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    Emilia Pardo Bazán

    El cáliz

    Ante la amenaza de que, como entonces se decía, los de Napoladrón llegasen de un momento a otro, el abad del Monasterio de Sangreiro pensó en la necesidad de esconder el tesoro monacal. Y con tal fin llamó a su sobrino Ramón, mozo de empuje, gran cazador, familiarizado con los rincones de la sierra.

    Vino, y encerrose con el tío en la celda abacial. Duró la conferencia cerca de una hora, y cuenta que ni uno ni otro gustaban de perder el tiempo. Se discutieron los pormenores, y aun cuando al pronto el abad era partidario de que el sitio fuese conocido de alguien más que del encargado de la ocultación, acabaron por convenir en que secreto entre tres ya no es secreto y por acordar que sólo Ramón lo supiese. Así que los invasores se retirasen, se desenterraría el depósito.

    Claro es que el escondrijo había de ser en los montes. De noche, portearían los mismos monjes a un lugar convenido los sacos, y los iría transportando después Ramón. La soledad de aquellos lugares, fragosos y cortados por precipicios, aseguraba la reserva.

    A pesar de que Ramón, en interés del salvamento, encargó a su tío que no se escondiese sino aquello que tuviese valor excepcional, porque algo se debía dejar para presa del enemigo, se obstinó el abad en poner a salvo la efigie de Nuestro Señor Sangreiro, tosca talla, muy primitiva, que en un saqueo carecería de valor. Pero la historia de la efigie iba unida a la de la misteriosa copa o cáliz, que en aquellos lugares selváticos había tenido una leyenda análoga a las que se refieren en otros puntos de España. En Sangreiro, a decir verdad, ya la leyenda sólo era conocida de los monjes y de la gente aldeana, que creía firmemente que en la extraña copa, adorada en la iglesia el día del Corpus, había rebosado el vino de la Cena, transubstanciado en divina sangre. Y los monjes enseñaban a los contadísimos viajeros que aportaban por allí una vez cada cincuenta años, ciertos trazos que, al pie del crucifijo titular, figuraban groseramente un cáliz. Las leyendas no han menester más.

    Como se pensó se ejecutó. La misma noche fue llevado el tesoro de Sangreiro a una encrucijada y depositado al pie de un árbol secular, entre la maleza que lo rodeaba. Allí esperaba el cazador. Muchacho apuesto, moreno y robusto, no había descuidado traer su escopeta cargada con balines -nadie sabe lo que puede ocurrir- y un azadón, que había de servirle para enterrar los sacos. Un perro perdiguero, echado a sus pies, jadeaba; habían venido muy aprisa. De cuando en cuando, el can mosqueaba las orejas; en asperezas tales, pudieran no andar lejos el raposo ni el lobo.

    Entregando al muchacho un apagado farol, se despidieron los monjes, no menos temerosos que el can, y quedó solo Ramón, que al punto dio comienzo a su faena.

    Buscó cierto sendero que bajaba hacia el río, y cargando un pesado saco, donde se entrechocaban con ruido metálico candeleros, portapaces y cajas de reliquias, se dirigió al rincón señalado para escondite. Lo formaban dos peñas enormes, que por detrás dejaban hueco a la entrada de una cueva. Ya dentro, echó yesca, encendió el farol, lo puso en el suelo y acabó de transportar los sacos. Hecho lo cual, comenzó a abrir un hoyo profundo. Sudaba, fatigado.

    Al cabo, él no era un gañán, sino un señorito, que holgaba cuando no cazaba. Pero la idea de salvar la copa mística de Sangreiro le daba fuerzas. Al sacarla del saco la miró y la besó fervorosamente. Fue acomodando en el agujero el cáliz, la efigie, los objetos de plata y pedrería, y cuando llegó el momento de cubrir el tesoro, pensó con satisfacción que el suelo de la cueva era arenisco y no se notaría la excavación apenas quedase alisado. Faltaba lo más arduo, no obstante: tapar con disimulo la boca de la cueva para que nadie la sospechara.

    Buscó trozos de peñasco, y cuidando de no despojarlos de sus líquenes y musgos viejos, los colocó en estudiado desorden alrededor de la boca. Le ayudaba la luz de la aurora, que despuntaba en el horizonte. Era, sin embargo, un inconveniente esta ventaja misma. Podía pasar un labriego, un pescador de truchas del río, un cazador madruguero, y verle en su faena. Por fortuna, nadie pasó, y Ramón pudo terminar la obra de arte que estaba realizando. Quedó de tal suerte la entrada del escondrijo, que nadie creyera aquellas piedras musgosas y decrépitas colocadas allí sino desde hacía siglos.

    Los sacos estorbaban: Ramón los echó al pozo del río, envolviendo una piedra. Suspiró de fatiga y consagró la última mirada a su trabajo. ¡Estaba bien! Después subió en dirección al monasterio. Al llegar a la parte del monte en que la pedregosa calzada de los monjes enlaza con el camino real, vio a sus pies una nube de polvo. Se estremeció. Era, sin duda, el enemigo; venía hacia Sangreiro, que, puesto en la cumbre de la montaña como un penacho, no podía ocultarse a las miradas y atraía la atención hacia su mole magnífica, conjunto de edificios que poco a poco se habían ido agrupando en derredor del primitivo cenobio, no muy posterior a los tiempos apostólicos.

    Ramón había oído hablar mucho todo el invierno, en tertulias de sacristías, de lo que pasaba cuando entraban los invasores en iglesias o monasterios. La destrucción, el escarnio, el ultraje, les acompañaban. Los religiosos eran arrastrados por los claustros, aporreados o cruzados con las bayonetas; los altares ardían; la bodega, inundada de vino, se llenaba de beodos, que bailaban vestidos con las casullas y las capas pluviales de los ornatos. Este cuadro creía estarlo presenciando Ramón, y temblaba de cólera. Una nube roja cubría sus ojos. ¿No había hombres en Sangreiro? ¿Dónde se habían metido aquellas liebres, aquellos gallinas? Los invasores no eran tantos: una columna, tal vez cien o doscientos... Con las hoces, con las bisarmas, con palos, se les podía despachurrar, ¡echarles al río! Y la columna avanzaba; ya se divisaba, a la cabeza de los marciales jinetes, el comandante, rubio, corpulento, rigiendo un caballo que manoteaba... Ramón no supo qué fuerza le impulsó al movimiento decisivo. Con su escopeta de perdices, pero cargada aquel día, como sabemos, con balines, apuntó, disparó... El comandante soltó las riendas y cayó hacia atrás; el caballo, desmandado, se alocó. El momento de asombro de la columna dio tiempo a que Ramón se pusiese en salvo, desapareciendo entre los árboles.

    El oficial que tomó el mando al punto entró en el monasterio declarando que no pensaban antes hacer daño alguno ni a la comunidad ni al edificio, que sólo querían repostarse y descansar; pero que ahora darían fuego por los cuatro costados si no les entregaban al que había matado a su comandante. En vano el abad protestó de que ignoraba quién fuese el autor de la agresión; en vano suplicó clemencia por un hecho del cual los monjes de Sangreiro eran inocentes. Viendo que pasaba la mañana y que no les era entregado el brigante, empezaron los invasores a hacinar leña alrededor de las paredes de la iglesia y a destrozar la sillería del coro para combustible. Reservadamente, el abad había mandado aviso a la casa de Ramón, ¿para que se presentase? Mal conocería al recio abad quien tal creyese. No; para que se ocultase, a ser posible, bajo tierra.

    Y esta generosa precaución fue la que perdió al muchacho. Por ella supo que Sangreiro iba a ser una hoguera y acuchillados sus monjes. Y, sin vacilar, apoyado en un palo, sintiendo un impulso caballeresco -él no era un gañán, en su puerta había un escudo-, tomó el camino del monasterio y se presentó al oficial, diciendo con sencillez:

    -Yo fui quien disparó sobre el comandante de la columna. Aquí estoy a responder de lo que hice.

    Y el oficial dio órdenes para que fusilasen sin tardanza «a aquel beau gaillard» y no se molestase a los monjes. Quería el abad confesar al sentenciado y saber el escondite; pero sólo se le permitió absolver a su sobrino cuando estaba ya de rodillas. La noticia del escondite bajó con él a la fosa.

    Y mientras esperaba el desenlace, veía que una mano traspasada le ofrecía un cáliz, ¡el de Sangreiro!...




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