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    Emilia Pardo Bazán

    El error de las hadas

    Se encontraron las dos hadas a orillas de una presa de molino, la más encantadora que puede soñarse. El agua era fina, pura, bajo el espumarajeo que levantaba la rueda, y en la superficie, en los momentos de calma, las efímeras, en un rayo de sol, tejían sus contradanzas, y las argironetas o arañas acuáticas jugaban, con sus luengas patitas, a ver quién rasaba el agua con más agilidad y presteza. Espadañas lanceoladas y poas de velludo marrón revestían las márgenes. Flores no había, porque era invierno; caía la tarde del 31 de diciembre.

    Al verse, las hadas se sonrieron como buenas amigas. Representaban, sin embargo, dos cosas en apariencia inconciliables: la una era el hada de la vida, y la otra el hada de la muerte.

    -Hemos llegado al mismo tiempo -dijo la rosada a la pálida-. ¡Y cuidado que tenemos quehaceres las dos! Crece tanto el género humano, que no se sabe cómo hacer para atender a todo. Yo he solicitado del Ser Supremo unas hadas auxiliares...

    -¡Qué casualidad! -exclamó la descolorida-. Yo lo mismo. Pero, a pesar de eso, no puedo descansar ¡buenas cosas harían si me descuidase! He de andar siempre vigilando, y a ti, hermana, te sucederá dos cuartos de lo mismo.

    -¡Vaya! ¡Cualquiera se fía! Hay que ocuparse en persona, sobre todo en caso como éste. Ahí, detrás de esta puerta carcomida, en el molino antiquísimo de la Eternidad, va a expirar el año viejo y a nacer el nuevo. La pobre, caduca Eternidad (entre nosotros sea dicho, hermana), creo que ya no está para estos trotes. ¡Muchos años dura la faena de la infeliz! Nadie ha podido contar el número de sus hijos: mejor se contarían las arenas del mar y el polvillo cósmico del firmamento...

    -Pues el caso es que parece una muchachita, declaró alegremente el hada de la vida.

    -¡Sí, fíate de apariencias!, marmoteó la fúnebre.

    Decidiéndose, cogidas de la mano -que la de la vida tenía ardorosa y la otra como un témpano-, penetraron en el molino. Al lado de la piedra enorme, que giraba incesante, moliendo, en vez de trigo, la harina gris del tiempo, veíanse dos lechos, y postrados en ellos, y gimientes, a un viejo desdentado, de barbazas fluviales, de arado semblante y de brazos que parecían hechos de cordeles retorcidos con todos los estigmas de la senectud en el cuerpo, sacudido ya por el hipo de la agonía, y a una mujer que también se quejaba, pero con el quejido fecundo y vital de las madres. Aunque era la Eternidad, en efecto, su sonrisa mostraba una gracia juvenil, y sus ojos brillaban con astrales fulgores. Era la eterna engendradora, la que guarda las llaves de oro de lo pasado y lo venidero. Los paños en que se envolvían estaban tejidos de luz.

    Acudió cada una de las hadas a su respectivo paciente. El hada de la vida animó a la Eternidad con palabras cariñosas, con la esperanza de que el nene que iba a venir al mundo sería tal vez el Mesías de los años, que trajese a la Humanidad bienes sin cuento, una era de prosperidad y gloria, inventos científicos redentores, y, de propina, el buen sentido y la moderación propios de la edad adulta. Y la madre, halagada, sonreía, en medio de sus dolores.

    En cuanto al hada de la muerte, trataba de consolar al vejestorio, que se finaba por puntos entre toses, flemas atravesadas, disneas, colapsos -los feos síntomas que preceden y acompañan al paso de la Seca-. Decíale que nada de malo tenía eso de morir, cuando se ha cumplido la misión que nos estaba encomendada; y el viejo protestaba, rabioso:

    -¿De dónde saca usted que he cumplido yo misión alguna? ¡Pues si todo queda por hacer! ¡Trabajo le mando a mi sucesor!... Y, además, ¿qué hemos de esperar de un chiquillo, de un mamón? ¡Bonito andará todo, señora hada! ¡Habrá que alquilar balcones!

    Entretanto, las horas corrían, las tinieblas invadían los sombríos ámbitos del molino eterno, y las hadas tuvieron que encender, para alumbrarse, unos humosos candiles pendientes de la pared. La dudosa luz hacía más triste la escena. La parturienta, rendida, ya no tenía ni fuerzas para quejarse, y el vestiglo, exánime o poco menos, no exhalaba, sino un gemido sordo, flébil, y, últimamente una especie de soplo estertoroso. Las hadas renunciaron a consolarles, y se limitaron a humedecerles los labios con un poco de agua, mientras llegaba el momento del descanso.

    Fuera, todo dormía, bajo la luz de la magnífica luna de invierno y el velo frígido de la escarcha. El silencio era augusto: se diría que una expectación profunda dominaba a la naturaleza. Pero, augusto y todo, el silencio tiene la virtud de convidar al sueño, y he aquí que las dos hadas, viendo a sus pacientes sumidos en un estado comatoso, y hallándose, como siempre, fatigadísimas de la incesante labor, sintieron la tentación de cabecear una miaja. No, si aquello no se llama dormir... Apenas fue quedarse traspuestas medio segundo. Un clamor agudísimo de la Eternidad las despertó, aturdidas, entre la semioscuridad, equivocaron la dirección de sus pasos, y he aquí que, por tan levísimo descuido, el hada de la vida tomó en brazos al año viejo, y la de la muerte, al niño que acababa de nacer...

    Cuando se dieron cuenta del error, se quedaron petrificadas. En el brazo del hada de la vida, el año próximo a expirar había recobrado la plenitud de sus fuerzas, y se erguía, vigoroso, sonriendo, resucitado. Y, en cambio, al estrecharle el hada de la muerte, el año nuevo se extendió rígido, cerrando los ojos que no habían visto la luz, y sin respiración la boca, que nunca recogería el aire...

    -¡Buena la hicimos, hermana!, murmuró aterrada el hada de la vida.

    -¡Buena!, repitió la del reposo letal.

    -¿Y cómo se arregla este desavío?

    -Muy sencillo -sugirió la de la vida, que tenía más recursos de imaginación-. El año viejo se disfraza de año nuevo; pasa por flamante, y con tal que él calle..., ¿quién se entera? Y a este angelín que vino muerto al mundo, lo echamos a la presa del molino...

    -Tienes razón... ¡Gran idea!... ¡Pero que no lo sepan las hadas auxiliares! ¡No se reirían poco de nosotras!

    Y he aquí por qué pudo decirse el año aquel que todo seguía lo mismo; que nada había cambiado en el mundo.




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