Un mundo de conocimiento
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    Benito Pérez Galdós

    Celín

    Capítulo I

    Que trata de las pomposas exequias del señorito Polvoranca en la movible ciudad de Turris.

    Cuenta Gaspar Díez de Turris, cronista de las dos casas ilustres de Polvoranca y de Pioz, que el capitán D. Galaor, primogénito del marquesado de Polvoranca, murió de un tabardillo pintado el último día de Octubre, y le enterraron en una de las capillas de Santa María del Buen Fin el 1.º de Noviembre, día de Todos los Santos. El año de esta desgracia no consta en la Crónica, ni hay posibilidad de fijarlo, porque todo el documento es pura confusión en lo tocante a cronología, como si el autor hubiera querido hacer mangas y capirotes de la ley del tiempo. Tan pronto nos habla de cosas y personas que semejan de pasados siglos, como se nos descuelga con otras que al nuestro y a los días que vivimos pertenecen; por lo cual le entran a uno tentaciones de creer cierto run run que la tradición nos ha transmitido referente al tal Díez de Turris; y es que después de las comidas solía corregirse la flaqueza de estómago con un medicamento que no se compra en la botica, siendo tal su afición, que el codo lo tenía casi siempre en alto hasta la hora de la cena, y aun después de esta, que era cuando escribía. Estaba, pues, el hombre tan inspirado, que hasta el manuscrito que a la vista tengo conserva todavía el olor.

    Pues, como decía, dieron tierra al capitán D. Galaor la víspera de los Difuntos, con tanta pompa y tan lucido acompañamiento de personas principales, que en Turris no se había visto nunca cosa semejante. Veinticinco años tenía el joven, gloria extinguida y esperanza marchita de sus papás. Había despuntado con igual precocidad en las armas y en las letras, y aunque no llegó a consumar ninguna sonante proeza con la espada ni con la pluma, sin duda estaba llamado a asombrar al mundo cuando la ocasión llegase. Su muerte fue muy sentida en todo el Reino, mayormente en aquella parte donde radican los estados de Polvoranca y de Pioz, casas un tiempo divididas por rencillas de caciquismo, después reconciliadas en bien de la República. Habitaban los dignos jefes de estas históricas familias en la opulenta ciudad de Turris, a quien baña el caudaloso Alcana, de variable curso, y fue prenda final de su concordia el concertado matrimonio de D. Galaor de Polvoranca con Diana de Pioz, hija única del marqués de Pioz, cuyos títulos, honores y preeminencias rebasaban el papel de la Crónica, si se pusiesen todos en ellas. La muerte, según dice Díez de Turris con patética elegancia, demolió en un día el sólido alcázar de estos planes. Ella y él habían nacido, como es uso decir, el uno para el otro. Era Dianita una chica (así lo reza el historiador) de prendas tan excelentes, que no se han inventado aún palabras con que deban ser encarecidas, pues si en hermosura daba quince y raya a todas las hembras del Reino, en discreción, saber y talento se las apostaba con los turriotas más ilustres, académicos, teólogos, oradores, publicistas calzados y pensadores descalzos que iban de tertulia al palacio de Pioz.

    El dolor de esta sin par damisela, cuando le dieron la noticia del fallecimiento de su novio fue tan vivo, que no perdió el juicio por milagro de Dios. El marqués y su hija se abrazaron llorando, y las lágrimas de uno y otro se mezclaban, empapándoles la ropa. Al papá se le puso tan perdida la golilla que se la tuvo que quitar, y la falda de Diana se podía torcer. Entráronle a la niña convulsiones, y después una congoja tan fuerte, que pensaron se quedaba en ella. Gracias al pronto auxilio de los mejores médicos de Turris, que acudieron llamados por teléfono, y a los consuelos cristianos que echó por aquel pico de oro el capellán de la casa, filósofo de la Orden de Predicadores y hombre muy consolador, a la niña se le aplacaron los alborotados nervios. Metiéronla en el lecho sus doncellas, y en él siguió llorando, aunque resignada. Si las lágrimas fuesen perlas -dice muy serio Gaspar Díez-, conforme sienten y afirman los poetas, en aquel caso se habrían podido recoger entre las sábanas algunos celemines de ellas.

    Verificose el entierro con pompa nunca vista. Los periódicos de la mañana echaron en cuarta plana la papeleta con un rosario de títulos y honores, encerrados en negra orla. El carro fúnebre iba tirado por ocho caballos con negros caparazones bordados de oro. Los lacayos de la casa de Polvoranca, vestidos a la borgoñona, llevaban hachas, y los niños del Hospicio estrenaron las dalmáticas de luto que para tales casos les hizo por contrata la Diputación. Presidía el Capitán general, llevando a su derecha a dos señores senadores y a su izquierda a D. Beltrán de Pioz, que había sido virrey del Perú, al Inspector de la Santa Hermandad, y al licenciado Fray Martín de Celenque, subsecretario del Santo Oficio. Iban también todos los individuos de la Junta Directiva del Ateneo, presididos por el Prior de la Merced, la oficialidad del tercio de Sicilia, varios alcaldes de Corte, lo más granado de la Sociedad Protectora de los Peces, algunos consejeros de Indias y de órdenes, y toda la plana mayor del Consejo de Administración del Ferrocarril de Turris a Utopía. La venerada Archicofradía del A. B. C. iba completa, cubiertos los cofrades con ropa negra de penitente y capuchón colorado, y detrás seguían los masones, tan respetables con sus mandiles, que se confundían con los padres dominicos. Llevaban las cintas del féretro un teniente del tercio de Sicilia, a que pertenecía el finado, un caballero del hábito de Santiago el Verde, un socio del club de pescadores de Turris, un padre jesuita (por haber recibido el D. Galaor su educación primera en un falansterio de la Compañía), un jovencito de la Academia de Jurisprudencia, y otro de la Sociedad kantiana de San Luis Gonzaga, donde el malogrado Polvoranca había leído su memoria sobre la organización militar a la prusiana.

    Hubo gran funeral de cuerpo presente en Santa María, con mucha clerecía, canto llano y orquesta. Ofició el Obispo de la diócesis, que era también senador y del Consejo y Cámara de Castilla, y subió al púlpito el doctor Ramírez Cobos, lector en teología y presidente de la sección de Cánones del Ateneo, el cual pronunció la oración fúnebre. Los taquígrafos la tomaron puntualmente y salió en los periódicos de la noche. Después llevaron el cuerpo a la capilla del Espíritu Santo. La muerte había respetado las agraciadas facciones del joven, que más parecía dormido que difunto. Diósele sepultura junto a las tumbas de esclarecidos varones de las familias de Polvoranca y de Pioz, que en la tal capilla tienen desde tiempo inmemorial sus enterramientos. Allí está el Gran Maestro de Pioz, general de las galeras de S. M., terror del turco y del veneciano, y su estatua yacente, vestida con hábito de almirante, empuñando la estaca de mando, pone miedo a cuantos la contemplan; allí la ilustre doña Leonor de Polvoranca, casada en primeras nupcias con un hermano del palatino de Hungría y en segundos con D. Ataúlfo de Pioz, jefe superior de Administración y colector de espolios; allí el marmóreo busto del Adelantado de Hacienda, poeta excelso que compuso en octavas reales la epopeya de las Rentas, y recogió en su Flora selecta de rimas económicas toda la poesía del siglo de oro de nuestros financieros más inspirados; allí el gran D. Lope de Pioz, caballerizo mayor del Congreso y gentilhombre del Ayuntamiento constitucional de Turris; allí, en fin, empotrados en nichos murales o sepultados bajo losas con peregrinos epitafios, otros muchos varones y hembras tan insignes, que la Fama, cuando tiene que pregonarlos a todos, como dice galanamente el cronista, es queda, asmática para ocho días y con los labios hinchados de tanto soplar la trompa.

    En resolución, que somos polvo, aun siendo Polvoranca (esta es también frase del escritor iluminado); y luego que pusieron sobre la removida tierra las coronas dedicadas al muerto por su familia y amigos, retiráronse estos afligidísimos a catar el espléndido lunch con que les obsequiaron el capellán y coadjutores de Santa María del Buen Fin.

    Y vino la noche sobre Turris, dejando caer antes un velo de neblina sutil, que mermaba y desleía el brillo de las luces de gas. Este vapor húmedo y fresco, condensándose en las aceras, las hacía resbaladizas, y los adoquines brillaban como si les hubieran dado una mano de negro jabón. Los caballos de los coches echaban por sus narizotas gruesos chorros de vapor luminoso: y todo se iba empañando, desvaneciendo; las líneas se alejaban, las formas se perdían. Poco después empezaron los chicos a vocear los periódicos de la noche con la llegada de los galeones de Indias. La gente acudía a los teatros a ver el D. Juan Tenorio, los cafés estaban llenos de parroquianos, y las tiendas de lujo apagaron el gas, porque los cristales de los escaparates estaban empañados y nada se podía ver de lo que dentro se exponía. Algunas rondas de penitentes circulaban por las principales calles, rezando en alta voz el Santo Rosario, y como era noche de Difuntos, había muchos puestos de castañas, y las campanas de todas las iglesias, así como las de las sociedades literarias y científicas, atronaban el aire con sus fúnebres lamentos.

    Capítulo II

    La inconsolable

    Profundamente abatida, Diana de Pioz se resistía a tomar alimento y a pronunciar palabra. Su desconsolado papá, el egregio marqués, empleaba, para sacarla de aquella postración lúgubre, todos los recursos de su facundia parlamentaria. Era hombre que hablaba por siete, y en el Senado no había quien le echara el pie delante en ilustrar todas las cuestiones que iban saliendo. Su especialidad era la estadística, y con las resmas de números que llevaba en los bolsillos probaba todo cuanto quería. No había sesión en que no se le oyera un par de horas, siempre indignado, entreverando el largo discurso con repetidas tomas de rapé, y marcando las frases con la coleta de su peluca, que por detrás de la cabeza, extendíase a tan considerable distancia, que ningún senador podía sentarse a espaldas del marqués sin recibir algún zurriagazo.

    Cierro el paréntesis y sigo. Diana, fingiéndose más consolada para que su papá la dejara sola, dijo que quería dormir. Mandó retirar también a sus doncellas, y buen rato estuvo atenta al vocerío de las campanas, contando los segundos que mediaban entre son y son, y sintiendo como un goce terrible en el temblor que le producían las vibraciones del metal rasgando el aire. Prolongó una hora, dos horas aquella delectación de su mente extraviada, y cuando calculó quo todos los habitantes del palacio dormían, saltó resueltamente del lecho. Su irremediable pena le había sugerido la idea de quitarse la vida, idea muy bonita y muy espiritual, porque, hablando en plata, ¿qué iba sacando ella con sobrevivir a su prometido? ¡Ni cómo era posible tolerar aquel dolor inmenso que le atenazaba las entrañas! Nada, nada, matarse, saltar desde el borde obscuro de esta vida insufrible a otra en que todo debía de ser amor, luz y dicha. Ya vería el mundo quién era ella y qué geniecillo tenía para aguantar los bromazos de la miseria humana. Esta idea, mezcla extraña de dolor y orgullo, se completaba con la seguridad de que ella y su amado se juntarían en matrimonio eterno y eternamente joven y puro; ayuntamiento lleno de pureza y tan etéreo como las esferas rosadas y sin fin por donde entrambos volarían abrazados. Por su inexperiencia del mundo y por su educación puramente idealista, por la índole de sus gustos y aficiones artísticas y literarias, hasta la fecha aquella de su corta vida Diana consideraba la humana existencia en su parte más inmediatamente unida a la naturaleza visible, como una esclavitud cuyas cadenas son la grosería y la animalidad. Romper esta esclavitud es librarnos de la degradación y apartarnos de mil cosas poco gratas a todo ser de delicado temple.

    Abro otro paréntesis para decir que aquella gran casa de Pioz, de remotísima antigüedad, tenía por patrono al Espíritu Santo. La imagen de la paloma campeaba en el escudo de la familia y era emblema, amuleto y marca heráldica de todos los Pioces que habían existido en el mundo. La paloma resaltaba esculpida en las torres vetustas y en las puertas y ventanas del palacio, tallada en los muebles de nogal, bordada en las cortinas, grabada con cerco de piedras preciosas en la tabaquera del marqués, en los anillos de Diana, en todas sus joyas, y hasta estampada por el maestro de obra prima en las suelas de sus zapatos. Diana tenía costumbre de invocar a la tercera persona de la Trinidad en todos los actos de su vida, así comunes como extraordinarios, por lo cual en esta tremenda ocasión que acabo de mencionar, convirtió la niña su espíritu hacia la paloma tutelar de los ilustres Pioces, y después de una corta oración, se salió con esto: «Sí, pichón de mi casa, tú me has inspirado esta sublime idea, tuya es, y a ti me encomiendo para que me ayudes».

    En su desvarío cerebral, Diana, conservaba un tino perfecto para las ideas secundarias, y no se equivocó en ningún detalle del acto de vestirse: ni se puso las medias al revés, ni hizo nada que pudiera deslucir su gallarda persona, después de vestida. Veía con claridad todo lo concerniente al atavío de una dama que va a salir a la calle, atavío que el decoro y el buen gusto deben inspirar, aun cuando una vaya a matarse. El espejo la aduló, como siempre, y ambos estuvieron de consulta un ratito... Por supuesto, era una ridiculez salir de sombrero. Como el frío no apretaba mucho, púsose chaquetilla de terciopelo negro, muy elegante, falda de seda, sobre la cual brillaba la escarcela riquísima bordada de oro. En el pecho se prendió un alfiler con la imagen de su amado. Zapatos rojos (que eran la moda entonces) sobre medias negras concluían su persona por abajo, y por arriba el pelo recogido en la coronilla, con horquilla de oro y brillantes en la cima del moño. Envolviose toda en manto negro, el manto clásico de las comedias, el cual la cubría de pies a cabeza, y ensayó al espejo el embozarse bien y taparse como una máscara, no dejando ver más que ojo y medio, y a veces un ojo sólo. ¡Qué bien estaba y qué gallardamente manejaba el tapujito! El misterioso rebozo marcaba en lo alto la cúspide puntiaguda del moño, y caía después, dibujando con severa línea el busto delicado, la oprimida cintura, las caderas, todo lo demás de la airosa lámina de la joven. En aquel tiempo se usaban muy exagerados esos aditamentos que llaman polisones, y el manto marcaba también, como es natural, el que Diana se puso, que no era de los más chicos, cayendo después hasta dos dedos del suelo, donde se entreparecían los pies menuditos y rojos de la enamorada y espiritual niña... Vamos: era la fantasma más mona que se podría imaginar.

    Cogió una llave que en su vargueño guardaba, y salió. Era la llave de la escalerilla de caracol que comunicaba la biblioteca y armería con el jardín. Tiqui, tiqui, se escurrió bonitamente Diana por un pasadizo, y luego atravesó dos o tres salas, a obscuras, palpando las paredes y los muebles, hasta que llegó a la biblioteca. Abrió, cuidando de no hacer ruido, la puerta de la escalera de caracol, y tiqui, tiqui, bajo los gastados escalones, hasta encontrarse en el jardín. Cómo pasó de este al gran patio, y del patio a la calle burlando la vigilancia de la ronda nocturna del palacio, es cosa que no declara el cronista. Lo que sí expresa terminantemente es que en el tiempo que duró el largo tránsito por tenebrosas galerías, escaleras, terrazas, poternas y fosos hasta llegar a la calle, iba pensando la niña en la forma y manera de consumar la saludable liberación que proyectaba. Su mente descartó pronto algunos sistemas de morir muy usados entre los suicidas, pero que a ella no le hacían maldita gracia. Fácil le hubiera sido coger en la armería de su papá un mosquete o un revólver; pero ni sabía cargar estas armas, ni estaba segura de saber pegarse el tirito fatal. Puñal, daga o alfange no le petaban, por aquello de que se puedo uno quedar medio vivo; y los venenos son repugnantes porque ponen el estómago perdido y quizás hay que vomitar... Nada, lo mejor y más práctico era tirarse al río. Cuestión de unos minutos de pataleo en el agua, y luego el no padecer y el despertar en la vida inmortal y luminosa.

    Capítulo III

    Trátase de la ciudad movible y del río vagabundo

    Tomada la resolución de ahogarse, Diana pensó que debía ir antes a visitar el sepulcro de D. Galaor; pero al dar los primeros pasos en la calle se sobrecogió, pues la obscuridad de la noche y la extensión laberíntica de la gran ciudad de Turris, no le permitirían acaso encontrar la iglesia del Buen Fin sin que alguien la guiase. Miró a diestro y siniestro, pero como por todos lados viera techos negros, torres altísimas, almenados muros y pináculos góticos, la pobre niña no sabía a dónde volverse. La niebla no se había disipado, aunque era ya menos densa que al anochecer, y los edificios se dibujaban, entre la penumbra blanquecina, mayores de lo que realmente eran. La inconsolable discurrió que lo mejor era andar a la ventura, confiando en que su protector el Espíritu Santo la conduciría sin tropiezo al través de las dificultades permanentes y ocasionales de la topografía de la ciudad.

    Hay que hacer ahora una aclaración de carácter geográfico, que sorprenderá mucho al lector, y en la cual insiste mucho el cronista, asegurando en forma de juramento, que el día en que escribió esta parte de su relación no cometió exceso antes ni después de la cena. Pues ello es un fenómeno físico, peculiar de la ciudad de Turris, y que en ninguna otra parte del globo se ha manifestado nunca, como sienten Estrabón y dos graves autores más. La ciudad de Turris se mueve. No se trata de terremotos, no: es que la ciudad anda, por declinación misteriosa del suelo, y sus extensos barrios cambian de sitio sin que los edificios sientan la más ligera oscilación, ni puedan los turriotas apreciar el movimiento misterioso que de una parto a otra les lleva. Se parece, según feliz expresión del cronista, a un gran animal que hoy estira una calle y mañana enrosca un paseo. A veces la calle que anocheció curva, amanece recta, sin que se pueda fijar el momento del cambio. Los barrios del Norte se trasladan inopinadamente al Sur. Los turriotas, al levantarse todas las mañanas, tienen que enterarse de las variaciones topográficas ocurridas durante la noche, pues a lo mejor aparece el Tribunal de Cuentas al lado de la Plaza de toros, y el Congreso frente al Depósito de caballos padres.

    El centro de la ciudad se mueve poco y rara vez. Los radios son los que van de aquí para allí con movimiento tan inapreciable a los sentidos, directamente, cual la rotación cósmica del planeta. Las arterias radiales de la ciudad y sus extremidades son las que se revuelven, se cruzan y se enroscan como los rejos del pulpo. Lo más particular es que las líneas de tranvías sufren poco o nada, pues sus carriles se acomodan a la dirección del movimiento. El inaudito fenómeno se verifica casi siempre de noche. El Municipio tiene pregoneros que salen por las mañanas voceando la nueva topografía, y se ponen carteles diciendo, por ejemplo: «La cárcel se ha corrido al Oeste. Hay tendencias en el Senado a derivar hacia los Pozos de nieve. La Bolsa firme (quiere decir que no se ha movido). El convento de Padres Capuchinos Agonizantes, unido a la Dirección de Infantería y al Hotel de Bagdad, marcha, costeando el barrio de los judíos, hacia la Fábrica del gas». Cierto que este fenómeno, único en el globo, tiene sus inconvenientes, porque no se sabe nunca, en tal ciudad, de quién es uno vecino y de quién no; pero hay que reconocer que no carece de ventajas, pues cuando un turriota sale, a altas horas de la noche, de una francachela, con la cabeza un poco mareada, no necesita fatigarse para ir a su casa, sino que se está quietecito, arrimado a un guardacantón, esperando a que pase la puerta de su vivienda para meterse en ella tan tranquilo.

    Es, pues, de saber que Diana tiró por la primera calle que a su vista se ofrecía. El lamentar de las campanas, en vez de intimidarla, le prestaba más ánimos, confirmando en lenguaje solemne sus propios pensamientos. Pasó por las calles céntricas y comerciales, bulliciosas de día, a tal hora casi desiertas. Ya había salido el público de los teatros, y en los cafés había bastante gente cenando o tomando chocolate. Los vendedores de periódicos voceaban perezosos, deseando vender los últimos ejemplares. Diana reparó en algunas mujeres con manto, que no parecían trigo limpio, y hombres que las seguían y alborotaban con ellas en animado grupo. Oyó ruido de espuelas, y vio caballos envueltos en capas negras o rojas, mostrando la espada a la manera de un rabo tieso que alzaba la tela. Paseando por barrios excéntricos, donde observó secreteos en las rejas, llegó a una calle donde había muchas tabernas y gente de malos modos y peores palabras que escandalizaba a ciencia y paciencia de los cuadrilleros de Orden público, los cuales, plantados en las esquinas, como estatuas, encajonada la cara en las golillas, tapándose la boca con el ferreruelo, más parecían durmientes que vigilantes.

    Atravesó después la niña un tenebroso parque, y hallose, por fin, en sitio solitario y abierto. Vio pasar una gran torre que iba de Norte a Sur, cual un fantasma, y como al mismo tiempo sonaban en ella las campanas, el eco de estas se arrastraba por el aire a modo de cabellera. Fábricas monstruosas con altísimas chimeneas pasaron también como escuadrón que marcha al combate con los fusiles al hombro; después vio ante sí los resplandores de la Fábrica del gas. Pasaron algunos hombres encapuchados, que debían de ser la ronda del Santo Oficio. La inconsolable se ocultó en la sombra de una casa destechada. Pasaron, tras la ronda, penitentes que se daban de zurriagazos sin piedad; luego, empleados del resguardo que iban a relevarse en los puestos; en pos, un borracho que trazaba con inseguro paso rúbricas sin fin en el suelo húmedo. La joven, asustada de su soledad y sin esperanza de encontrar la iglesia del Buen Fin, no se atrevía a preguntar a nadie. Por último oyó una voz infantil que cantaba el himno da Riego, mejor dicho, lo silbaba con música semejante a la que aprenden los mirlos enjaulados a las puertas de las zapaterías. Aquella tierna voz le inspiró confianza. Un niño como de seis años avanzaba con marcial continente, marcando el paso doble y agitando un palito con la mano derecha, en perfecta imitación de los gestos de un tambor mayor al frente del regimiento.

    Discurrió la damisela que aquel gallardo rapaz podría darle informes mejor que cualquier gandul desvergonzado y... «¡Pst... chiquillo, ven acá!...».

    Parose en firme el muchacho al ver salir de la sombra la esbelta figura, y cuando reparó que era una dama, llevose la mano al andrajo que por gorra tenía.

    -Chiquillo -añadió ella- ¿quieres decirme si está por aquí Santa María del Buen Fin? Y si está lejos, ¿qué camino debo tomar? Te daré una buena propina si no me engañas.

    El muchacho se cuadró ante la señorita de Pioz, y con desenvuelta palabra y ademanes más desenvueltos todavía, le dijo:

    -¡El Buen Fin! Muy cerca está. ¿Ves aquella torre que acaba de parar?... Allí es. Yo te enseñaré el camino.

    -¡Ay! hijo, ¡qué alegría me das!... Pero ponte la gorra que hace frío. Mira (sacando una moneda de su escarcela) ¿ves este ducadito de once reales? Pues es para ti si te portas bien.

    Los ojos del chico brillaron de tal modo al ver la moneda, que Diana creyó tener delante dos estrellas. Sin decir nada, el rapaz echó a andar, silbando otra vez su patriotera música, y marcando el paso vivo, con mucho meneo del brazo derecho, a estilo de cazadores.

    -Oye, niño -le dijo la inconsolable que no quería ser precedida por una banda militar-. Vale más que vayamos calladitos. No nos conviene llamar la atención... ¿Te parece?

    Callose el guía y dio dos o tres brincos u zapatetas con tanta ligereza, que la niña de Pioz no pudo menos de sonreír un poco.

    -Pobrecillo (poniéndole la mano en la cabeza), ¡y qué mal estás de ropa!

    Efectivamente, el chico llevaba unos gregüescos cortos, las piernas al aire, los pies descalzos. El cuerpo ostentaba un juboncillo con cuchilladas, mejor dicho, roturas por donde se le veían las carnes. Su gorra informe tenía por cintillo una cuerda de esparto, y otra prenda del mismo jaez le apretaba la cintura para que no se le cayesen los gregüescos.

    -¿No tienes frío? -le preguntó compadecida la señorita.

    -No tal -replicó el otro saltando un gran trecho; y se puso a dar vueltas de carnero tan repetidas y con tanta presteza, que mareaba verle.

    Tanta gracia y ligereza excitaron más la compasión de Diana, y siguiéndole por un callejón sombrío y tortuoso, le dijo:

    -Mayor recompensa de la que te ofrecí te daré, si te portas bien conmigo. ¿Cómo te llamas?

    -Celín, para servirte.

    -¿Tienes padre?

    -Sí; pero no está aquí.

    -¿Dónde?

    Celín, dando un gran brinco, señaló a una estrella.

    -¡Ah! eres huérfano. ¿De qué vives? ¿Pides limosna? ¡Pobrecito! ¿Y quién te ampara? ¿Dónde vives? ¿Dónde duermes?

    Celín contestó dando brincos mayores, y Diana admiraba la extraordinaria agilidad del muchacho, que al levantar los pies del suelo, brincaba hasta alturas increíbles.

    -Chiquillo, pareces un pájaro... Cuéntame, ¿de qué vives tú? ¿Tienes hambre? Si pasáramos por una tienda te compraría pasteles... ¿Acaso vives tú, como otros niños vagabundos, de merodear en los mercados y de desbalijar a los caminantes? Eso es muy malo, Celín... Si yo no fuera adonde voy, te protegería... A propósito: después que me lleves al Buen Fin, me llevarás al río Alcana. ¿Sabes dónde está hoy?

    -El río estaba aquí esta tarde, pero se pasó ya a la otra banda. Le vi correr, levantándose las aguas para no tropezar en las piedras y echando espumas por el aire. Iba furioso, y de paso se tragó dos molinos y arrancó tres haciendas llevándoselas por delante con árboles y todo.

    -¡Huy, qué miedo! Iremos luego al río. Yo tengo confianza en ti, pues aunque me pareces alborotado, eres simpático y complaciente con las damas.

    Y aquí es preciso repetir la explicación que se dio referente a la ciudad. El río Alcana variaba de curso cuando le parecía. Unas veces corría por el Este, otras por el Oeste; mas la misteriosa ley determinante de su curso vagabundo le imponía la obligación de no inundar nunca la ciudad. Como depositaba en su cauce un sin número de arenas de oro, la variación era utilísima a los turriotas, y muchos se dedicaban a cosechar el valioso metal. Últimamente se formó una gran suciedad por acciones para la explotación de aquella riqueza. Los cambios de curso se anunciaban con hondos murmullos del agua, que parecían salmodia entonada por las invisibles ninfas del río, y desde que soltaba aquella música, los ribereños se preparaban, retirando sus ganados de las peligrosas orillas. En ocasiones, alejábase hasta una y dos leguas de la ciudad; otras se acercaba tanto, que lamía los muros de la Inquisición y de la Fábrica de tabacos, o se rascaba en los duros sillares del palacio de Pioz. Llevábase muy a menudo los corpulentos árboles que poblaban sus orillas, y se veían hermosas masas de verdura corriendo al través de los campos.

    Los chicos juguetones se montaban en las ramas nadantes y navegaban en ellas de una parte a otra. En cambio, las naves que surcaban el río, las potentes galeras de Indias, cargadas de plata, se quedaban en seco, con las hélices enterradas en fango, y era forzoso esperar a que el río volviera a pasar por allí. También solía acarrear el Alcana, de remotos confines, plantas rarísimas, desconocidas de los turriotas, y animales exóticos, y aun viviendas con hombres de razas muy diferentes de la nuestra en lengua, y color. Los peces le seguían siempre en sus caprichosas mudanzas, y desde que se percibían los primeros acentos de aquel canto de las ninfas acuáticas, se reunían en grandes caravanas con sus jefes a la cabeza, y tomaban el portante antes que mermase el caudal de aguas.

    Capítulo IV

    De la visita de Diana y Celín hicieron a la capilla del Espíritu Santo

    Ya llegaron la niña de Pioz y su guía a Nuestra Señora del Buen Fin. La puerta principal estaba cerrada. Las esculturas de ella dormían beatíficamente en sus nichos, la cabeza inclinada sobre el hombro. Por indicación del rapaz, dieron la vuelta, tropezando en el desigual piso, hasta acertar con una rinconada donde se veía claridad. Era el postigo de la sacristía. Celín delante, la señorita detrás, entraron, y el chicuelo guiaba mostrándose conocedor de los rincones del edificio. Como llegaran a un sitio obscuro, sacó Celín del seno su caja de cerillas y encendió una contra la pared, para alumbrar el tránsito. Cuando había que bajar dos o tres escalones, alargaba la mano con galantería para que la señorita se apoyase.

    Penetraron en una pieza abovedada y rectangular, mal alumbrada por un candilón cuya llama ahumaba la pared. Por un agujero del techo aparecían varias sogas, cuya punta tocaba al suelo. En este había un ruedo y sobre él un hombre sentado a la turquesca, y entre sus piernas montones de castañas y dos botellas de aguardiente. Era el campanero, maese Kurda, y estaba profundamente dormido, la barba pegada al pecho, dando unos ronquidos que parecían truenos subterráneos. De rato en rato, sin salir de su sopor, conservando los ojos cerrados y la respiración de perfecto durmiente, estiraba el tal los brazos, y agarrando las cuerdas hacía un esfuerzo, cual si quisiera colgarse de ellas. Sonaban allá arriba las campanas con estruendo terrorífico y vibraba todo el edificio como si fuera de metal, mientras se desvanecían y alargaban en el aire las hondas del sonido. Luego, maese Kurda sepultaba nuevamente la barba en el pecho y seguía roncando, hasta transcurrir el tiempo exacto entre un doble y otro.

    Celín hizo provisión de castañas, metiéndose por las cuchilladas de su jubón todas las que cupieron, y en seguida indicó a la señorita la puerta que a la iglesia conducía. No tardaron en encontrarse en la nave principal, y respetuosamente pasaron a la capilla del Espíritu Santo. La primera impresión de Diana fue miedo de verse entre tantísimo sepulcro. Descollaba la estatua yacente del Gran Maestre de Pioz, terror de los turcos, y había más allá otra imagen marmórea, barbuda y en pie, mirando terroríficamente con sus ojos sin niñas a todo cristiano que osaba entrar allí. Los sepulcros de los Polvorancas tenían el emblema de la casa, que era un reloj de arena, y en las tumbas de los Pioces campeaba la paloma tutelar de la estirpe. Alumbraban la capilla los cirios encendidos junto a la sepultura de D. Galaor. Casi todos estaban ya en lo último del cabo, y sus pábilos negros se enroscaban como lenguas de la llama bostezante, mientras el lagrimeo de la cera derretida escurría por los blandones abajo, goteando sobre el suelo.

    Diana se sintió sobrecogida de respeto y religioso pavor. Sobre la tierra, aún no sentada, que cubría los restos de su novio, yacían las coronas que adornaron el féretro. Leyó las cintas con doradas letras que decían: «¡La oficialidad del tercio de Sicilia a su noble compañero...!». Otra: «El Ateneo científico, literario y litúrgico, etc...». Las flores naturales dedicadas por ella se habían ajado ya, y las de trapo exhalaban ingrato aroma de tintes industriales.

    Sintió la joven, al arrodillarse, brusco impulso hacia la tierra, como si brazos invisibles desde ella la llamasen y atrajesen. Cayó, boquita abajo; besó el suelo, y aquí dice el ingenioso cronista que siendo la sepultura de secano, ella la hizo de regadío con el caudal fontanero de sus lágrimas. La idea de la muerte se afirmó entonces en su alma, a la manera de una voluptuosidad embriagadora. Ofreciose a su espíritu la muerte, sucesivamente, en las dos formas eternas. Figurábase primero estar en esencia al lado de su amante, los brazos enlazados con los brazos, las caras juntitas. Pero no podía imaginar esta situación prescindiendo del bulto corpóreo. Sería su cuerpo todo lo sutil e impalpable que se quisiera; pero cuerpo tenía que ser, aunque con sólo medio adarme de materialidad, pues sin este no podía verificarse el abrazo ni la sensación mutua y recíproca de estar juntos.

    La otra forma ideal de muerte consistía en suponerse toda huesos debajo de aquella tierra; el esqueleto de su amante desbaratado y confundido con el de ella, de modo que no se pudiese decir: «este huesito es mío y esto tuyo». Revueltas de este modo las piezas, se realizaba mejor el anhelo amoroso de ser los dos uno sólo. Los cráneos eran lo único que conservaba personalidad distinta, tocándose los frontales y la mandíbula inferior. Pero esta confusión de huesos no podía la joven concebirla sino admitiendo que los tales huesos debían de tener conciencia de sí mismos, que los cráneos se reconocían pensantes, y que todas las demás piezas óseas, bien barajadas, habían de experimentar la sensación del roce de unas con otras, pues si tal conciencia y sensación no existiesen, la común sepultura no tenía gracia. Estas ideas, sucediéndose con rapidez en su mente, le produjeron vértigo, el cual vino a parar en desesperación... ¡Qué no pudiera ella resucitar al que bajo aquella tierra estaba, darle vida con sus lágrimas y su aliento! Expresaba esta infantil desesperación hiriendo el suelo con las puntas de los pies (no se olvide que estaba boca abajo), y también clavó los dedos en la tierra blanda como queriendo revolverla. El cronista dice que consideraba a la tierra como a una rival y le arañaba el rostro. Mientras esto pasaba, no se oían en el triste panteón más rumores que el de los suspiros de Diana y el que producía Celín descascarando las castañas para comérselas. Estaba sentado en el escalón del altar, de espaldas a este, mostrando soberana indiferencia hacia cuanto le rodeaba.

    La inconsolable se levantó decidida a abreviar el tiempo que la separaba de la muerte.

    -Chiquillo: ahora al río -dijo secándose el de sus lágrimas; y salieron por donde habían entrado, cruzando junto al dormido campanero, que tocó cuando pasaban. Al encontrarse en la calle, Diana dijo a su guía:

    -Celín, si te portas bien te daré más, mucho más de lo prometido. No has de decir a nadie que me has visto, ni que hemos ido al río, ni tienes que meterte en que yo haga esto o lo otro». Respondió el chico que el Alcana estaba un poquito lejos, y guió por torcida calle, en la cual había una imagen alumbrada por macilento farol. Pasaron por junto al cuartel de la Santa Hermandad, establecido en el desamortizado convento del Buen Fin. En la puerta estaba de centinela un cuadrillero con tricornio y capote. Dejaron atrás la Casa de locos y un barrio de gitanos. Costeando luego la inmensa mole de la Casa de los Jesuitas, rodeada de sombras, entraron en una plaza enorme con muchísimas horcas, de las cuales pendían los ajusticiados de aquel día. Eran salteadores de caminos, periodistas que habían hablado mal del Gobierno, un judaizante, un brujo y un cajero de fondos municipales, autor de varios chanchullos. Apretaron el paso, y al salir a un lugar más abierto, entre campo y ciudad, notó Diana que la obscuridad menguaba.

    -Pero qué, ¿ya viene el día? -dijo a su compañero-. Apresurémonos, hijo, que esto debe concluir antes que amanezca.

    Entonces se fijó en Celín, creyendo advertir que su simpático amigo era menos chico que cuando le tomó por guía.

    -O es que la claridad agranda los objetos, o tú, Celinillo, has crecido. Cuando te encontré, tu cabeza no me pasaba de la cintura, y ahora, ahora... Acércate. ¡Jesús, que cosa tan rara!... ¡Qué estirón has dado, hijo! Si casi casi me llegas al hombro.

    Celín se reía. Como aumentaba la claridad, Diana creyó observar en las pupilas de su guía algo penetrante y profundo que no es propio del mirar de los niños. Eran sus ojos negros y de expresión jovial; pero cuando se ponían serios, Diana no podía menos de humillar ante ellos su mirada.

    De repente, Celín se restregó sus heladas manos, y recurriendo a la gimnasia para entrar en calor, dio un sin fin de volteretas con agilidad pasmosa. A pesar del estado de su espíritu, la niña de Pioz se echó a reír. Celín se le puso delante, y con picaresco acento le dijo:

    -Sé volar.

    Para probarlo agitó los brazos y fue de una parte a otra con increíble presteza. Diana no podía apreciar la razón física de aquel fenómeno, y atónita contempló las rápidas curvas que Celín describía, ya rastreando el suelo, ya elevándose hasta mayor altura que las puertas de las casas; tan pronto se deslizaba por un petril ornado de macetas, como se dejaba caer de considerable altura, subiendo luego por un poste telegráfico y saltando desde la punta de él a un balcón próximo, para deslizarse hacia el suelo, rozando su cuerpo con un farol.

    -No te canses, hijo; ya veo que vuelas -gritó la señorita corriendo hacia él, porque con aquellos brincos fenomenales, Celín se había puesto a considerable distancia.

    Avanzaron más, y hallándose junto a unas tapias rojizas que eran las de los corrales de la Plaza de toros, Celín se paró y dijo:

    -¿Oyes, oyes? es el río.

    -Pero qué, ¿viene hacia acá?

    -No; está aquí desde ayer. A la vuelta de esta tapia lo veremos.

    -Corramos -dijo la señorita impaciente-. Esto debe concluir pronto. Cuidado, hijo, como das cuenta a nadie de lo que me veas hacer.

    Capítulo V

    Refiérense las increíbles travesuras de Celín, y cómo fueron él y la inconsolable en seguimiento del río Alcana

    Y corrieron tanto, que Diana, fatigada, se detuvo junto a un grueso pilar de sillería. Hallábanse bajo el viaducto del ferrocarril, y pronto, a la luz del naciente día, vieron la fila de pilares y encima el inmenso tubo de hierro por donde el tren pasaba. Diana no podía respirar y tuvo que sentarse; Celín permaneció en pie. Oyose un ruido lejano y sordo que crecía a cada instante. Era el tren que se aproximaba silbando, y embestía el viaducto como un toro. Oyeron sus pisadas y el rumor de su resuello. Cuando penetró en la inmensa viga metálica, parecía que el mundo se venía abajo.

    -Esto me da miedo, Celín -dijo la señorita apartándose sobresaltada-. ¡Si esto se cae y nos coge debajo...!

    Y luego que el tren pasó, hablaron un instante de cosas completamente extrañas al motivo de aquella insensata correría de la marquesita de Pioz.

    -Este es el tren de recreo -dijo Celín recostándose junto a ella-. Dentro de media hora viene otro, y después otro, y el correo y el expreso. Mucha gente, muchísima, con billete de ida y vuelta, para ver el auto de fe de mañana.

    -Sí, he oído que sólo de la parte de Utopía vendrán más de ocho mil personas; todo para ver un auto, y los Toros que habrá después. Por bonito que sea un auto, no comprendo que se agolpe tanta gente para presenciarlo.

    -En el de esta tarde achicharrarán sesenta, entre judíos, blasfemos, sargentos y falsificadores. Y como también hay toros y cucañas, música por las calles, discursos y carreras de tortugas, viene gente y más gente.

    -¡Qué tristeza me dan la animación y la alegría de Turris! La suerte mía es que no viviré esta tarde, y así me libro del suplicio de la felicidad ajena. Tú eres un niño y no comprendes esto; tú, inocente y travieso Celín, gozas viendo el tropel de la gente bulliciosa que se agolpa ante las hogueras, y quizá, quizá, lo digo sin ofenderte, vives de los descuidos de la multitud, aligerando bolsillos y distrayendo algún pañuelo o tal vez cosa de más peso. Por eso te gusta el gentío, y que los trenes de Utopía y Trebisonda arrojen a millares los forasteros sobre las calles de Turris... Pero estamos aquí descuidados como dos tontos. Vamos, vamos pronto al río, y cúmplase mi destino.

    Ya era día claro. Ligera niebla posaba sobre la tierra, y los términos lejanos no se distinguían bien. Corría un fresquecillo tenue, por lo que Diana, envolviéndose en su manto, avivó el paso. Celín había perdido toda idea de formalidad, y su ratonil inquietud aturdía a la señorita. Cuando pasaba un pájaro, saltaba tras él, y superando en rapidez al ave misma, la cogía, y mostrándola a la señorita la soltaba al instante. Lo mismo hacía con las mariposas y con insectos pequeñitos casi inaccesible a la mirada humana. Diana no había visto nunca cazar de aquella manera. Atravesaron un prado, en el cual se destacaban algunos olmos que aún no habían perdido la hoja, pero la tenían amarilla. A los reflejos del sol entre la neblina, parecían árboles vestidos de lengüetas de oro. De un brinco se subió Celín al tronco del mayor de ellos y trepó maravillosamente hasta la rama última. Diana le miraba asustada.

    -Te vas a matar.

    Cayó de golpe, y la señorita, creyendo que se había estrellado, lanzó un grito de terror. Celín se le plantó delante tan risueño como siempre, diciéndole:

    -Todavía sé caer de mucho más alto, pero de mucho más.

    Dianita le puso la mano sobre la cabeza, mirándole tan sorprendida como antes.

    -Celín, me parece que tú has crecido más. ¿Qué es esto?

    El muy pillo se reía, y con sus pies desnudos aplastaba las ramitas secas y los espinos, sin hacerse daño.

    -Pero qué, ¿tus pies son de bronce? ¿Cómo no te clavas esas tremendas púas...? Y otra cosa noto en ti. ¿Dónde pusiste la gorra? La has perdido, bribón. Dí una cosa. ¿No tenías tú, cuando te encontré, unos gregüescos en mal uso? ¿Cómo es que tienes ahora ese corto faldellín blanco con franja de picos rojos, que te asemeja a las pinturas pompeyanas que hay en el vestíbulo de mi casa y a las figuras pintadas en los vasos del Museo? ¿No tenías tú un juboncete con más agujeros que puntadas? ¿Dónde está? Ahora te veo una tuniquilla flotante que apenas te tapa. ¡Qué brazos tienes tan fuertes! ¡qué musculatura! Vas a ser un buen mozo.

    Por entre aquellos cendales veía la joven el bien contorneado pecho del adolescente, de color rosa tostado, signo de la más vigorosa salud. La cabeza de Celín era de una hermosura ideal: la tez morena, por la acción constante del sol; los ojos expresivos, grandes y luminosos; la boca siempre risueña; la dentadura blanca como la leche y fuerte como el hierro, pues Celín ponía entre ella un mediano palo, y lo partía como si fuera una pajita.

    No satisfizo el gracioso chico las dudas de la dama, y la guió por vereda guarnecida de matorrales, hasta que llegaron a divisar el Alcana. Abarcó ella de una ojeada toda la anchura del voluble río, de orilla a orilla, sereno y murmurante. Eran tan claras las aguas, que se veían perfectamente las piedras del fondo, pececillos de varios colores, cangrejos, algas y zoófitos.

    -¡Qué poco fondo tiene! -murmuró Diana, llegando hasta tocar con sus pies la corriente-. Aquí no podría ahogarme. Vamos Celín, pareces tonto. Llévame adonde el río sea muy profundo. ¿No sabes que quiero morir, que necesito matarme prontito, y que no es cosa de estar dando pataletas en el agua, y salvándose una cuando menos gana tiene de ello?...

    Celín guió hacia otra parte, tomando por entre breñas y ásperas rocas. El camino era penoso, y la inconsolable se fatigó sobremanera.

    -¿Tienes hambre? -le dijo Celín de pronto, deteniéndose.

    -Francamente, estoy desfallecida. Pero ¿qué importa?... ¡para lo que me queda de vivir! Adelante, hijo.

    -Es que yo no me he desayunado.

    -Pues estás fresco. No pretenderás que encontremos por aquí un restaurant.

    -Pero encontraremos moras de zarza.

    Sin decir más, trepó por una peña en la cual se enredaba zarza corpulentísima, y desde arriba empezó a dar gritos:

    -¡Hay michas y qué ricas! ¿Quieres? Pon el manto, para recoger lo que yo tire.

    La señorita no quiso hacerse de rogar, y conforme iban cayendo moras en el manto, se las iba comiendo, y en verdad que le sabían a gloria. Eran dulces como la miel. Celín bajó con tanta presteza como había subido, y conduciendo a su compañera por angosta encallada, le dijo:

    -¿Quieres probar ahora la fruta del árbol del café con leche?

    -Chiquillo, ¿qué disparates estás diciendo ahí?

    -¡Qué tonta! ¡y no lo cree! Verás... Nosotros los pilletes, que vivimos como los pájaros, de lo que Dios nos da, tenemos en estos salvajes montes nuestras despensas. Aquí está el árbol del café con leche, que tú no conoces, ni los turriotas tampoco. Sí, para ellos estaba. Miralo allá. Lo trajo el Alcana de una tierra muy distante, y ahí lo dejó cuando se fue de aquí. Da unas bellotas ricas, pero muy ricas.

    Era un árbol bastante parecido al roble. Celín trepó a sus ramas, y pronto empezaron a caer bellotas sobre el manto de la marquesita de Pioz. ¡Vaya si eran buenas! y su sabor lo mismito que el del café con leche.

    -¡Vamos, Celín, que eres tú de lo más célebre...! ¿Y este árbol no lo conoce nadie más que tú? ¡Ay! si mi papá tuviera noticia de esta encina cafetera, ya habría armado un escándalo en el Senado para que el Gobierno ordenara la propagación de un vegetal tan útil. De veras que esta fruta es de lo más rico que se conoce. Baja, baja ya, y no eches más, que otros infelices habrá que lo aprovechen.

    Celín bajó, trayendo ración bastante para almorzar en toda regla. Díjole Dianita que abreviase la marcha, y siguieron ambos saltando por entre breñas y matorrales, él dándole la mano en los pasos difíciles, y ella recogiendo sus faldas en los sitios intrincados y espinosos. La confianza se iba estableciendo entre ambos, hasta el punto de que Celín, olvidando la humildad de su condición ante la ilustre descendiente de los Pioces, se permitía decirle:

    -Chica, pareces boba; a todo tienes miedo. Dame la mano y salta sin reparo.

    Pasó un aldeano conduciendo dos vacas, y dio con agrado los buenos días a los vagabundos sin sorprenderse de su extraña catadura. Una mujer que pasaba con un cántaro de agua les interpeló de este modo:

    -Eh, chicos, que os perdéis. Por ahí no hay salida. ¡Y cómo brinca la moza!

    Diana sentía simpatía misteriosa hacia su compañero.

    Oye, tontín: no me has dicho quiénes son tus padres.

    -Mis padres no están aquí -replicó él sin mirarla.

    -¿Pues dónde?

    -En ninguna parte del mundo.

    -¡Ah! eres huérfano. No tienes a nadie. Ya me explico que estés tan mal de ropa. ¿Y hermanos no tienes tampoco?

    -Tampoco. Soy solo.

    -¡Solo! (la señorita sintió que su resolución la apretase tanto, pues de lo contrario recomendaría a Celín a su papá para que lo protegiese). Tú eres un salvaje, pero eres listo y... simpático. Si yo pudiera volverme atrás, te protegería; pero no puedo, no hay que hablar de eso... Paréceme que hemos llegado a un sitio muy a propósito. Subamos a esta peña que está sobre el río. ¡Virgen del Carmen, qué hondo es aquí, qué hondo!

    -Muy hondo, sí -afirmó el muchacho, inclinando el cuerpo sobre la corriente.

    -Bueno, pues queda elegido definitivamente este sitio -dijo la inconsolable quitándose el manto-. Celín, debo ser explícita contigo. Ha salido de mi casa con la inquebrantable resolución de matarme, porque he tenido un disgusto, pero un disgusto muy gordo. No vayas a creerte que es cualquier niñería. De modo que ahora, tú te pones allí, apartadito, y dices: «una, dos, tres», y al decir tres y dar la palmada, yo me tiro, y adiós miserable vida humana. Pero cuidado como te entra lástima de mí y te tiras detrás a sacarme... que tú eres muy pillo y te creo capaz de hacer cualquier tontería. Si lo haces, perderemos las amistades... ¡Ah! te dejo mi escarcela con todo el dinero que traigo, para que te compres botas y te vistas como las personas decentes. Otra cosa tengo que encargarte, y es que no se te pase por la cabeza ir a Turris con el cuento de que me he tirado al agua. Tú te callas, y cuando salga mi cuerpo por ahí, lo sabrán. Conque ¿estamos? ¿Te has enterado bien? Ahora, asegúrame que es bastante hondo el río por esta parte; no vaya a resultar que hay poca agua, y todo se reduce una zambullida y a una mojadura que me constipará sin poderme ahogar.

    -Pues como hondura, no hay nada que pedir -declaró Celín dentándose tranquilamente-. Aquí había unas grandes canteras de donde se sacó mucho mármol, todo el mármol del coro de la catedral. Cuando viene el río y llena estas cámaras sin fin, los peces tienen ahí una condenada república, y no bajan de cien mil millones de docenas los que hay. Cuando una persona se echa a nadar aquí, o cuando algún pastor de cabras se cae, se lo meriendan los peces en un abrir y cerrar de ojos, y al minuto de caído no queda de él ni una hebra de carne, ni una migaja así de hueso, ni nada.

    -¡Ave María purísima, qué miedo! -exclamó la señorita llevándose las manos a la cabeza-. Francamente, yo quiero morir, puedes creérmelo; pero eso de que me coman los peces antes de ahogarme, no me hace maldita gracia. Afortunadamente habrá más abajo un lugar hondo donde una pueda acabar tranquilamente. Llévame, y te prohíbo que digas palabra alguna con el fin de quitarme esta idea de la cabeza. Tú eres un niño y no entiendes de esto. Feliz tú que no conoces la infinita tristeza de la viudez del alma.

    Capítulo VI

    Prosiguen los retozos juveniles por charcos, praderas y vericuetos

    Cuando se pusieron de nuevo en camino, Diana reparó que Celín tenía ligero bozo sobre el labio superior, vello finísimo que aumentaba la gracia y donosura de su rostro adolescente, tirando a varonil. Como observara al propio tiempo que la voz de su guía había mudado, la joven sintió cierto estupor.

    -Celín, tú has crecido. No me lo niegues -dijo con sobresalto-. ¿Qué virtud tienes en ti para crecer por horas? Muchas maravillas he visto, pero ninguna como esta. No te achiques, no te achiques. Ya me das por encima del hombro... Si eres casi tan alto como yo... ¿Qué es esto?

    -Yo soy así -replicó Celín con gravedad humorística-. Crezco de día y menguo por la noche.

    Y también notó Diana que el mancebo había adquirido cierto aplomo en sus modales y andadura, aunque su agilidad y ligereza eran las mismas. Tomaron por una vereda, y entraron en terreno fangoso salpicado de piedras. La niña de Pioz saltaba de una en otra procurando evitar el mojarse los pies. Llegaron por fin a un charco, que comunicaba sus aguas con las del Alcana, y allí sí que no era posible pasar sin ponerse los zapatos perdidos. Celín no le dio tiempo a pensarlo, y sin decir nada intentó llevarla a cuestas.

    -Quita ahí -dijo ella-. ¿Cómo vas a poder conmigo? No seas bruto. Busquemos otro camino.

    Pero Celín no hizo caso, y quieras que no, la levantó en brazos como si fuera una pluma.

    -Vaya, hijo, que tienes una fuerza... No lo creí. Ni siquiera te fatigas. Cuidado que yo peso...

    -Te llevaría de esta manera hasta la noche, sin cansarme -afirmó él-. Pesas menos que una caña para mí.

    Diana se sentía en los brazos de su acompañante como en un aro de hierro. De este modo anduvo el muchacho con su preciosa carga una buena pieza, metiéndose en el agua hasta las rodillas; y Diana se veía acometida de fuertes ganas de reír cuando las desigualdades del suelo del arroyo obligaban a Celín a hundirse, elevando los brazos para que ni los pies ni el borde del manto de la señorita se mojaran. Al dejarla en tierra, no se conocía en la respiración del misterioso chico la más leve fatiga.

    -Vaya que eres fuerte -dijo ella dando un suspiro-. Si yo viviera, que no viviré, y te recomendara a mi papá, podrías ser nuestro palafrenero, y se te pondría una librea con la cual estarías muy majo.

    Celín, sin hacer caso de lo que la señorita decía, empezó a coger piedras y a tirarlas con presteza y empuje increíbles en dirección al río. Su brazo era como inflexible honda, y las piedras salían silbando, a manera de balas, perdiéndose de vista.

    -Pero ¿qué haces, chiquillo? ¿Apedreas el río? Mira que se enfadará.

    Oíase un lejano murmullo del agua, y en el mismo instante empezaron a caer gotas.

    -Llueve, Celín, ¿dónde nos metemos? -dijo la damita echándose el manto por la cabeza. Pero el otro, por toda respuesta, tornó a cogerla en brazos y entró con ella en una gruta. Desde allí vieron que el río se alborotaba, encrespando sus aguas. Celín volvió a tirar piedras, y lo que más pasmaba a Diana fue verle coger cantos enormes y dispararlos cual si fueran los tejuelos con que se juega a la rayuela. Cuando aquellos pedruscos caían en la undosa corriente, oíase un mugido profundo exhalado por las aguas, y además un rumor dulce y misterioso como sonido de arpas distantes.

    -¿Qué es esto, Celinito?... ¡Ah! me parece que el río se va. Sí, las aguas merman, ¡pero cómo! El cauce se queda seco... Mira, mira... Las aguas corren hacia arriba y las olas se atropellan. Pero tú, ¿por qué tiras piedras? ¡Qué malo eres! Ya ves, lo has espantado, y ahora nos quedaremos sin río. Y emprenda usted ahora otra caminata para ir a buscarle. ¡Pero qué cosas tienes! ¿Crees que estoy yo para perder el tiempo de esta manera?

    El río se desecaba rápidamente, mejor dicho, se retiraba inquieto y murmurante a otras regiones. Al llegar a este punto, dice muy serio Gaspar Díez de Turris que aquel enojo de la señorita por la desaparición del Alcana era más bien estratagema de su amor propio que sentimiento sincero y veraz, y que para suponerlo así se apoya en documentos irrecusables encontrados en el archivo de la casa de Pioz. Después cuenta que como continuase lloviendo, el travieso Celín salió de la cueva y empezó a arrojar piedras contra el cielo. Era cosa de ver cómo los proyectiles herían las nubes, perdiéndose en ellas.

    -¡Oh! chico, ¿también tiras al cielo? -le dijo Diana asustadísima-. Eso es pecado. Al cielo no, al cielo no.

    Y entonces se verificó el más grande prodigio de aquella prodigiosa jornada, a saber, que las nubes, heridas por las piedras, corrieron presurosas, y pronto se despejó el firmamento. Diana miraba las nubes empujándose unas a otras, como las reses de un rebaño a quienes el pánico hace correr a la desbandada. El sol inundó entonces con sus rayos picantes toda la comarca, y cielo y tierra sonrieron. La joven y Celín pudieron andar por lo que un rato antes era lecho del río, sorteando los charcos; que habían quedado aquí y allí. Como el sol picaba bastante, a Diana le daba calor el manto y se lo quitó, entregándolo a Celín para que se lo llevase. Y cuando se vio libre de aquel estorbo, sintió infantil deseo de saltar y agitarse. La risa le retozaba en los labios. Sus ideas habían variado, determinándose en ella algo que lo mismo podría ser consuelo que olvido. Lo pasado se alojaba, lo presente adquiría a sus ojos formas placenteras, y había perdido la noción del tiempo transcurrido y del momento u ocasión en que lo presente sucedía. Después de dar muchos brincos de peña en peña, apoyada en la firme mano de su guía, le entró a la niña un caprichoso anhelo de descalzarse para meter los pies en el agua. Ni ella misma podía decir en qué punto y hora lo hizo; pero ello es que zapatos y medias desaparecieron, y Dianita gozaba extraordinariamente agitando con su blanco y lindísimo pie el agitando con su blanco y lindísimo pie el agua de los charcos, en alguno de los cuales había pececillos de todos colores, abandonados por sus padres, crustáceos y caracoles monísimos. Las arenas de oro se mezclaban con el limo blando y verde, y en algunos sitios brillaban al sol como polvo luminoso. También vieron y admiraron ejemplares peregrinos de la flora acuática.

    Todo era motivo de algazara y risa para la saltona y vivaracha señorita de Pioz, que de cuando en cuando se acordaba de su propósito de matarse, como de un sueño, y su orgullo rezongaba entonces como una fiera que se ladea durmiendo, y decía:

    -Sí, me mataré. Quedamos en que me mataría, y no me vuelvo atrás. Pero hay tiempo para todo.

    Llegaron de esta manera a la otra orilla del vacío cauce, y para subir a la ribera, Celín se agarró a la rama de un sauce, y cogiendo a la señorita con un solo brazo, la suspendió en el aire y trepó con ella hasta ponerla sobre el verde ribazo. De allí pasaron a un campo hermosísimo, cubierto de menudo césped y salpicado de olorosas hierbas. Bandadas de mariposas volaban trazando graciosas curvas en el aire. Celín las cogía a puñados y las volvía a soltar soplando tras ellas para que volasen más aprisa. La agilidad del gallardo mancebo, la misma de antes, aunque su cuerpo era mucho mayor. Diana no cesaba de admirar la elegancia de sus movimientos varoniles y las airosas líneas de aquel cuerpo, en el cual la poca ropa, rayana en desnudez, no excluía la decencia. La marquesita había visto algo semejante en el Museo de Turris, y Celín le inspiraba la admiración pura y casta de las obras maestras del Arte.

    De repente ¡ay! saltó una liebre, y más pronto que la vista brincó Celín tras ella, la agarró por una pata, y suspendiéndola en el aire para mostrarla a su amiga, le aplicó en el hocico ligera bofetada y la soltó. Diana palmoteaba viéndola correr precipitada y temerosa. No recordaba la joven haber respirado nunca un aire tan balsámico y puro, tan grato a los pulmones, tan estimulante de la vida y de la alegría y paz del espíritu. De repente notó increíble novedad en su atavío. Recordaba haberse quitado botas y medias; pero su chaquetilla de terciopelo con pieles, ¿cuándo se la había quitado? ¿dónde estaba?

    -Celín, ¿qué has hecho de mi manto?

    La señorita se vio el cuerpo ceñido con jubón ligero, los brazos al aire, la garganta idem per idem. Lo más particular era que no sentía frío. Su falda se había acortado.

    -Mira, hijo, mira: estoy como las pastoras pintadas en los abanicos. ¡Es gracioso! ¿Y cómo me he puesto así? La verdad es que no comprendo cómo usa botas la gente ilustrada. ¡Qué tonta es la gente ilustrada, Celín! ¡Cuán agradable es posar el pie sobre la hierba fresca! Y allá, en Turris, usamos tanto faralá inútil, tanto trapo que sofoca, además de desfigurar el cuerpo. Avisa cuando veas una fuente para mirarme en ella. Quiero ver cómo estoy así, aunque desde luego se me figura que estaré bien, mejor que con las disparatadas invenciones de las modistas de Turris.

    Dicho esto, se lanzó en alegre carrerita tras de Celín, quien corría como el viento. ¡Qué le había de alcanzar! Pero él, cuando la veía fatigada, se dejaba coger, y enlazados de las manos proseguían su camino. Lo más particular era que Dianita sentía su corazón lleno de inocencia, y no le pasó por la cabeza que era inconveniente mostrar parte de su bella pierna a los ojos de su amigo. El recato se conservaba entero o inmaculado en medio de aquellos retozos inocentes, antes condenados por la civilización que por la Naturaleza. Celín arrancó de un matorral dos o tres cañitas, y poniéndoselas en la boca, empezó a tocar una música tan linda, pero tan linda y animada, que a Diana le entraron ganas de bailar, y antes de que las ganas se trocaran en vivo deseo, los pies bailaron solos. Y la danza aquella se compuso, según afirma el cronista, de los vaivenes más gallardos que podría idear la honestidad.

    Después del baile, dijo Celín:

    -Tengo hambre. ¿Y tú?

    -Yo, tal cual. Pero ¿dónde encontraremos aquí qué comer? Por aquí no hay nada.

    -¿Que no? Verás. Cerca de aquí debe estar el árbol de los pollos asados.

    Diana soltó una carcajada.

    -¿Te ríes? ¡Qué tonta! Es una planta parecida a la que da los melones. La trajo también el Alcana, y
    la dejó aquí. Yo sólo la he descubierto, y no lo digo a nadie, porque vendrían los hosteleros de Turris y se llevarían toda la fruta.

    Y metiéndose por entre el espeso ramaje, volvió al instante con uno al parecer melón. Partiolo sin trabajo. Dentro tenía una pulpa blanquecina, que Diana extrajo con los dedos para probarla. ¡Caso más raro! Era lo mismo que pechuga de pollo fiambre. ¡Qué cosa tan rica! Ambos comieron y se hartaron, bebiendo después agua cristalina en una fuente próxima. La señorita daba de beber a Celín en el hueco de su mano, como es uso y costumbre de los idilios inocentes.

    Capítulo VII

    Donde se narra lo que verá el que leyere, y el que no, no

    Atravesaron una carretera muy bien cuidada por donde iba mucha gente en dirección a Turris: aldeanos con sus hatos a la espalda, gente acomodada, en carricoches o en borriquillos, mendigos de ambos sexos. Unos saludaban a la gentil pareja, otros no. Pero todos la miraban sin asombro, señal de que nada encontraban en ella digno de atención o comentario. Todo aquel gentío iba a gozar las fiestas de la ciudad, y pasaban también diligencias atestadas de viajeros alegres que cantaban y reían; el tren silbaba a lo lejos. En las primeras casas de una aldea próxima vieron enormes carteles fijados por las empresas de ferrocarriles. Celín y Diana se pararon a leerlos, ella apoyada en el hombro del mancebo, él marcando las letras con una ramita que en la mano llevaba. Decían así: «Espléndidos Autos de fe en Turris, los días 2 y 5 brumario. Sesenta víctimas a la parrilla. Toros el 3, de la ganadería de Polvoranca. Congreso de la Sociedad de la Continencia. Juegos Florales. Torneo. Velada con Manifiesto en el Ateneo. Regatas. Iluminación y Tinieblas. Gran Rosario de la Aurora, con antorchas, por las principales calles, etc., etc.».

    La lectura del cartel, despertando en la mente de la niña de Pioz algunas de las ideas dormidas, produjo en ella cierta perplejidad. Parecía que la realidad del pasado la reclamaba, disputando su alma a la sugestión de aquel anómalo estado presente. Pero esto no fue más que una vacilación momentánea, algo como un resplandor prontamente extinguido, o más bien como el sentimiento fugaz de una vida anterior que relampaguea en nosotros en ciertas ocasiones. El olvido recobró pronto su imperio de tal modo, que Diana no se acordaba de haber usado nunca zapatos.

    Dejando la carretera y la aldea, penetraron en un bosque, y por allí también encontraron aldeanas y pastores que les saludaban con esa cordialidad candorosa de la gente campesina. Las vacas mugían al verles pasar, alargando el hocico húmedo y mirándoles con familiar cariño. Las ovejas se enracimaban en torno a ellos no permitiéndoles andar, y los pajarillos se arremolinaban sobre sus cabezas girando y piando sin tregua. Pero lo que más saca de quicio al cronista, haciéndole prorrumpir en exclamaciones de admiración, fue que un cerdito chico de pelo blanco y rosada piel vino corriendo a ponérseles delante, en dos patas; hizo con el hocico y las patas delanteras unas monadas muy graciosas, y después marchó delante de ellos parándose a cada instante a repetir sus gracias.

    Diana sentía una alegría loca. A veces corría tras de Celín hasta fatigarse, a veces se sentaban ambos sobre la hierba junto a un arroyo, a ver correr el agua. Pasaba el tiempo. La tarde caía lentamente; por fin Diana se sintió fatigada, y los párpados se le cerraban con dulce sopor. Celín la cogió en brazos y subió con ella a un árbol. ¡Pero que árbol tan grande! Blandamente adormecida, Diana experimentó la sensación extraña de que los brazos de Celín eran como alas de suavísimas plumas. Sin duda su compañero tenía otros brazos para trepar por el árbol, pues si no, no podía explicarse aquel subir rápido y seguro. Respecto al tiempo, a Diana le parecía que la ascensión duraba horas, horas, horas... Sentía calor dulce y un bienestar inefable. Por fin parecía que llegaban a una rama que debía de estar a enorme distancia del suelo, a una altura cien veces mayor que las más elevadas torres. Con sus ojos entreabiertos y dormilones, pudo apreciar Diana que aquello era como un gran nido. Un hueco en el ramaje, el piso muy sólido, las paredes de apretado y tibio follaje. El cielo no se veía por ningún resquicio. Todo era hojas, hojas y un techo de pimpollos, apretados y olientes. Celín no la soltaba de sus brazos, alas o lo que fueran, y cuando los ojos de la inconsolable se cerraron, sus oídos conservaron por bastante tiempo un rumor de arrullo como el de las palomas.

    Durmiose profundamente y, cosa inaudita, el sueño le llevó a la olvidada realidad de la vida anterior. Díez de Turris dice que en este pasaje no responde de la seguridad de su cerebro para la ideación, ni que funcionaran regularmente los nervios que transmiten la idea a los aparatos destinados a expresarla; ¡tan extraño es lo que refiere! Soñó, pues, la dama que estaba con dos o tres amiguitas suyas en la tribuna del Senado, oyendo a su papá pronunciar un gran discurso en apoyo de la proposición para el encauzamiento y disciplina del río Alcana. El marqués pintaba con sentido acento los perjuicios que ocasionaba a la gran Turris el tener un río tan informal, y proponía que se le amarrase con gruesas cadenas o que se le aprisionase en un tubo de palastro. El sueño de Diana era de esos que por la intensidad de las impresiones y la viveza del colorido imitan la pura realidad. Veía perfectamente en los verdes escaños a los senadores amigos, los maceros, la mesa. Y el marqués de Pioz, obeso y apoplético, dando puñetazos en el pupitre, forzaba su persuasiva oratoria para convencer al Senado, y la enorme coleta de su peluca marcaba las inflexiones del discurso, la puntuación, y el subrayado y hasta las faltas de gramática con fidelidad maravillosa. El Presidente se había quedado dormido; algunos senadores de la clase episcopal habíanse entregado también al buen Morfeo, con la mitra calada hasta los ojos; y otros, que vestían armadura completa, hacían con el frecuente mover de los brazos impacientes un ruido de quincalla que distraía al orador. A ratos entraban los porteros y despabilaban todas las luces, que eran gruesos cirios colocados en blandones. La voz vibrante del marqués sonaba como envuelta en murmullo suave, algo como el rorró de una paloma; y en las breves pausas del orador, aquel rorró crecía de un modo terrorífico, y el Presidente, sin abrir los ojos, extendía con pereza su brazo hacia la campanilla como para decir: «orden». Diana experimentaba fastidio mortal, un fastidio al cual se asociaba la idea de que hacía tres años que su papá había empezado a hablar. Contó Diana los vasos de agua con azucarillos que trajo un paje, y eran quinientos veintiocho, cifra exacta. De repente el marqués pide que se le den tres semanas de descanso, y nadie contesta, y aparece en medio del salón el cerdito aquel que hacía piruetas, y todos los senadores, incluso los obispos, se sueltan a reír... Diana despertó riendo también. Hallose tendida en el hueco de espesa verdura. Celín dormía a su lado, enlazándola con sus brazos.

    Entonces reapareció súbitamente en el alma de Diana la conciencia de su ser permanente, y se sobrecogió de verse allí. La estatura de Celín superaba proporcionadamente a la de la joven. El mancebo abrió los ojos, que fulguraban como estrellas, y la contempló con cariñoso arrobamiento. Al verse de tal modo contemplada, sintió Diana que renacía en su espíritu, no el pudor natural, pues este no lo había perdido, sino el social hijo de la educación y del superabundante uso de la ropa que la cultura impone. Al notarse descalza, sin más atavío que el rústico faldellín, desnudos hasta el hombro los torneados brazos, vergüenza indecible la sobrecogió, y se hizo un ovillo, intentando en vano encerrar dentro de tan poca tela su cuerpo todo.

    La hermosura y arrogancia de su compañero dejaron de ofrecerse a sus ojos revestidas de artística inocencia, y la cuasi desnudez de ambos le infundió pánico. La decencia, en lo que tiene de ley de civilización y de ley de naturaleza, alzose entre Celín y la señorita de Pioz, que aterrada de la fascinación que su amigo lo producía, no quería mirarle; mas la misma voluntad de no verle la impulsaba a fijar en él sus ojos, y el verle era espanto y recreo de su alma.

    En esto Celín la estrechó más, y ella, cerrando los ojos, se reconoció transfigurada. Nunca había sentido lo que entonces sintiera, y comprendió que era gran tontería dar por acabado el mundo, porque faltase de él D. Galaor de Polvoranca. Comprendió que la vida es grande, y admirose de ver los nuevos horizontes que se abrían a su ser. Celín dijo algo que ella no comprendió del todo. Eran palabras inspiradas en la eterna sabiduría, cláusulas cariñosas y profundas con ribetes de sentimiento bíblico. «Yo soy la vida, el amor honesto y fecundo, la fe y el deber...». Pero Diana estaba turbadísima, y con terror le contestó:

    -Déjame, Celín. Me has engañado. Tú eres un hombre.

    Y al decir esto, ambos vacilaron sobre las ramas y cayeron horadando el follaje verde. Los pájaros que en aquella espesura dormían huyeron espantados, y la abrazada pareja destrozaba, en su veloz caída, nidos de aves grandes y chicas. Las ramas débiles se tronchaban, doblándose otras sin hacerles daño y la masa de verdura se abría para darles paso, como tela inmensa rasgada por un cuchillo. La velocidad crecía, y no acababa de caer, porque la altura del árbol era mayor que la de las torres y faros; más, muchísimo más. La copa de aquel lindaba con las estrellas. Diana empezó a desvanecerse con la rapidez vertiginosa, y al caer a tierra... plaf, ambos cuerpos se estrellaron rebotando en cincuenta mil pedazos.

    Al llegar aquí, Gaspar Díez de Turris suelta la pluma y se sujeta la cabeza con ambas manos; su cráneo iba a estallar también. En una de las manotadas que el exaltado cronista diera poco antes, derribó al suelo con estrépito media docena de botellas vacías que en su revuelta mesa estaban. El chasquido del vidrio al saltar en pedazos le sugirió sin duda la idea de que los cuerpos de Celín y Diana habían rebotado en cascos menudos como los botijos que se caen de un balcón a la calle. Luego se serenó un poco el gran historiógrafo y pudo concebir lo que sigue:

    Diana despertó en su lecho y en su propia alcoba del palacio de Pioz, a punto que amanecía. Dio un grito, y se reconoció despierta y viva, reconociendo también con lentitud su estancia, y todos los objetos en ella contenidos. Parece que aquí debía terminar lo maravilloso que en esta Crónica tanto abunda; pero no es así, porque la señorita Diana se incorporó en el lecho, dudando si fue sueño y mentira el encuentro de Celín, el árbol y la caída, o lo eran aquel despertar, su alcoba y el palacio de Pioz. Por fin vino a entender que estaba en la realidad, aunque la desconcertó un poco el escuchar un rumorcillo semejante al arrullo de las palomas. Mira en torno, y ve un gran pichón que, levantando el vuelo, aletea contra el techo y las paredes.

    -Celín, Celín -grita la inconsolable obedeciendo a la inspiración antes que al conocimiento. Y el pichón se le posa en el hombro y le dice:

    -¿No me reconoces? Soy el Espíritu Santo, tutelar de tu casa, que me encarné en la forma del gracioso Celín, para enseñarte, con la parábola de Mis edades y con la con contemplación de la Naturaleza, a amar la vida y a desechar el espiritualismo insubstancial que te arrastraba al suicidio. He limpiado tu alma de pensamientos falsos, frívolamente lúgubres, como antojos de niña romántica que juega a los sepulcritos. Vive, ¡oh Diana! y el amor honesto y fecundo te deparará la felicidad que aún no conoces. Estáis en el mundo los humanos para gozar con prudente medida de ll poquito bueno que hemos puesto en él, como proyección o sombra de nuestro Ser. Vive todo lo que puedas, cuida tu salud; cásate, que Yo te inspiraré la elección de un buen marido; ten muchos hijos; haz todo el bien que puedas, y tiempo tendrás de morirte en paz y entrar en Nuestro reino. Adiós, hija mía; tengo mucho que hacer. Sé buena y quiéreme siempre.

    Diole por fin dos tiernos picotazos en la mejilla, y salió como una bala, horadando la pared de la estancia en su rápido vuelo.


    Madrid. Noviembre de 1887.




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