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Arturo Reyes
Niñas, el carbonero
-¡Niñas, el carbonero! -gritó Paco el de Mairena, penetrando en el Altozano precedido de la pacífica Platera, que caminaba lentamente agobiada por el peso de los enormes serones llenos de la aún más negra mercancía con que nuestro protagonista ganábase honradamente los garbanzos para el indispensable puchero.
Como, aunque de invierno, la mañana parecía de primavera y el sol caía como áurea y resplandeciente caricia y ostentaba el cielo su más intenso azul y apenas si una brisa suave hacía ondular las flores, que en miserables tiestos y malparadas macetas lucían acá y acullá sus vivísimos colores en balconcillos a los que se llega con las manos, y en ventanas al nivel casi del no limpísimo suelo; como el día, repetimos, era de los que dieron y dan fama a esta tierra andaluza, en la que Dios quiera nos den las penas sus últimos acosones y nos visen el pasaporte cuando sea llegada la hora de izar el ancla con rumbo desconocido, y como el día era, en fin, archisuperiorísimo, que diría cualquiera de los prohombres de mi repertorio, vecinas y vecinos llenaban la calle en alegres corrillos y en pintorescas agrupaciones.
Allí, casi en el arroyo, estaba lo más selecto de la Cruz Verde: el tío Campanita, el más ilustre y famoso de los decanos de la gitanería del siglo que tan mal empieza; Pepe el Charavasca, Currito el Cantinero, Perico el No me olvies, y veinte más, todos hombres a los que por envidia que les tienen -según ellos afirman- no dejan nunca reposar tranquilos en sus humildes lares los de la Benemérita ni los de la Secreta, en cuanto en la capital o sus alrededores por arte de encantamiento se «volatiza» un penco o desaparece un pollino.
Además de los representantes del sexo viril, no el mas débil dejaba de tener allí representación valiosísima, y sentadas, acá y acullá también, sobre el mal empedrado suelo, lucían sus haraposas vestiduras de colores, si vivos un tiempo, ya un tantico apagados por antiguas suciedades; los semblantes renegridos, algunos de gracioso perfil y ojos magníficos; los pies descalzos y el principio de la pantorrilla curtidos por la intemperie y el pelo sucio y aceitoso, cayéndole sobre la nuca en enorme castaña, engalanado con alguna flor de tallo larguísimo y de perfumado broche.
-¡Niñas, el carbonero! -gritó de nuevo el de Mairena, y al conjuro de su voz dejó precipitadamente Rosario el lebrillo en que luchaba denodadamente por devolver a algunas prendas interiores su primitiva blancura, y con las mangas de la chaquetilla arrollada en los brazos redondos y bien dibujados, aprisionándose casi del todo la esbelta cintura con ambas manos; revuelto el pelo negrísimo y rizoso, haciendo sonar de modo rápido, no las bordadas chinelas, sino dos brodequines fuera de uso y convertidos en babuchas merced a dos martillazos en el contrafuerte; un tanto jadeante la respiración, arrogante y mal jateada y riente y animado el rostro juvenil y bellísimo, lanzóse a la puerta de la calle mientras su madre le gritaba con voz gangosa:
-¿Aónde vas, castigo?
-¡Aónde ha de ser!, al Parque, de paseo.
-Pero si toavía no han enganchao er coche, maravilla.
Y mientras tenía lugar esta escena en casa de Rosario la Pipiola, Antoñico el barbero también al oír la voz de Paco y el campanilleo de la Platera:
-Usté perdone -díjole al tío Capachos, al que acababa de afeitar un carrillo, y navaja en mano lanzóse a la puerta de su establecimiento, un chiribitil de dos metros en cuadro y en el que lucían varios sillones acreedores a competir con los de más remota fabricación; algunos espejos que bien merecían ser calificados de viles calumniadores por los que en ellos pretendían verse reproducidos; un perchero de nogal; dos cartelones con los nombres preclarísimos del Rerre y del Machaco, a dos tintas; una guitarra de las que casi tocan solas, con su gran moño de colores en el extremo del mástil; una jaula en que un verdón parecía reclamar con su carretilla vibrante y monótona la presencia de los agentes de la autoridad, y una banqueta forrada de yute, sobre la que, abierto por una de sus páginas más interesantes, invitaba a su lectura un volumen no recordamos bien si El Chato de Benamejí o Los Siete Niños de Écija.
-Pero, ¿qué haces, asesino?, ¿no ves que con la humedá me va a coger una purmonía este pómulo? -gritóle a Antonio el viejo, señalándose con el índice el aún sin rasurar y copiosamente enjabonado.
Antonio no oyó las elocuentes palabras del respetabilísimo viejo. Lo que le pasaba era para entumecerle el tímpano a cualquiera; le ardía la sangre y algo hubiera dado en aquellos instantes por zambullirse en un baño de cuajaíta; no era para menos: ya estaba como todos los días Rosario en la puerta de la calle, sólo por el gusto de ver pasar al de Mairena; ¡aquello era para poner tarumba, al de más luces!, ser despreciado por causa de Paco, de aquel gachó para sacar en luz al cual se necesitaba todo un cargamento, no ya de sal sosa, sino de espíritu de vino; ¡y ser él la víctima!, él, que según rezaba la partida de bautismo, acababa de cumplir los veinticuatro abriles; él, que según los espejos y el decir de las gentes era de lo más bizarro del distrito; él, que se lavaba todos los días y se gas taba casi un tarro de aceite de almendras dulces con esencia de bergamota, en dejarse la cabeza como si fuera de cristal; él, que tenía un establecimiento acreditadísimo y un traje de reserva para las grandes solemnidades.
-Pero, mal reventío des por ladrón, que eres, ¿hay en la calle corrías de bicicletas?
Y el tío Capachos, ya impaciente, con el paño al cuello y aún un carrillo limpio y pulido y con el otro embarrizado en jabón, dejó el enorme sitial y dirigióse a la puerta.
-¡Ah!, pero ¿entoavía andas tú cimbeleando a la luna? -exclamó con acento irónico al ver los ojos de Antonio clavados con amante y celosa expresión en Rosario, que, a su vez, clavaba los suyos resplandecientes en los de Paco el de Mairena.
-Sí, señó, toavía y lo que le quéa -repúsole el muchacho con voz sorda y vibrante.
-Pos déjate ya de eso, que lo que es a esa gachí no le costeas tú el cuarto de gallina ni los bizcochos mostachones.
-¿Y eso por quién, por mó de ése?, ¡a ése lo jago yo cisco y lo vendo por carboncilla! ¡por ése... despreciarme a mí! ¡por ése!
-Y tú sabes lo que es ése cuando se escamonda y suelta los trapos de la briega y se pone un terno que tiée de elasticotín y se tira er pavero atrás y abre er pico que se canta el gachó unas soleares que me río yo del Litré y del Picotúo... cuando ese gachó hace tó eso, hipo le da a la jembra de más aguante.
-¿Y cuánto le da a usté el Paco por tó eso que usté dice? -preguntóle con voz colérica Antonio.
-Pos to el carbón que se quema en mis cubriles, que no es poco, porque allí tó semos enemigos de las jornillas de gas.
-Por vía e Dios; ¡pos no se ha arrimao a la Rosario! -exclamó lleno de ira el barbero, mirando a su rival con ojos relampagueantes de ira.
-¿Pos te crees tú que la Rosario está de centinela en un porvorín?
-¡Pero si es que nunca se ha arrimao a ella!
-Yo tampoco me había purgao jasta la primera vez que me purgué; eso pasa siempre en la vía.
-¡Y cómo se ríen los dos!
-Pero, ¿te crees tú que el Paco se le ha arrimao pa darle argún pésame?
-Pero si me parece que estoy ensoñando, que esto es una pesaílla.
-Pos no te lo pienses, mi palabra de honor que estás dispierto; que ese que tú ves a la verita de Rosario es Paco el de Mairena, el que además de vender hoy carbón es el que corta el bacalao.
-¿En qué parte de su persona quiere usté que le meta yo la dentellá que le voy a meter a usté? -exclamó revolviéndose iracundo, con el semblante lívido y contraído, siniestra la mirada, y amenazadora la actitud, contra el tío Capachos el barbero del Altozano.
El viejo dio un paso atrás y repúsole con menos irónico acento:
-Perdona, hombre, que no es pa tanto; yo no creía que te doliera tanto la cosa; si yo lo hubiera sabío no meto yo el percal anoche en cá de la Trini como lo metí, pa arreglar ese mal negocio.
-¡Ah! Pero ¿fue usté el que los arregló? ¿Fue usté?
Y de tal modo hubo de decir estas palabras Antoñuelo, tan ferozmente le hubieron de brillar los ojos; de modo tan amenazador vio relampaguear en su mano crispada la afiladísima «barbera», que cinco minutos después penetraba el tío Capachos en la barbería del Butibamba y decíale a éste con acento compungido, mostrándole la mejilla aún sin afeitar y aún casi llena de jabonosas espumas:
-Hombre, Butibamba, por el amor de Dios... ¡este carrillo!
-Pero ¿qué es eso? ¿es que no ha tenío usté pa pagar más que medio afeitáo?
Y mientras el Butibamba daba glorioso remate a la obra comenzada por Antoñuelo en mal hora para el tío Capachos, éste contábale lo ocurrido en florido y pintoresco lenguaje, y allá en el Altozano, Antonio casi lloraba de pena y de ira sobre sus ilusiones muertas, y embriagábanse de amor, mirándose con intensa y amorosa avidez, Rosario la Pipiola y Francisco el de Mairena, uno de los hombres más famosos y juncales de los muchos juncales y famosos de los que venden carbón en mi Málaga la Bella.