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    Emilia Pardo Bazán

    Un diplomático

    Entró la camarera, bandeja de plata en mano, y presentó a la duquesa el correo. Había en él periódicos franceses, Ilustraciones metidas en su fino camisón de seda, dos o tres cartas de satinado sobre y heráldico timbre, y, nota desaliñada en aquel concierto, otra carta más, cerrada consigo misma, sellada con obleas verdes, regado de gruesa arenilla el sobrescrito.

    Quizás la propia extrañeza que le causó ver tan tosca misiva moviese a la duquesa a echarle mano, anteponiéndola a las demás; pero aun no bien puso los ojos en ella, cuando dijo festivamente:

    -¡Si es para el ama!... Que venga, que tiene carta de sus padres.

    La camarera salía ya, y la duquesa añadió con mucho interés:

    -Que traiga la chiquitina... Que la traiga abrigada; hoy es un día fresco.

    Pocos minutos tardó en menearse el cortinaje de brocado crema sobre fondo azul y en oírse un tlin... tlin... de menudos cascabeles, y antes de que asomase la fornida persona del ama, la duquesa sonrió a una manecita pálida, hoyosilla: una manecita de diez meses que esgrimía un sonajero de plata.

    -¡Vente, angelote..., a mamá..., mil besos!

    -Mmiií -gorjeó la criatura, palpando con afán el medallón de turquesas y brillantes que resplandecía sobre la bata de negro terciopelo de la dama, mientras las caricias de ésta, como golosas moscas, se le posaban sobre el cuello, frente y ojos.

    -Está descolorida, ama..., está ojerosita... ¿Cómo ha dormido? ¿Qué dice miss?

    -Miss dice..., es decir, no dice nada...; ¡ay!, sí, dice que también allá por su tierra los chiquillos, cuando andan con dientes..., ya ve ucencia..., rabian de Dios y se ponen esmirriaditos.

    Alzó levemente los hombros la duquesa, como indicando: «Buen par de apuntes estáis tú y miss». Y hablándose a sí misma, murmuró:

    -Sánchez del Abrojo no debe tardar... ¡Ah! -pronunció ya con voz más fuerte-, ama, aquí hay carta de tu casa...

    En vez de alegrarse, se obscureció el semblante del ama, moreno, tostado y recio, cual los molletes de pan de su país.

    -¡Y qué dirá ahí, ucencia! -suspiró sin extender la mano para tomar la epístola-. Nunca por cosa buena escriben.

    -¡Qué sé yo, mujer! Te hablarán de tu madre..., del chico que te dejaste..., de las vacas, ¿eh?, ¡o te pedirán dinero! Anda, toma, sal de dudas.

    -Ucencia ha de dispensarme...; como yo no sé de letra..., y en la cocina a lo mejor se burlan de las cosas que me cuenta el señor padre, que es quien pone las cartas... -suplicó el ama, medio enternecida ya.

    -Vamos, querrás que te la lea, ¿no es eso?

    -Si ucencia se quiere molestar...

    Al decir esto se apresuró a coger la niña, que por su parte no anduvo reacia en irse a los robustos brazos del ama, la cual, previo un «con el permiso de ucencia...», desabrochó el justillo, alzó el pañuelo de vivos colores que se cruzaba sobre su seño de Cibeles, y metiendo en la boquita del ángel lo que éste más deseaba, volvió a cubrirse con tanto recato como si delante de un regimiento se encontrase. Rasgó la duquesa el tosco sobre, y aún no lo había desdoblado, cuando se oyeron pisadas de botas rechinantes y varoniles en el pasillo, y una faz correcta, patilluda, apareció entre los pliegues del cortinaje, y una voz que apoyaba mucho en las erres preguntó:

    -¿Estás visible, hija? ¿Puede entrar Sánchez del Abrojo?

    -Adelante, adelante, doctor... ¡Pues ya lo creo! Pensando estaba en él ahora mismo.

    Hízose atrás el duque para dejar pasar primero al doctor, según manda la cortesía, y ambas notabilidades (cada uno de los recién entrados lo era en su género) se adelantaron hacia el rincón del gabinete, donde se destacaba la airosa cabeza de la duquesa sobre un fondo de aterciopelado follaje de begonias.

    El duque, aunque frisaba en los cincuenta y seis, era derecho, elegante, distinguidísimo hasta en su lucia y limpia calva; usaba no sé qué cintajo en el ojal, y podría usar, amén de las hidalgas veneras de Alcántara y Santiago, que ya de casta le venían, como dos docenas de insignias de órdenes nacionales y extranjeras, de las más ilustres, concedidas por diferentes gobiernos en justa recompensa del tino y acierto con que durante su ya larga carrera diplomática había desempeñado arduas y peliagudas misiones, y enredado los cabos de más de veinte madejas políticas, que el demonio que las devanase. Ostentaba el duque en su despacho, y enseñaba con orgullo, además de las condecoraciones, pieles de zorro azul, regaladas por el zar, el collar de esmaltes de una momia, obsequio del jedife, y un sable japonés de abrirse el vientre, con pedrerías en la empuñadura, gracioso donativo del mikado.

    En estos títulos fiaba el duque para obtener en breve la embajada más importante quizás de Europa.

    Por lo que hace a Sánchez del Abrojo, regordete, sanguíneo, de chispeantes ojos negros, era un médico a la moda, que curaba con su ciencia a la mitad de los enfermos, y con su animación y energía a la otra mitad..., siempre que tuviesen cura, por supuesto.

    Mientras la duquesa entablaba con el galeno animadísimo diálogo, el duque se acercó al ama, y se inclinó con cierta familiaridad, no exenta de señorío, para ver el rostro de la niña, que maldita la gana que tenía de enseñárselo.

    -Golosilla..., ¡hola!, estamos tragando, ¿eh? ¿Qué tal se porta, ama? ¿Qué tal se porta?

    Y sin esperar la respuesta, volviose a su mujer y al doctor.

    -¿Le explicas a Sánchez lo de la chiquitina? Amigo Del Abrojo, esta nena, con sus dientes, nos da en qué pensar. ¡Oh!, y tanto como nos da. Estamos preocupadísimos.

    -Ya se ve, única y tardía... -respondió el médico, mientras calculaba para su sayo, tan involuntariamente como el matemático suma dos cifras que ve una debajo de otra, las probabilidades de ulterior sucesión que podía tener aquel matrimonio-. ¿Y qué dice el ama? -añadió en alta voz.

    -El ama... -murmuró la duquesa, y recordando de súbito la carta, que aún conservaba en la mano, exclamó-: A propósito, permítanme ustedes... Un instante... Lo prometido es deuda.

    -¿Qué es eso? ¿Qué carta es esa tan rara? -interrogó el duque.

    -Del ama, de Jacinta... Le prometí que se la leería. Es de su gente...

    -Si quieres ahorrarte el trabajo..., yo me encargo, hija -pronunció con magnánima sonrisa el duque.

    -No, gracias...

    La duquesa, por instinto, oprimió la carta.

    -Pero si es una niñería que te empeñes en molestarte... Eso estará escrito en chino.

    -Si ustedes quieren que yo... -exclamó oficiosamente Sánchez del Abrojo.

    -No, yo he de ser -declaró la duquesa con firmeza.

    Y diciendo y haciendo, comenzó la lectura:

    -«Mi amada y estimada hija Jacinta...».

    -Repare usted la ortografía de esa pobre gente, Sánchez -murmuró por lo bajo el duque, que se inclinaba sobre el hombro de su esposa deletreando-. ¡Ponen Jacinta con G! ¿Es gracioso, no?

    -«Jacinta..., me alegraría que al recibo de estas cortas letras...».

    -Etcétera. Siempre comienzan así: es ya una fórmula consagrada -explicó gravemente el duque-. ¿A que añade: «... te halles con la cabal salud que yo para mí deseo»?

    -«... La mía buena, a Dios gracias... -prosiguió la duquesa-. Con dolores de mi corazón y alma, estimada hija, tengo que participarte la mayor desd...».

    La duquesa, por cuyo rostro se extendía leve palidez, sufrió, llegando a este párrafo, un acceso de tos.

    -¿Ves como no entiendes la letra, María? Yo continuaré. «... desdicha que Dios fue servido de mandarnos... y que tu afligida madre y padre y tío Antón tienen el honor de partici...».

    -Te suplico -gritó la duquesa con sorda angustia- que me dejes acabar..., ¿entiendes?

    -¡Ay, ucencia, por la Virgen Santísima! ¿Qué desgracia será ésa? -interrogó el ama, cuyo color de figura de barro cocido se trocaba en palidez de granito recién labrado.

    -Verás, mujer..., no te asustes, si no es nada... «... el honor de participarte..., pues sabrás, estimada hija de nuestro cariñoso amor, como ayer se mu..., se murió el novillo nuestro...».

    -¡Novillo! -dijo pensativa el ama-. En casa no había sino dos vacas...: la blanca y la roja.

    -Lo comprarían... -replicó la duquesa, respirando como si suspirase-. Vamos, pues eso no vale la pena, ama... «Todos estamos traspasados de puñales...». Bien, se comprende; para vosotros es una gran pérdida... Yo te daré con qué comprar dos o una pareja de bueyes... ¡Ea!

    -¡Viva ucencia mil años, y nunca las manos se cansen!... ¿Qué pone al último?

    -«Consérvate como un repollo de sana... Cuida bien a esa infanta de las Españas que estás criando...». ¡Ah!, y que les mandes diez duros, si puede ser. Irá eso y mucho más.

    -Ahora -dijo el diplomático, recogiendo con impensado movimiento la carta de manos de la duquesa- permíteme que vea la ortografía... Si es divertidísima. ¡Calle! -exclamó sin hacer caso de los desesperados ademanes de su mujer-. Bien dije yo que no era para tus ojos esta letra, María querida... Si aquí no habla de novillo... No; donde leíste novillo, hay escrito chiquillo... ¡Esos signos paleográficos no son para usted, señora duquesa! No me haga usted señas... ¡Pues si los diplomáticos, por oficio, tenemos que saber leer cosas más peliagudas! Chiquillo. ¿Ve usted, Sánchez? «Se murió el chiquillo tuyo... ¡Todos estamos traspasados de puñales!...».

    Pronta como el rayo, se precipitó la duquesa hacia Jacinta y le arrancó de los brazos la tierna criatura, que rompió en tristísimo llanto al soltar la ubre. Era tiempo. Un grito ronco salió de la comprimida garganta del ama; puso los ojos en blanco; sus facciones amoratadas se descompusieron, y leve espuma apareció en sus labios morados. A pesar de los esfuerzos de Sánchez del Abrojo para sostenerla, se desasió y rodó al suelo, retorciéndose con la desesperada elasticidad de la convulsión. La duquesa se colgó de la campanilla, mientras con el brazo izquierdo apretaba contra su corazón a la criatura desconsolada.

    -Vea usted -decía algún tiempo después Sánchez del Abrojo a su compañero el doctor Cortadillo, en ocasión que salían juntos de San Carlos-: yo lo he creído siempre: es preferible, es más lucido, desde el punto de vista del pronóstico, trabajar sobre un viejo que sobre un chiquillo. La patogenesia del niño es dificilísima, especialmente mientras lacta, mientras vive, por decirlo así, en íntima comunión con la naturaleza femenina. Nada, que le mudamos el ama a la niña de los duques de Fuente-Real (una niña algo delicada, que nació tarde y cuando sus padres no esperaban ya familia, ¿sabe usted?); pero bastó el poco tiempo que por fuerza hubo de mamar de la otra, de la que recibió aquel tiro a bocajarro y tuvo el ataque nervioso (¡nervios en las aldeanas!; pero ¿qué fueron las energúmenas?) para llevar a la criatura al hoyo... o al cielo, señor espiritualista: como usted guste. Claro que estaba en el período de la dentición; ya sabe usted la receptividad, la plasticidad del temperamento de los niños; y así como un fuerte golpe no derriba, verbi gracia, una cómoda, y sí un objeto pequeño que se halle colocado encima de ella, la terrible impresión no hizo gran mella en aquel castillo, en la mocetona del ama; pero a la chiquita... Yo por lo menos tuve que atribuirlo a eso. El ataque a la cabeza afectó forma convulsiva.

    -¡La heredera del duque de Fuente-Real, muriendo de la muerte del hijo de una labradora! -murmuró reflexivamente Cortadillo.

    -El dinamismo incalculable de los hechos, amigo mío... Heriberto Spencer pone eso en su punto.
    -¿Y el duque? -preguntó Cortadillo con interés.

    -¡Calle usted, hombre! Acaba de salir para su Embajada...

    Cortadillo sonrió con su boca amarilla y sin dientes, y los carnosos labios de Sánchez del Abrojo hicieron el dúo, plegándose con ironía indefinible. Después su rostro se puso grave.

    -La pobre madre..., la pobre duquesa... ¡Ah, qué espectáculo! Ésa se ha quedado en Madrid... La veo con frecuencia, y bien necesita mis cuidados, se lo aseguro a usted.

    -Lo que necesitará sobre todo -advirtió Cortadillo- es paciencia, y creer a puño cerrado que esa criatura no está sola en la fosa, compañero Del Abrojo.




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