellana—.
    Veía el horizonte cerrado por colinas
    oscuras, coronadas de robles y de encinas;
    desnudos peñascales, algún humilde prado
    donde el merino pace y el toro arrodillado
    sobre la hierba rumia, las márgenes del río
    lucir sus verdes álamos al claro sol de estío
    y, silenciosamente, lejanos pasajeros,
    ¡tan diminutos! —carros, jinetes y arrieros—,
    cruzar el largo puente y bajo las arcadas
    de piedra ensombrecerse las agujas plateadas
    del Duero.
    El Duero cruza el corazón de roble
    de Iberia y de Castilla.
    ¡Oh tierra triste y noble,
    la de los altos llanos y yermos y roquedas,
    de campos sin arados, regatos ni arboledas;
    decrépitas ciudades, caminos sin mesones
    y atónitos palurdos sin danzas ni canciones
    que aún van, abandonando el mortecino hogar,
    como tus largos ríos, Castilla, hacia la mar!
    Castilla miserable, ayer dominadora,
    envuelta en sus andrajos, desprecia cuanto ignora.
    ¿Espera, duerme o sueña? ¿La sangre derramada
    recuerda, cuando tuvo la fiebre de la espada?
    Todo se mueve, fluye, discurre, corre o gira;
    cambian la mar y el monte y el ojo que los mira.
    ¿Pasó? Sobre sus campos aun el fantasma yerra
    de un pueblo que ponía a Dios sobre la guerra.
    La madre en otro tiempo fecunda en capitanes
    madrastra es apenas de humildes ganapanes.
    Castilla no es aquella tan generosa un día,
    cuando Myo Cid Rodrigo el de Vivar volvía,
    ufano de su nueva fortuna y su opulencia,
    a regalar a Alfonso los huertos de Valencia;
    o que, tras la aventura que acreditó sus bríos,
    pedía la conquista de los inmensos ríos
    indianos. a la corte; la madre de soldados,
    guerreros y adalides que han de tornar cargados
    de plata y oro a España, en regios galeones,
    para la presa, cuervos; para la lid, leones.
    Filósofos nutridos de sopa de convento
    contemplan impasibles el amplio firmamento;
    y si les llega en sueños, como un rumor distante,
    clamor de mercaderes de muelles de Levante,
    no acudirán siquiera a preguntar ¿qué pasa?
    Y ya la guerra ha abierto las puertas de su casa.
    Castilla miserable, ayer dominadora;
    envuelta en sus harapos, desprecia cuanto ignora.
    El sol va declinando. De la ciudad lejana
    me llega un armonioso tañido de campana
    —ya irán a su rosario las enlutadas viejas—.
    De entre las peñas salen dos lindas comadrejas;
    me miran y se alejan, huyendo, y aparecen
    de nuevo, ¡tan curiosas! ... Los campos se oscurecen.
    Hacia el camino blanco está el mesón abierto
    al campo ensombrecido y al pedregal desierto.


    Campos de Castilla




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