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Arturo Reyes
A la sombra de un chaparro
El sol caía a plomo sobre la desierta carretera; lucía el cielo su más deslumbrante azul; la montaña, los tonos más brillantes y más rojizos de sus laderas, el verde más lozano de sus viñedos y el oscuro más intenso de sus retorcidos olivares; ora medio escondidos entre los repliegues del monte, ora sobre sus bien soleadas cumbres, destacábanse acá y acullá los blancos caseríos sombreados por copudos algarrobos...
El pobre jamelgo enganchado a la polvorienta diabla manotea con todos los músculos en desesperada tensión y el pescuezo estirado por dominar uno de los repechos, mientras que con el látigo en una mano y con la otra aferrada a uno de los rayos de las ruedas pugna el Bellotero por ayudar al pobre animal en su desesperado esfuerzo.
-¡Riá, riaaá, Poderosa; riaá, riaá, niña de mis ojos; riaá, riaaá, prenda mía! -grita el Bellotero, sin que su voz logre prestar al pobre penco los vigores que necesita.
-Esto no puée ser, hombre -exclama, saltando del vehículo un mozo bien plantado, de rostro curtido, ojos relampagueantes y luciendo rico traje de los más típicos de Andalucía.
-¡Y qué le jago yo! ¡Riaá, ríaaá, Poderosa!
-Deja a la Poderosa que tome resuello u dale una miajita de somatose, ¡camará!, que es lo que le está jaciendo muchísima falta. ¿No ves que la pobre, si la sigues achuchando, va a morir sin testar, entre tus brazos?
-Pero si es que yo no sé lo que hoy le pasa a este bicho. ¡Si este animal tira más que la «yunta de las ánimas»!
-Pos déjala que escanse una miaja, y tan y mientras jecharemos un cigarro.
-Pos lo jecharemos.
Y mientras el Bellotero colocaba a la sombra que proyectaba sobre el camino una cortadura del monte al animal, el desconocido sentábase al pie de uno de los árboles que brindan, acá y acullá, en el empinado camino, un sombroso refugio al caminante.
Y sentado, momentos después, a su lado, el Bellotero, preguntábale mientras vaciábase en la palma de la mano tabaco en cantidad suficiente no ya para hacer un cigarro de grueso calibre, sino para rendir al fumador mis empedernido:
-¿Y se puée saber, amigo, y usté isimule la curiosiá, a qué va su mercé a jacer en Triquitraque?
-Pos en busca de corcho que voy -repúsole en tono de zumba el desconocido.
-¡Ah! Entonces, ¿es que su mercé trafica en corcho?
-Sí, señó, que aquí aonde usté me ve, tengo en Sivilla una fábrica de tapones.
El Bellotero miró al desconocido con expresión incrédula; aquello de la fábrica de tapones habíale sonado a quea, y rascándose sin necesidad la cabeza, exclamó con acento lleno de ironía:
-Pos míe usté: pa mí que lo que es corcho no farta en estos manchones, y menos en Triquitraque.
-Y a propósito de Triquitraque, ¿cómo anclan los Ventolinas?
-Er señó Paco, superior... Como que jace ya la mar de tiempo que no dice esta boca es mía.
-Pero qué, ¿murió el pobre señor Paco?
-¡Pos sa menester venir de la luna pa preguntarlo! ¡Pos no jace ya fecha que agüecó el ala y se fue a la otra vera der río!
-¿Y la señá Frasquita?
-Esa entoavía parpaguea, pero jechita la mar de dobleces. ¡Como que está que cabe en un canutero!
-Y Rosario, ¿qué ha sío de ella?
-¿De quién? ¿De Rosario? Esa sí que está que jierve de güena moza, ¡camará! Como que no se le puée mirar un rato seguío, porque se le jace a uno la lengua estopa y la saliva goma laca. ¡Es mucha jembra la Rosario!
-¿Y se mantiene sortera?
Y esto lo preguntó el forastero como se pregunta algo que se teme saber.
-No, señó; que está casá desde jace mu poquito: tres u cuatro meses hará que se subió a la bolina. ¡Como que ya tenían brotes las cepas!
-¡Ah, conque se ha casao! -exclamó el desconocido con voz sorda, arrugando entre sus dedos el cordobés que mantenía sobre sus rodillas, mientras una ráfaga tempestuosa resbalaba por sus negrísimos ojos.
- ¡Vaya! -continuó el Bellotero sin parar mientes en lo que a su compañero le ocurría-. Y con un mozo que, mejorando lo presente, nunca le podrá pagar a Dios lo que Dios le dio a manos llenas: güenas rentas, güen corazón, güen tronco y mejores ramas. Pero si usté le conocerá; si con quien se ha casao ha sío con Currito, el hijo de los Tramoya, los de Echevarría.
-No, no le conozco. Pero la Rosarito, ¿no tenía un novio?
-Si que lo tenía, y por mo de ese novio ha pasao la probe más fatigas que un asmático. Porque como cuando su novio, un zagalete más vivo que un rayo, sigún dicen, tomó el portante y se largó en busca de fortuna a Chile u al Perú, ella le prometió esperarlo diez años largos e talle..., pos velay usté..., Cuando se le arrimó Currito, pos le dijo a Currito que perdonara por Dios. Pero como Currito tiée para comer y pa que le cante un ciego, y del novio que se le había dío no tenían noticias ningunas, y ya se les había muerto el señor Paco, y se habían quedao diciendo aquello de «hoy ayuno y mañana no me esayuno»..., pos velay usté. La señá Frasquita empezó a apretar más que un tornillo pa que la Rosario apechugara con Currito, y Rosarillo le contestó que de casarse con arguien se casaría con él, pero que no lo jacía hasta que pasasen los diez años que había prometío esperar al otro. Y Curro se conformó, y na, que pasaron los diez años, y como el que se había dío ar Perú no ha dicho pío tan siquiera..., pos velay usté..., la Rosario ya hoy es toica entera del hijo de los Tramoyas, Currito el Abulaguero.
Al desconocido, a medida que el Bellotero hablaba, habíasele ido poniendo lívido el semblante, y cuando aquél hubo dado fin a su pintoresca plática, exclamó con acento en que había puesto sus más roncas inflexiones la pena:
-¡Jizo bien! Pero y si el zagalete, su novio primero, no la hubiera olvidao y hubiera agenciao pa compartirlos con ella cuatro maraveíses y alora vorviera del Perú, ¿qué es lo que harías tu en lugar del zagalete?
-Pos míe usté: si a mí me pasara eso, pos agüecaría el ala y me iría en busca de otra paloma, porque Rosario ha cumplío como güena aguantando diez años de carencias y pesaumbres, y si ahora la probe está tranquila, ¡no sería yo, en el pellejo del zagal, el que le quitara el vivir a gusto con su marío entre sus cuatro paeres!
-Y eso, eso mismo haría fijamente el zagal si volviera alguna vez de las Indias... Pero mira tú: ¿sabes que ya no tengo más ganas de seguir pechos arriba? Con que vámonos pa abajo, que ya vorveré otro día.
-Pero si la Poerosa, en descansando una miaja, es capaz de llevarnos al pico del Tenerife.
-¡No, eja ya hoy al animal y vámanos ya pa abajo, que ya se me ha quitao la gana de dir a Triquitraque!
Y cinco minutos después...
-¡Riá, riaaá, Poerosa! -gritaba el Bellotero, a la vez que crugía hábilmente el látigo.
El caballo desherrábase galopando por las pendientes más suaves, y el desconocido, graves y sombríos los negrísimos ojos, arrojaba sobre los rojizos montes una de esas miradas con que solemos despedirnos de una alegría que se va o de una esperanza que muere.
España. Rev. de la Asoc. Pat. Esp. Buenos Aires, 2-X-1905.