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    Emilia Pardo Bazán

    El disfraz

    La profesora de piano pisó la antesala toda recelosa y encogida. Era su actitud habitual; pero aquel día la exageraba involuntariamente, porque se sentía en falta. Llegaba por lo menos con veinte minutos de retraso, y hubiese querido esconderse tras el repostero, que ostentaba los blasones de los marqueses de la Ínsula, cuando el criado, patilludo y guapetón, le dijo, con la severidad de los servidores de la casa grande hacia los asalariados humildes:

    -La señorita Enriqueta ya aguarda hace un ratito... La señora marquesa, también.

    No pudiendo meterse bajo tierra, se precipitó... Sus tacones torcidos golpeaban la alfombra espesa, y al correr, se prendían en el desgarrón interior de la bajera, pasada de tanto uso. A pique estuvo de caerse, y un espejo del salón que atravesaba para dirigirse al apartado gabinete donde debía de impacientarse su alumna, le envió el reflejo de un semblante ya algo demacrado, y ahora más descompuesto por el terror de perder una plaza que, con el empleíllo del marido, era el mayor recurso de la familia.

    ¡Una lección de dieciocho duros! Todos los agujeros se tapaban con ella. Al panadero, al de la tienda de la esquina, al administrador implacable que traía el recibo del piso, se les respondía invariablemente: «La semana que viene... Cuando cobremos la lección de la señorita de la Ínsula...» Y en la respuesta había cierto inocente orgullo, la satisfacción de enseñar a la hija única y mimada de unos señores tan encumbrados, que iban a Palacio como a su casa propia, y daban comidas y fiestas a las cuales concurría lo mejor de lo mejor: grandes, generales, ministros... Y doña Consolación, la maestra, contaba y no acababa de la gracia de Enriquetita, de la bondad de la señora marquesa, que le hablaba con tanta sencillez, que la distinguía tanto...

    Todo era verdad -lo de la sencillez, lo de la distinción-, pero la profesora no por eso se sentía menos achicada -hasta el extremo de emocionarse- cuando la madre de esa alumna, siempre vestida de terciopelo, siempre adornada con fulgurantes joyas, le dirigía la palabra, le hablaba de música... Porque la marquesa de la Ínsula, que no sabía ni cuáles eran las notas del pentagrama, disertaba a veces con verbosidad, repitiendo lo que oía decir a los entendidos en su platea. Y doña Consolación, sin enterarse de lo que explicaba aquella voz tan suave, a menudo imperiosa en su dulzura, contestaba indistintamente.

    -Verdad... Así es... No cabe duda... Tiene razón la señora...

    ¡Si por culpa de la tardanza perdiese la lección! ¡Si, al verla entrar, la marquesa hiciese un gesto de contrariedad, de desagrado! El corazón fatigado de la profesora armaba un ruido de fuelle que la aturdía... Se detuvo para tomar aliento. Y, en el mismo instante, oyó que la llamaban con acento cordial, afectuoso. Era su discípula.

    -¡Doña Consola! ¡Doña Consola! -repetía la niña, en el tono del que tiene que dar una noticia alegre-. Venga usted... ¡Hay novedades!

    «Doña Consola» corrió, no sin grave peligro de enganche y caída. La marquesa, llena de cortesía, se había levantado, de lo cual protestó la maestra, exclamando:

    -¡Por Dios!

    La chiquilla batía palmas.

    -¡Mamá, mamá, díselo pronto!...

    -Dame tiempo... -contestó risueña la madre-. Doña Consolación, figúrese usted que deseamos... Vamos a ver: ¿no tiene usted muchas ganas de oír Lohengrin?

    -Yo...

    La profesora se puso amoratada, que es el modo de ruborizarse de los cardíacos.

    -Yo... ¡Lohengrin! ¡Ya lo creo, señora! -prorrumpió de súbito, en involuntaria efusión de un alma que hubiese podido ser artista si no fuese de madre de familia obligada a ganar el pan de tres chiquitines-. ¡Ya lo creo! Sólo una vez oí una ópera... ¡y hace tantos años ya! ¡Y Lohengrin! Se dice que lo cantan divinamente...

    -¡Oh! ¡Ese Capinera! ¡Y la Stolli! ¡Si es un bordado! Bueno; pues se trata de que esta noche tenemos dos asientos...

    El amoratado fue morado oscuro. ¿Estaría soñando? ¿La convidaban al palco? ¿Al palco, con la marquesa?

    -Son dos butacas que le han enviado a nuestro jefe -prosiguió la dama-, y yo no sé por dónde lo ha sabido este diablillo de Enriqueta, que además ha averiguado que el jefe no quiere aprovechar esas localidades, ni para sí ni para su hijo; ¡prefieren irse a Apolo!... Y ha sido su discípula de usted quien ha pensado en seguida...

    -¡Mil gracias, Enriquetita!... ¡Mil gracias, señora! -balbució la maestra, ya recobrada de su primera emoción-. Agradezco tanta bondad, y disfrutaría mucho oyendo la ópera, que no conozco sino en papeles...; pero ni mi esposo ni yo tenemos ropa..., vamos..., como la que hay que tener para ir a las butacas del Real.

    -¡No importa! -gritó Enriqueta, que no renunciaba a su benéfico antojo-. Mamá le da a usted un vestido bonito... ¿No lo dijiste? -añadió, colgándose del cuello de su madre como un diablillo zalamero, habituado a mandar-. ¿No dijiste que aquel vestido que se te quedó antiguo, de seda verde? ¿Y el abrigo de paño, el de color café, que no lo usas? ¿Y ropa de papá, un frac ya antiguo, para el marido de doña Consola?

    -Sí, todo eso es verdad -confirmó la marquesa-. Y si doña Consolación no tiene inconveniente...
    La profesora no sabía lo que le pasaba. Ignoraba si era pena, si era gozo, lo que oprimía su corazón enfermo y mal regulado. Pero Enriquetita, tenaz, aferrada al capricho bondadoso y a la diversión de la mascarada, insistía.

    -¡Doña Consola! ¡Doña Consolita! Mire usted que lo pasará divinamente. Verá: mandamos un recado a su señor esposo, y le traen en un coche. Usted ya no se va. Les darán de cenar aquí. Toinette les viste...

    -¿También va Toinette a vestir al marido de doña Consolación? -preguntó la marquesa, contagiada del buen humor de la chiquilla.

    -No; quise decir que Toinette la viste a usted, y a su marido le viste Lino, el ayuda de cámara de papá. ¡Ande usted, diga que sí!... Luego les tomamos otro coche, ¿no dijiste que se lo tomabas mamá?, y se van ustedes al teatro.

    La marquesa hacía señales de aprobación, y, entre tanto, la maestra meditaba... ¡Desnudarse delante de aquella Toinette, la doncella francesa, remilgada y burlona, que vería la ropa interior desaseada, los bajos destrozados, el corsé roto, de pobre dril gris! ¡Mostrar los estigmas de la miseria sufrida heroicamente, la flojedad de las carnes, que olían al sudor enfriado de tantas caminatas hechas a pie, por ahorrarse los diez céntimos del tranvía! ¡Enseñar su faldilla de barros, con el desgarrón, que no había tenido tiempo de remendar! Una vergüenza, una humillación dolorosa, la impulsaban a gritar: «No, no iré; no me vestirán de carnaval con la librea de lujo...» Pero los ojos preciosos, límpidos, de Enriqueta expresaban tan buena voluntad, tal afectuoso empeño de proporcionar a su profesora, por una noche, los goces de los privilegiados, que doña Consolación tuvo miedo de negarse a aquella humorada o gentil travesura. «Pueden quedar descontentos... Puedo perder esta lección de ricos, los dieciocho duros al mes, casi tanto como gana Pablo con su empleo...» Y en voz alta, tartamudeó:

    -Pues lo que quiera Enriquetita... Lo que quiera...

    Dos horas después estaba vestida y peinada doña Consola. Sobre su ropa blanca, perfumada de foin, crujía la seda musgo del traje, antiguo para la elegante marquesa, en realidad casi de última moda, primorosamente adornado con bordados verde pálido y rosas en ligera guirnalda; en la cabeza, un lazo de lentejuela hacía resaltar el brillo del pelo castaño, rizado con arte. Las mangas de la almilla de algodón habían estorbado, porque la manga del traje terminaba en el codo; pero Toinette, con alfileres, lo arregló, y la maestra lucía guantes blancos, largos, que le hacían la mano chica. Enriqueta bailaba de contento. No hacía sino contemplar a su profesora y repetir:

    -¡Si se ha vuelto tan guapa! ¡Si no parece la de los demás días!

    Bajaban la escalera interior doña Consolación y su consorte, para meterse en el cochecillo, y apenas se atrevían a mirarse; tan raros se encontraban, él de rigurosa etiqueta, envarado; ella, emperifollada, sintiéndose, en efecto, bonita y rejuvenecida dos lustros... Al arrancar el simón, el marido murmuró, bajo y como si se recatase:

    -¿Sabes que me gustas así?

    Y ella -pensando que al otro día iba a recobrar sus semiandrajos, su traje negro, decente y raído, y que la vida continuaría con los ahogos económicos y físicos, las deudas y los ataques de sofocación al subir tramos de escaleras- se echó en brazos de él y rompió en sollozos.




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