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    Emilia Pardo Bazán

    El enemigo

    El día en que por primera vez vestí el uniforme fui, ante todo, a visitar a mi tía Flora, que en cierto modo me había servido de madre. Entré pavoneándome, y ella me tendió sus brazos flacos y sus labios marchitos.

    -Estás muy guapo, Fermín. ¡Vas a hacer muchas conquistas!

    Se levantó, abrió un escritorio antiguo en que brillaban bronces y, caída la curva tapa de un cajoncillo, sacó un rollo envuelto en papel de seda. Eran centenes... Siempre a ración de dinero, que mi tutor me regateaba, me alegraron las pajarillas aquellas monedas de oro. ¡Al fin podría probar fortuna en el juego! De todas las tentaciones que acometen a la juventud, ésta era la única que latía en mis venas, impetuosa. Sentía una inexplicable corazonada; estaba seguro de ganar, de ganar sin tino, apenas arriesgase la aventura. Mi tía vio la emoción que me causaba su regalo, y con inquietud, dándome cariñosa bofetadita, me preguntó:

    -¿Qué pensamos hacer con ese dinero? ¿Calaveradas?

    Y como yo balbuciese no sé qué, añadió maternalmente:

    -No creas que soy una vieja rara... Ya sé que los muchachos han de divertirse; es muy natural... Lo único que te encargo es que no entre en tus diversiones el juego, ¿entiendes?

    Me estremecí. Sin duda, aquella señora, alejada del mundo y candorosa como una monjita recoleta, leía en mi pensamiento, presentía lo no realizado aún...

    Haciéndome sentar en una poltrona deslucida, de rico Aubusson, se dispuso a continuar la plática:

    -El juego -declaró enfáticamente- es una cosa en que interviene el Enemigo. ¿No lo crees? ¿Eres escéptico, Fermín? Mira que te lo digo hoy, en una ocasión para ti señalada, cuando estrenas tu uniforme y contraes el deber de ser cristiano y caballero. No dejes que el Enemigo se apodere de ti. Andará a tu alrededor, de seguro, rondando y olfateando presa.

    Y como una sonrisa, teñida de ironía suave, jugase en mis labios, que apenas sombreaba un bozo juvenil, ante aquella afirmación de la presencia y actividad del Enemigo, tía Flora insistió, con una especie de angustia que me causó extrañeza:

    -Tú no lo sabes, niño; pero él está en todas partes. Nos acecha, nos espía en la sombra. Así que nos ve flaquear, nos acomete.

    Mi sonrisa, levemente irónica, se convirtió en franca risa. Estrujé a mi tía en un abrazo.

    -Aquí tengo yo un sable, una hoja afilada, para, ¡zas!, descabezar al Enemigo... Que venga, y le rebano el pescuezo...

    En vez de compartir mi humorismo, la señora suspiró hondamente. Una lucha interior se reflejó en su cara, donde aún quedaban vestigios de belleza. Me miró ansiosa, vacilando.

    -Dame tu palabra de honor de conservar en el mayor secreto lo que voy a decirte... Palabra de caballero, ¿lo oyes?

    Su voz, que temblaba como hilillo de agua goteando de una fuente medio seca, se hizo más enérgica al exigir el juramento.

    -Te lo voy a referir, a ver cómo tú te lo explicas... Fíjate que se trata de tus padres, de mi pobre hermana... Si viviesen, no me atrevería... Ya están en el mundo de la verdad... Ellos saben mi intención...

    Después de una pausa ansiosa, añadió:

    -¿Te acuerdas de Andrés, de tu padre? Siempre le habrás visto abatido, metido en sí... Y mi hermana, notarías que hasta tenía como miedo de hablar...

    Mi infancia, de pronto, se evocó. Resurgían las amadas figuras: el padre, sentado, silencioso, ante una mesa donde se hacinaban papeles que no examinaba y libros que no leía; la madre, rondando la habitación, mirando con disimulo al través de la puerta, alocados los ojos, descolorido el semblante. Y el ambiente de pena que entenebrecía la casa, y las voces de los criados, que hablaban bajo, como se habla donde hay un enfermo grave o un difunto.

    -Sí, sí te acuerdas -afirmó tía Flora-. Lo que no sabes es la causa... Casi nadie la supo. Y si la supiesen, no la creerían. ¡La gente no ve sino la cáscara de los hechos! Desde luego, Fermín, tu padre, no era malo; pero muy débil de voluntad y muy aficionado al juego, lo peor de todo...

    Me estremecí. ¿No llevaba yo en la masa de la sangre esa misma afición? ¿No estallaría, como sale a la piel la oculta gangrena, un día u otro?

    -Hay que hacerle justicia -prosiguió mi tía-. Luchaba con su tendencia al vicio, y se contenía, hasta que un primo nuestro, Fadrique Remisa, casi jugador de oficio, vino a establecerse en Madrid. Desde el primer momento adquirió influencia decisiva sobre tu padre. Salían juntos, pasaban el día juntos, y tu madre empezó a verse abandonada o poco menos. Notaba con terror que se vendían fincas, que vuestra fortuna se deshacía como la sal en el agua, y supo que el primo ganaba lo que tu padre perdía sin cesar. Era como un duelo, en el cual las estocadas herían a tu padre invariablemente. Avanzaba el peligro de que os viésemos reducidos a la miseria, y diariamente tu madre venía a mi casa a llorar, a pedirme consejo, a comunicarme mil planes insensatos. La última vez me dijo lo que vas a oír: «Yo no sé qué hacer», y juntaba las manos como las tienen las efigies de la Dolorosa. «Mi hijo va a verse sin un pedazo de pan. Andrés ha echado ya a la hoguera la mayor parte de nuestra fortuna. Le he hablado al alma, me he arrodillado, le he presentado al niño... Nada, insensible... He ofrecido misas, he acudido a todos los santos, he pasado en vela, rezando, una noche... Y Dios no me escucha. Andrés, cada vez más despeñado por el camino de esa afición maldita... Al verle, ¿qué dirás que hice? ¿A que no lo adivinas? No, no puedes adivinarlo, porque es preciso hallarse en mi estado de ánimo, en la situación moral en que me encuentro yo hace días, para que idea semejante cruce por la imaginación. ¡Se necesita la desesperación, Flora, se necesita...!», repetía con un acento y unos gestos que no te los sé pintar. «¡Bah! -exclamé tranquilizándola-. Cosa mala no la habrás hecho tú, pobrecita mía...». «¡Sí la hice, sí! ¡He invocado al Enemigo! ¡Me he puesto en sus manos! ¡Le he pedido auxilio! ¡Ya ves, ya ves lo que pasa cuando está uno trastornado por la pena!». «Bueno, pues no te apures -consolé yo-. ¡Lucifer no te hará caso!». Tengo presentes, hijo mío, todos los pormenores -prosiguió la señora, que al ver la atención creciente, dolorida, con que yo la escuchaba, iba dramatizando su historia-. A la mañana siguiente de esta conversación, veo llegar de nuevo a tu madre, medio loca. «¿Sabes lo que pasa? ¿Lo sabes?», gritó, encarándose conmigo, en voz ronca y que apenas se entendía. «¡Ha perdido más Andrés! -supuse-. ¡Estáis completamente arruinados!». «¡Al contrario, al contrario! ¡Ojalá fuese eso! ¡Ha ganado todo lo que antes tuvo que pagar a Fadrique! Ha ganado sumas enormes, más de lo que Fadrique pudo pagarle, ¡mucho más!... Fadrique firmó pagarés, se comprometió de todas maneras, y lo mismo que él, otros dos o tres jugadores... Somos más ricos que nunca... No te alegres... ¡Fadrique, hoy, al amanecer, se ha pegado un tiro en la cabeza!».

    Mi tía calló. Yo miré alrededor. Experimentaba misteriosa sensación de algo que, en los rumores sombríos de la anticuada sala, se alzaba en incierta forma; chispas fosfóricas resplandecían entre el negror confuso. Iba cayendo la tarde, y los últimos reflejos del sol arrancaban luminosidades a los objetos dorados, a los cristales de la araña de La Granja, a una lámpara y un vaso de Venecia. En las pinturas devotas que adornaban la pared, una cabeza, un brazo torturado, emergían del fondo de betún.

    -Me consta -añadió la tía Flora- que tu madre hizo penitencia, arrepentida de su voto impío... Me consta que jamás se consoló tu padre, y que a los dos la tragedia les abrevió la vida. No sé si hice bien en enterarte de este caso... Si hice mal, que ellos me perdonen...

    Una lágrima árida rodó por las consumidas mejillas de la señora, y yo la sequé con mis labios filiales.

    -Has hecho bien, tía Flora. No sabes lo bien que has hecho. No se me olvidará tu confidencia. No tengas remordimiento ninguno...




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