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    Emilia Pardo Bazán

    El contador

    Allá en tiempos, fue el conde de Montiel hombre de sociedad, «sportman», espadachín, y hasta tuvo sus ribetes de político. Hoy le imponían vida metódica los años y los achaques, y ni aportaba por teatros ni aceptaba invitaciones. Su único solaz era una apacible tertulia por la tarde, al amor del brasero tachonado, enorme, en la tienda de la anticuaria conocida por «la Galana», donde se reunían otros aficionados, y hecha abstracción de la vida moderna y actual, se respiraba el polvo de varios siglos, más o menos remotos. Embozados en las capas o sumidos en el cuello de piel del abrigo, los buenos señores discutían tenazmente, una semana entera, acerca de un plato mudéjar o de un díptico gótico. Allá fuera resonaba la lucha y se encrespaba el oleaje del mundo. Ellos no se enteraban siquiera.

    La misma paz que en casa de «la Galana» disfrutaba el conde en la suya propia. También la condesa se había jubilado. Mundana y animadísima en sus mocedades, ahora devota y delicada de salud, no salía sino a la iglesia y a ciertas visitas de confianza. Nadie reconocería a la famosa Ángeles Luzán en 1875, alma de las fiestas y tormento de las modistas, en la señora de anticuado atavío que frecuenta las Pascualas tosiqueando y se tapa la boca al salir de misa, cuidando con igual solicitud el alma inmortal y el deteriorado cuerpo. Y nadie, al entrar en la morada de los Montieles, donde la calma del anochecer de la existencia tiende un crespón de apagados tonos sobre el mobiliario fastuoso y los densos cortinajes, creería que allí vibraron los violines y rieron las flautas de la orquesta del baile, ni que en el solemne comedor, ante las imponentes tapicerías flamencas, corrió el rubio champaña y susurró el amoroso deseo...

    Más dichosos, quizás, más unidos seguramente que cuando eran jóvenes, los esposos, fundidos en la única aspiración egoística de conservarse todo lo posible, no solían discutir, sino en el punto de las antiguallas. A cada cajita de oro, a cada miniatura, a cada arcón o pieza de loza que entraba por la puerta, la condesa gruñía. ¡Manía de amontonar vejestorios, un capital muerto, un estorbo para el día de mañana! Cuando Frasquita Montiel -la hija de los condes, que vivía en Sevilla con su esposo- heredase tanto trasto, ¿cómo se desharía de ellos? Porque además, la condesa abrigaba la convicción de que su marido no sabía comprar, de que le clavaban, de que no entendía lo bastante. «Si tuvieses tú el acierto y el ojo del pobre Luis»... repetía a todas horas. Al oírlo irritábase el conde hasta el furor. Lo del «pobre Luis» se refería a un primo de la condesa, el vizconde de Venadura, amigo íntimo y comensal de la casa, fallecido en la epidemia del dengue. El conde aborrecía la memoria del vizconde, mortificante para su amor propio, invocada siempre en demostración de algún chasco, de alguna serranada de chamarileno, y a la vez, tenía dada orden de que se le avisase cuando saliesen a la venta objetos de la dispersa colección de aquel «pobre Luis», para adquirirlos todos, ¡todos, sin falta!

    Una tarde, al entrar el conde en casa de la Galana, ésta le dijo misteriosamente, llevándole a un rincón:

    -Ha caído el contador italiano... el de las pinturas.

    ¡Alegría! ¡El contador de las pinturas nada menos! ¡La mejor pieza, la joya de la colección del vizconde! En voz baja, apasionadamente, se convino el precio: un bonito pico... Bueno, lo que fuese, no se pasa un hombre quince años encaprichado por un mueble incomparable para regatear si la suerte se lo depara. ¡El contador! ¡Por fin los sobrinos y herederos del vizconde se decidían a venderlo! «Que esté en casa mañana a primera hora», advirtió el comprador, con fiebre de entusiasmo senil.

    Aquella noche apenas durmió. Al salir la condesa a sus madrugadoras piadosas prácticas, ya estaba el conde -afeitado, vestido, pulcro- esperando su adquisición, como se espera a una hermosa mujer. Así que trajeron el mueble, atendió a su colocación en el despacho con cuidado infinito; despidió al mozo dando generosa propina, y echó el pasador de la puerta. ¡Que nadie le interrumpiese! Necesitaba mirar, remirar, palpar codicioso el tesoro. De este sí que no diría la condesa... Hay en Madrid centenares de contadores florentinos pero ¿dónde se hallará uno que a éste puede compararse? Las doce tablitas que lo decoran -delicadas escenas mitológicas- parecen debidas al pincel de Correggio. Los bronces, cincelados a mano, no tienen rival ni por el dibujo ni por la ejecución. Las incrustaciones y realces son de piedras preciosas, ágatas, lázuli, coralinas. Las columnitas del templete central, cristal de roca tallado, y la encantadora figurina central, la Venus, de oro puro, con cinturón de pedrería. La riqueza de los materiales se olvida ante los primores de la labor artística, del Renacimiento, ante la armonía de los tonos intensos y sombríos de metales y piedras, con el suave colorido de las magistrales pinturas. El conde las detallaba embelesado.

    Había en su gozo algo de ese sentimiento inicuo, pero profundamente humano, que puede llamarse así: el triunfo de la supervivencia. Venadura sería más inteligente, convenido, pero ya se pudría en la Sacramental... y era Montiel quien disfrutaba del hermosísimo contador, con ansias de dueño celoso. ¡Después de envidiarlo tantas veces, estaba allí, allí! En los cajones iba Montiel a guardar sus papelotes, su correspondencia, inmediatamente, tomando plena posesión de «lo suyo»,

    Abrió la puerta del templete con la linda llave trabajada como una joya: la puerta giró, y se descubrió el interior, que olía vagamente a finas maderas, a cedro y ciprés. Experto en los misterios de tales muebles, Montiel adivinó, allá detrás un «secreto». La pared del fondo del templete estaba hueca y debía de girar. Apoyó la yema del dedo, se esforzó un poco... ¡Efectivamente! La chapa de madera se arrolló sobre sí misma, y descubrió el escondrijo y el inevitable paquete de cartas. Sonrió Montiel, con la sonrisa de los viejos, que es una mueca hecha al pasado, y tomó los ya amarillentos papeles. «Hola, hola... Conque Luisín...». La letra le sorprendió de tanto como la conocía. Se frotó los ojos. Tardó más de un minuto en comprender. «¡Estaré delirando...!». Era letra de la condesa, su letra «de antes», cuando tenía firme el pulso, clara la vista, roja y fuerte la sangre...

    Desató el paquete y leyó a saltos, al azar. Lo inmenso de la traición le aturdía: era, en su género, cosa tan extraordinaria como el mueble. ¡Decir que jamás le había cruzado por la imaginación la sombra de una sospecha! A su ceguera aludían reiteradamente las cartas, que respiraban seguridad absoluta. Organizado, tranquilo, envuelto en precauciones hábiles, el ultraje vivía en su hogar, le acompañaba a la mesa, a paseo, al teatro, disfrazado de amistad y parentesco. Detalles horribles surgían de la lectura, latigazos que le azotaban el rostro. Sus pupilas se inyectaban; crispábanse sus puños. ¡Matar! Y resolvía el modo. De noche, al retirarse a su cuarto, sobre la sien de su mujer el cañón de las pistolas de duelo, inglesas, que estaba viendo relucir en la panoplia. ¿Qué? ¿No era justo? ¿Merecía más ni menos la que todavía la víspera nombraba cariñosamente a «aquel pobre Luis»?

    Paseando por el cuarto con agilidad y rapidez de mozo, el conde se detuvo ante el mueble. A pesar suyo, volvió a complacerse en su belleza. Por instinto lo cerró, ocultando en el secreto los papeles malditos. Así que desaparecieron, sintió que su ira, de pronto, se calmaba y se abatía su valor, su resolución de héroe calderoniano. El cansancio de la vejez se sobrepuso. ¡Polvo y ceniza todo! ¡Polvo y ceniza el ofensor, polvo y ceniza, en breve, la ofensora y el ofendido, polvo cuanto nos rodea...! ¡Viejos ya, viejos, de piernas temblonas, de blando pecho, de ojos marchitos, de labios sin turgencia, de manos arrugadas, flácidas, muertas para la caricia y para el golpe! ¡Ridículo ayer por el engaño, más ridículo hoy por la venganza! Y la casa en confusión, y los criados llenos de terror, y la justicia, y los periódicos, y las burlas de los «amigos», y tanto frío como hará en la cárcel! Suspiró; echó la llave al mueble, y sentándose en un sitial de guardamesí se dedicó a mirar el contador otra vez. El placer de poseerlo, una especie de desquite de ultratumba, le invadió el alma. ¡Pobre Luis! Que descanse, que descanse en el helado nicho... El conde pensó en su dulce casa, en las estufas, en la comida sana y sabrosa, en la tertulia al brasero. «Esta tarde les diré a los otros que vengan a ver mi contador»...




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