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    Emilia Pardo Bazán

    Consejero

    La silla de posta se detuvo a la puerta del convento con ferranchineo de ejes, entre repiques apagados de cascabeles y retemblido de vidrios, que gradualmente cesó. Un lacayo echó pie a tierra, y arqueando el brazo y presentándolo ayudó a descender al nobilísimo señor don Diego de Alcalá Vélez de Guevara, sumiller de cortina del rey, de su Consejo, y comisario general apostólico de la Santa Cruzada, y cuarto marqués de la Cervilla. Sus flacas piernas vacilaron al dar el salto, y su cara amarillenta, pergaminosa, se contrajo penosamente al herirla un picante rayo solar. Sus ojos, negros y duros, parpadearon un momento; volviose hacia el interior del coche, y ordenó:

    -Baja.

    Un crujir de seda, un espejear de reflejos de tafetán tornasol, el avance de un pie breve, de un chapín aristocrático... La mujer brincó ligeramente, con graciosa agilidad de paloma que se posa, y, sumisa y callada, esperó nuevo mandato.

    -Entra -dijo don Diego imperiosamente.

    Ella comprendió. Donde había que entrar era en aquel zaguán enorme, enlosado de piedra, en cuyo fondo se veía el torno monástico, la enorme puerta, de gruesos cuarterones y, encima de la puerta, un relieve en piedra, enyesado: la Virgen de la Angustia, con su divino Hijo sobre el regazo, muerto. Al pie del relieve, en anchas letras negruzcas, podía leerse: «Morir para vivir.»

    Asió don Diego el cordón de la campana y dio tres toques, pausados, solemnes. Aún no se había extinguido el eco de las campanadas, cuando volteó el torno y asomó por el hueco del aspa la faz pacífica de una monja.

    -¡Ave María!

    -Sin pecado... Hermana tornera, ábranos. Soy don Diego.

    -¿El señor hermano de la madre abadesa? Aguarde useñoría... Ahora mismo abriré.

    Ruido de cerrojos, rechinar de llaves... La gruesa, sólida, grave puerta giró sobre sus goznes lentamente, y un perfume de rosas vino del jardincillo claustral. La joven compañera de don Diego respiró con avidez aquel aroma delicioso, y corriendo, se acercó a los rosales, que la hermana hortelana acababa de regar y en cuyas hojas brillaban resbalando las gotas de agua, trémulas y cristalinas. La voz severa de don Diego la interpeló:

    -Aurora, ¿qué haces?

    Se detuvo, intimidada. La luz diurna la hería de lleno; había dejado caer la capelina de su sobretodo de viaje, de fosca seda torzal con cambiantes rojizos, y la hermosa cabeza, ya casi desempolvada a fuerza de traqueteos del coche, se gallardeaba con el poderoso encanto de los dieciséis años, rubios y virginales. Un poco de miedo y otro poco de vergüenza -la vergüenza del mal que otros hicieron, la vergüenza de las almas puras- excitaban penosamente el corazón todavía infantil de Aurora. Y la tornera, compadecida, murmuró:

    -¿Quiere rosas? Cortaré un ramo ahora mismo...

    Don Diego hizo un gesto de reprobación, y murmuró secamente:

    -Déjese de flores, hermana... No perdamos tiempo... Al locutorio.

    El locutorio, blanco de cal, recibía sol de una reja exterior; la estera pajiza que cubría los ladrillos del piso estaba toda bañada en oro. Esperaron silenciosos mientras la tornera se precipitaba a avisar. Un Cristo se destacaba sobre la pared -un Cristo de talla, melancólico, que alzaba sus ojos piadosos y resignados hacia las vigas sombrías de la techumbre-. Aurora ni a respirar se atrevía. Se abrió una puerta lateral, y la abadesa, alta, majestuosa, muy semejante a don Diego en la cara, avanzó, tendiendo fuera de la amplia manga del hábito una mano fría y fina, que Aurora se arrojó a besar respetuosamente. La abadesa tomó asiento en un frailero; los pliegues de su sayal de lana blanca la rodeaban de un modo escultórico y señoril. Una mirada elocuente se cruzó entre los dos hermanos.

    -Puedes salir al patio y coger rosas, Aurora -exclamó don Diego-. La hermana tornera te acompañará.
    Solos quedaron la madre y el alto personaje de la Corte de Carlos IV... Él agachaba la cabeza, como persona a quien consumen melancolías y cuidados: ella movía los labios secos, como si rezase, y la viveza de la claridad que la alumbraba descubría los surcos de su tez y el afilamiento de sus delicadas facciones, que parecían labradas en marfil rancio, muy antiguo. Al fin, don Diego se resolvió.

    -Te la traigo -murmuró en tono angustioso y confidencial-. Viene para quedarse aquí.

    -¿Por mucho tiempo?, interrogó la abadesa.

    -Para siempre... Es preciso que tome el velo cuanto antes. No tenemos segura la vida, Beatriz. Si faltásemos tú y yo..., podría volver al mundo.

    -¿Y estás bien determinado, Diego? ¿Has consultado el caso con tu confesor, el venerable padre Argote? ¿Has meditado en conciencia esta tu resolución?

    -Meditada está... Pudo mi justo enojo llegar a mayores extremos; pude casarla con algún criado de mi casa y confinarla en alguna de mis dehesas de Extremadura. La traigo a un noble recogimiento, al lado de mi propia hermana; ¿qué más puede pedir?

    -Lo que debes advertir, Diego -insistió la señora-, es que Dios nos ordena ser clementes y perdonar a los que nos han ofendido. Con más razón, a los que en nada nos ofendieron; porque la ofensa está en la voluntad, y con la voluntad no pudo agraviarte tu... tu hija.

    Los ojos negros y duros centellearon; las mejillas, marchitas y pergaminosas, se inflamaron como las de un viejo retrato al resplandor de un incendio, y la boca, austeramente desdentada, repitió con amargura:

    -¡Mi hija!

    -¿No pudiera serlo? -preguntó la monja, titubeando.

    -No... Hermana, no me pidas explicaciones que remuevan el escozor de mi afrenta... Tengo pruebas, tengo testimonios, tengo la seguridad completa, absoluta... Es más: ella lo sabe. No me llama «padre», me mira con el mismo horror que la miro yo a ella.

    -¡Diego! -imploró la monja-. Acuérdate de que todos somos pecadores, y de que Aquél nos redimió a todos.

    La mano elegante, transparente al regio sol que atravesaba los hierros y derramaba calor y vida en el locutorio, señaló al Cristo resignado, sufridor, de abiertos brazos sobre el leño.

    -¿Quieres que Diego, mi único hijo, venga acaso a morir sin descendencia, y mi casa, mi sangre, la represente esa... esa niña? ¿Quieres que yo consienta tal vileza y tal burla? ¿No he sido bastante escarnecido, no he padecido engaño bastante? Bien se habla desde la paz del claustro. En el siglo no pensarías así, hermana. ¡Que pague la hija de los pecados de... de la madre! Que pida a Dios, desde esta santa casa, por... los que murieron. ¿No lo haces tú, y tampoco delinquiste?

    La abadesa se levantó, rígida, cruzadas sus manos de gran señora, y fue a arrodillarse delante de la santa imagen de la Misericordia infinita. Así, postrada, sin volverse hacia el inflexible vengador, balbució:

    -Señor mío Jesucristo, Tú sabes que soy una miserable pecadora, indigna de tu bondad.

    Don Diego también se había incorporado, y miraba a su hermana con estupor. La veía como antaño, sin tocas ni sayal, sin vejez, sin arrugas, alegre, reidora, vistiendo de brocatel rameado, tapando la boca con el abanico de marfil; la veía alzar el pie en un minueto de Palacio, y el pie calzaba estrecho zapatito de tafilete azul, y la media era calada, de torzal... ¡Oh juventudes, venenos vitales, hervores de la sangre, fermentos de la fantasía! También doña Beatriz Vélez de Guevara había sido moza; no se nace en el claustro, no se nace con monjil y rosario al cinto... La abadesa se levantó penosamente; el reuma la tenía medio baldada, y gran parte de su penitencia era el arrodillarse para orar, sin cojines ni reclinatorio.

    -¡Diego de Alcalá! -pronunció enclavijando los dedos, suplicante, bajando los párpados sobre las pupilas llenas de lágrimas glaciales y abismadas en memorias.

    Don Diego frunció las cejas. Cuando se conmovía, exageraba la fiereza del rostro.

    -¡Se quedará aquí! -dispuso-. No puedo verla; me hace daño. Su cara bonita me parece más horrible que la de un monstruo... Es mi afrenta hecha carne. ¿Por qué quieres que la sufra respirando a mi lado?

    -Que se quede -asintió la abadesa-. Pero si no tiene vocación..., no profesará. Que pueda volver al mundo cuando...

    -Cuando yo muera, que será pronto -suspiró el cortesano viejo.

    -Cuando des cuenta de tus actos a Aquél...

    Los dos hermanos, magullados, doloridos por la vida, alzaron a un mismo tiempo la mirada hacia el crucifijo, esperando no haberle hincado más adentro los clavos de manos y pies. El sol, ascendiendo, había cesado de bañar la estera y glorificaba con reverberaciones de oros derretidos la imagen.




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