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Arturo Reyes
Al alimón
I
-Pos yo estoy conforme con lo que dice el Chato Puliana, que muchas veces lo que encomienza por una chufla acaba en una trigedia, que por chufla encomenzó lo mío con el Manga y lo más lejos que tenía yo de mí, al tirar de la cachicuerna, era que diba a dejar en el sitio al probe más tieso que un machete.
Y esto lo dijo Joseíto el Meriñaque con acento sombrío y no sin dejar escapar previamente un resonante suspiro.
-Güeno, pos vamos a dejarnos de cosas esaborías -exclamó el Butibamba con expresión adusta a la vez que colocaba como si quisiera clavarla en el tablero de pino de la mesa, una de las fichas del dominó.
Las palabras de Joselito hicieron inmutarse al Torongiles que contempló a hurtadillas, lleno de asombro, a su rival; el principio de embriaguez en él producido por los diez o doce cortados que acababa de trasegar desapareció como por arte de encantamiento; ¡qué sorpresa! luego el Meriñaque, aquel hombrecito pálido, rubio, de cara aniñada y de hechuras casi femeniles; aquél que él, no obstante su falta de decisión y de energías, había pensado intimidar ahuecando la voz y poniendo los ojos como si quisiera escupirlos de su cara; aquél que él había creído cualquier cosa al verlo tan modosito, tan suave, tan meticuloso, siempre tan atildado, tan fino, según confesión propia, llevaba en su conciencia los manes vengadores del Manga.
Al Torongiles se le habían volado de la imaginación todos sus propósitos belicosos; su amor a Rosarito acababa de perder grados de temperatura; la figura de Joselito había adquirido a sus ojos terribles proporciones; sentíase arrepentido de haber ido a meterse en la boca del lobo y lo único que ya deseaba era encontrar una rendija por la que huir de aquel lugar y de José, que parecía ensombrecido por el recuerdo de la trágica escena.
El Torongiles sentíase como sentado sobre alfileres; qué mala ocurrencia había sido la suya de poner su mirada y su pensamiento en Rosarito, primero, y segundo, la de ir aquella mañana a buscarle la boca al hombre por ella preferido.
-¿Qué, quiéres jugar? -preguntó al Torongiles Antoñuelo el Molinete.
-No, muchas gracias, pero me tengo que dir enseguiita.
El Meriñaque le miró furtivamente con expresión irónica...
-Hombre, ¿tan urgente es eso que tiée usté que hacer que no puée jugarse dos copas? -le preguntó a la vez que redoblaba con los dedos sobre la mesa.
-Hombre, le diré a usté, es una cosita rigular.
Y el Torongiles, al decir esto, se mordió los labios; el tono zumbón de Joselito había aumentado su intranquilidad, y cuando algunos minutos después se encontró en mitad de la calle, respiró a pleno pulmón decidido a no volver a intentar un enganche con aquel mozo, de cuya sangrienta hazaña hubiera querido conocer más pormenores, pero no le pareció discreto inquirir nada, no fuese a pensar la gente que lo hacía aconsejado por la prudencia y el temor.
Decidió, pues, callar por lo pronto, y de modo disimulado ir aflojando en el asedio de la muchacha con toda la rapidez que le permitiera su decoro, porque no era cosa razonable el ir a jugarse la piel con un mozo que ya llevaba en la conciencia tan negro bagaje y, sobre todo, no estando él, como no estaba, la chaveta perdida por la muchacha, que si él había puesto en ella sus ojos, habíalo hecho más que pensando en el negror de sus grandes pupilas de antílope febril y en su cuerpo maravillosamente cincelado, acordándose de que el Calderero tenía una cuadra de muletos que quitaba las tapaderas de los sentidos, una huerta en el camino de San José, donde los melones que se daban eran más dulces y jugosos que los de Almogía, y, además, en la calle de los Cristos un corralón con más habitaciones que celdillas tiene un panal; no siendo más que una la heredera de tan privilegiada fortuna.
No obstante sus propósitos de no hablar con nadie, ni inquirir noticias ningunas referentes a la muerte del Manga, aferrándose como un náufrago a una tabla, a la esperanza de que aquella hubiese sido un farol del Meriñaque, aquella noche, al toparse con el señor Cayetano el Ortigosa, chalán jubilado que vivía de lo que le rentaba su hija Rosalía, ocho arrobas de carnes frescas, olorosas y juveniles, que olía a tomillo hasta en las canículas, amigo de Joselito, ¡con el cual habíalo visto varias veces jugarse al dominó la convidada; al toparse con él -repetimos- en el hondilón del Cañaverde, acercándose a la misma mesa junto a la cual aquél dormitaba con el codo sobre el tablero.
-Oiga usté, agüelito, ¿me convía usté o yo le convío? -le preguntó con acento jovial y afectuoso.
-Mía, mejor será lo úrtimo, porque yo tengo un costipao que no arremato de estornuar en to er día.
Aunque no comprendió la relación que pudiera tener la convidada con lo del estornudo, sentóse el Torongiles junto a aquél, y después que hubieron ambos apurado con todo primor las primeras dos cañas del cañavero, que por indicación de aquél les sirviera el mozo de la taberna, hizo recaer hábilmente la conversación el descorazonado pretendiente de Rosarito sobre lo que tanto le preocupaba, pero aún no había concluido de nombrar al Meriñaque cuando
-Ni me lo mientes tan siquiera a ese gachó -exclamó con voz vibrante de ira y apretando los puños Ortigosa -ni me lo mientes, que demasiao castigo tengo yo con tener que platicar con él de cuando en cuando, que cá vez que tengo que platicar con él es mismamente que si tomara el paliano.
-¿Pero eso? -le preguntó sorprendido el Torongiles.
-Cállate tú, hombre, que lo que me pasa a mí con ese gachó es pa que lo egollara; no porque yo le deba los cuatro ochavos que le debo, sino porque yo no pueo olviar que por mo de él a mi compadre jacinto se lo comieron los gusanos.
-Algo he oído yo dicir de eso, pero...
-Ná, que si tú medio me estimas, no me platiques más de esto, porque cá vez que me acuerdo me como er mundo, ¡pobre Jacinto!, tan regüenísima persona que era, mejorando la presente.
El Torongiles no se atrevió a insistir. Pero para qué insistir, si ya sabía lo que saber deseaba, si había visto ratificado por el Ortigosa lo dicho por el Meriñaque delante de él en la taberna del Chato Puliana.
II
Cuando el día de la boda vio salir el Torongiles al Meriñaque llevando del brazo, cual glorioso trofeo, aquella gitana tan bonita, tan llena de donaires y garabateos, a la cual él había pretendido hacer caer en sus poco tupidas redes de amor, una profunda ira se apoderó de su alma. La desposada iba que tiraba de espaldas de guapa, con los dedos cubiertos de cintillos, y los antebrazos, de ajorcas, y de collares la garganta. Joselito, que no le llegaba a las axilas como no se empinara, iba con dos pregoneros de su alegría por ojos; un tropel brillante de deudos y amigos dábanle escolta. El Torongiles, no pudo seguir presenciando el desfile y se fue a la taberna en busca de consuelo, pero hasta allí le persiguió la contraria fortuna, pues el dueño del hondilón parecía pensionado por los que menos le querían para seguir mortificándole en su vanidad.
-¿Qué es eso? Yo te jacía en el casamiento de la Rosario -díjole con acento zumbón el de la taberna.
Le miró aquél como si quisiera barrenar sus ojos con los suyos, y encogiéndose de hombros,
-¿Y a mí qué se me ha perdío en esa procesión? -le repuso, al parecer, indiferente.
-La verdá es -continuó el tabernero, cruzando los brazos y reclinándose contra el mostrador- que nadie creía que el señor Perico diba a dar su brazo a torcer; pero es que los parneses son como el unto de la Malena, y como jace muy poco le llovieron unos cuantos pápiros al Meriñaque...
-Pero ¿es que le ha tocao la lotería?
-Cuasi lo mesmo, porque es que se murió un tío suyo, el señor Toño el Hortelano, uno que vivía en Benamargosa y que le dejó to cuanto tenía: una huerta y unas viñas y una casa que está lindando con la iglesia. Total, unos tres mil durejos largos e talle, y como al señor Cristóbal le gusta una torda más que el arroz con pollos, pos velay tú.
-Que un divé sus bendiga, caballeros. ¿Queréis argo pa el sitio aonde van a parar toítos los niños llorones? -preguntó en aquel momento desde el umbral el señor Cayetano el Ortigosa.
-Venga usté acá, señó Cayetano, que voy a darle la puntilla con unas del de Jubrique que acabo de recibir y que güele más mejor que el tomillo y que el romero.
No se hizo aquél repetir la tentadora invitación, y momentos después decíale al Torongiles con acento zumbón en que brincaba la zumba:
-Alegra ya esa cara, guasón, que hay más mujeres que coquinas. ¿Pos no vas a poner el perfil de medio luto porque se haiga dejao embragar por otro gachó la jembra que tú currelas?
-Aquello fue una golondrina que se me paró en el alero y que se me fue en seguiíta -exclamó con acento despectivo y encogiéndose de hombros el Torongiles, y después continuó-: Pos si a mí me hubiera seguío gustando esa gachí, diba yo a dejar asín como asín que fuese otro milano el que se llevara esa paloma.
-Toma, eso por sabío -musitó el Chato Puliana.
-¡Digo! -exclamó el Ortigosa, mirando siempre con expresión zumbona al Torongiles-. Pos güeno hubiera sío que un gachó de tus riñones se hubiera dejao llevar el pulso de mala jechura por un gachó como Joselito, que cuando se mata elante de él un pavipollo se tapa los oídos por no oír el cacareo.
El Torongiles miró sorprendido al viejo y
-¡Camará, vaya un arma mía, que no puée oír cacarear un pavipollo y púo visarle el rol pa el otro mundo al...
-¡Bah! -dijo, encogiéndose de hombros y sonriendo siempre zumbonamente el gitano-. Es que lo más distante que tenía el Meriñaque era que el susto le diba a costar la piel ar probe de Jacinto. Verdá es que naide podía suponer que el gachó tenía en el corazón una cosa que le podía causar la muerte con menos de na, con que se intentara quitarle el hipo, na más que con un repullo.
-Pero entonces -dijo, palideciendo, el Torongiles-, ¿no fue el Meriñaque ...?
-Verás tú -dijo el Ortigosa, interrumpiéndole y con voz que estaba pidiendo el más contundente de todos los correctivos-, la cosa fue que el probe del señor Jacinto tenía menos espíritu que un lúgano, y una noche que estábamos de gromas le dijimos a José que jiciera como que se abroncaba de veras, pa ver si él ponía pies en polvorosa, y José, que pa cómico vale más de un millón, pos encomenzó a ponerse pesao con él y a dicirle cosas de las que ningún hombre puée oir sin aguantar el resuello, y tantas cosas le dijo que el Jacinto arremató por achararse y por dicirle una fresca al José, y entonces el José tiró de la cachicuerna que le había alargao por debajo de la mesa Pepe el Chamusca, el nieto de la Tartaja, y se fue pa el otro resoplando como un miura, y mos levantamos tos como pa sujetarlo y..., na, que resurtó una groma la mar de esaboría, tan saboría que a las dos horas y pico estaba ya con Dios el probe de Jacinto, una presona que, mejorando las presentes, era una prenda de gala.
Y al concluir de decir esto se levantó bruscamente el Ortigosa para evitar que la risa desbordara en sus labios al ver la cara que había puesto el Torongiles al comprender la partidita serrana que habíanle jugado toreando al alimón Joseíto el Meriñaque y el más viejo chalán y tunante de los barrios de mi tierra.