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Emilia Pardo Bazán
Un matrimonio del siglo XIX
No faltará algún lector que al apercibir el título de esta pequeña historia crea que voy a presentarle uno de esos matrimonios tan comunes en este siglo, en los cuales el dinero entra por todo y son un negocio como otro cualquiera. No. Voy a referirle un episodio sencillo de la vida práctica, que he visto mil veces, y el lector habrá contemplado otras mil desarrollarse ante sus ojos.
Mis héroes son dos jóvenes encantadores y dotados de los defectos y cualidades que caracterizan a este siglo; ella, un tanto descuidada e ignorante de esos detalles domésticos que forman la sabiduría de una mujer, y además curiosa y burlona; pero, en cambio, tocando admirablemente el piano y colocando con una gracia deliciosa los adornos de sus cabellos y las alhajas, que debemos confesar que las amaba con pasión, y sobre todo, si estaban formadas con esos pequeños ríos de luz que se llaman brillantes; él, un poco jugador y aficionado a hablar de política en los cafés y circos, pero lleno de distinción y elegancia, gran jinete y espadachín: tales eran Luisa y Carlos, que justo es pronunciar ya su nombre.
Efectuose su matrimonio sin esos incidentes un poco novelescos que acompañan los amores contrariados. Carlos vio a Luisa en el teatro; su elegancia, su sonrisa, aquella mano pequeñita y delicada que tan bien manejaba su microscópico abanico, todo esto, unido a un dote: no despreciable y a la conversación festiva y amena de la graciosa niña, impresionó el corazón de Carlos, y como hoy se vive un poco de prisa, el joven resolvió, para acabar pronto, pedirla a su tutor. Concediósela éste después de tomar los correspondientes informes, que llenaron al buen señor de satisfacción. Carlos era una verdadera perla: casi no tenía deudas, ni vicios muy marcados, y le bastaban doce mil reales para su sastre.
Así, pues, un hermoso día de abril, en que los pájaros y las flores se regocijaban porque un sol radiante iluminaba los pintorescos tejados de la coronada villa, Luisa, vestida de gro blanco y pieles de armiño, colocada en sus rubios cabellos la virgínea corona de azahar, de cuyos temblorosos pétalos parecían escapar brillantes gotas de rocío, entregaba su mano a Carlos; y no bien concluida la ceremonia, la joven cambiaba su cándido vestido por otro de viaje y se metía en el ferrocarril con su marido.
Algunos días después se hallaban ya en Italia. ¿Hay acaso algo más delicioso que una luna de miel pasada bajo el purísimo cielo de la bella Italia? Aspirar el perfume de los naranjos y limoneros; escuchar ese murmurio vago y acariciador del mar; ver esas islas confundiéndose en el diáfano horizonte, que pasa del azul más puro al sonrosado más espléndido; perderse en los bosques perfumados de Sorrento, guiar una góndola de Venecia o una barquilla de Nápoles al través del sereno golfo, esto es bello y encantador siempre; pero lo es más cuando se lleva al lado un corazón que responde al nuestro, un alma a quien transmitimos las impresiones de nuestra alma, y a quien guiamos por el camino sombrío y florido de la poesía y del amor.
Sin embargo; esto como todo, tiene un reverso; este delicioso ensueño lleva en sí prosaico despertar; ¿pues no lo son acaso esas molestias cotidianas que acompañan siempre un viaje? Los rocines flacos uncidos a un detestable vehículo, el frío que os hiela, y el calor que os achicharra y, sobre todo, esa inmensidad de fardos, baúles, sombrereras, etc., que tienen que seguiros como un regimiento de estorbos. Me diréis que bien se puede viajar con la ropa puesta y alguna para mudarse, lo necesario y nada más; pero nuestros jóvenes no estaban en este caso; pues Luisa, linda y frívola, no podía dejar de lucir sus galas de novia en las ciudades del tránsito. Carlos se enfadaba algunas veces, pero como él tenía los mismos gustos y era un dandy consumado, al ver a Luisa bella y elegante, no podía menos, de perdonarla, y las paces se sellaban con un abrazo.
Era imposible hallar, aunque se buscasen expresamente para reunirlos, dos corazones y dos cabezas más igualmente organizados. Eran dos niños encantadores y aturdidos, pero en conclusión, ingenuos y cariñosos el uno para el otro; y sin duda, si sus almas hubiesen sido fundidas en otro crisol que el de la vanidad y la disipación, hubieran sido dos bellos diamantes de deslumbradores reflejos.
Un día que ambos paseaban juntos por un sendero esmaltado de flores, encontraron al ver un recodo una casita de pobre aspecto, pero cuyas paredes grises se hallaban también ocultas con una profusión de madreselvas, granados y jazmines, que le daban una apariencia encantadora. Sentados a la puerta se hallaban un joven y una joven, semejantes a dos bellas estatuas de bronce florentino; dos verdaderos italianos, sin duda marido y mujer, cuyas manos enlazadas probaban que se perdían en el abandono de una dulce conversación.
-¡Pobres muchachos, dijo Luisa; qué jóvenes, y qué desgraciados!
-Seguramente, afirmó Carlos: se encuentran sujetos a todas las fatigas del trabajo y las privaciones de la miseria.
Y ambos esposos lanzaron una mirada de compasión a la pareja, que se levantó para saludarlos, y se alejaron de la pintoresca casita sin adivinar que tras sí dejaban una felicidad mucho mayor quizá que la suya, y dos corazones que se amaban por lo menos tanto como ellos.
Pero ya la primavera tocaba a su fin; la estación de las aguas se aproximaba, y nuestros jóvenes abandonaron Italia por Baden; cambiaron su cielo puro y sus granados y azahares por los añosos bosques y las majestuosas ruinas de la antigua Germania.
Una vez allí, tomaron una habitación en el mejor hotel y comenzó para ellos esa serie de diversiones que con el pretexto de las aguas se procura en el verano una multitud elegante y ociosa. Debemos hacer a Carlos la justicia de que lo que él gastaba era bien poco en comparación de lo que derrochaba Luisa: trajes costosísimos que nunca ponía dos veces seguidas, alhajas cuyo valor consistía en la forma y que se hacían antiguas a los quince días; en fin, un cúmulo de superfluidades, todo lo compraba Luisa. Carlos no pensaba siquiera en que esto pudiera hacer mella a su fortuna. A los veinte y cinco años se siente uno bien tentado a rayar la palabra dinero del diccionario.
Una noche había soirée en el salón de la Conversación; Luisa había sido invitada para un vals; Carlos había tropezado con un compatriota suyo, Federico N., periodista.
-¿Te diviertes aquí? le preguntó éste.
-Sí, llevamos una temporada agradable.
-¿Has ido a la ruleta?
-No, pero pienso visitarla.
-Mira, buena ocasión: tu mujer está invitada; nada tienes que hacer aquí.
Y Federico pasó su brazo bajo el de Carlos, dirigiéndose ambos al salón de juego.
Una vez allí, sentose Carlos ante el tradicional tapete verde, ocupando un sitio que acababa de abandonar un jugador afortunado que no quería tentar la suerte.
No reproduciré una escena mil veces descrita: aquellos de nuestros lectores que conozcan esa emoción ávida y terrible que se llama juego, comprenderán cómo Carlos, empezando por arriesgar una pequeña suma, siguió arrastrado por la magnética corriente, y no creerán exageración el que les diga que al levantarse de la mesa había perdido sesenta mil duros.
El joven se levantó; pasó un pañuelo por su frente pálida y cubierta de un sudor frío, y, tambaleándose, se dirigió al salón de baile.
Allí, la primera persona a quien divisó fue a Luisa, que arrebatada en el torbellino del vals, se perdía en un océano de flores y encajes. Cuando pasó a su lado, creyó ver en los labios de su esposa una sonrisa.
¡Dios mío, murmuró Carlos, qué feliz es Luisa! ¡Y cómo voy a alterar esa felicidad, a afligir esa pobre niña por un extravío culpable! Y dejó caer la cabeza sobre su pecho con melancolía.
En aquel momento una mano tocó su hombro, y una voz argentina dijo:
-Carlos, hora será de irnos del baile. Ya es de día...
En efecto, una luz rosada, penetrando por los cristales, empezaba a hacer palidecer la de las bujías. Era la aurora. Carlos ofreció silenciosamente el brazo a su mujer, y ambos subieron a su coche.
Durante el trayecto, ni ella ni él cambiaron una palabra. Era evidente que una sombría preocupación cernía sus alas de plomo sobre ellos. Llegados a su habitación, Luisa desprendió las flores de sus cabellos y dirigió a su marido una mirada suplicante como si quisiera pedirle algo.
-Carlos, dijo por fin, tengo una cosa que decirte.
-Y yo a ti, Luisa, respondió Carlos vacilando.
-Pues bien, tú primero.
-No, tú.
Pues bien, Carlos, te lo diré, dijo por fin Luisa; pero me cuesta trabajo el confesártelo, pues temo haber cometido una locura... En fin, tú no puedes ignorarlo por más tiempo.
-Explícate, Luisa, me ves impaciente.
-Es lo siguiente: ya en Italia... había contraído algunas deudas...
-¿Y bien? interrogó con angustia Carlos.
-Esta temporada... ya ves... las exigencias del lujo... de la sociedad... Hoy mis deudas ascienden a lo que verás en ese papel. Yo confieso que me excedí...
El joven arrebató más bien que tomó el papel y lo recorrió rápidamente; después lo dejó caer y exclamó con desaliento:
-Y bien, Luisa ¡estamos arruinados!
-¡Arruinados! ¡Dios mío! ¡Es imposible!
-¡Imposible, mi pobre Luisa! Tú lo crees así, porque ignoras que acabo de perder a la ruleta una enorme suma, que, unida a la que consta en este papel, forma casi toda nuestra fortuna.
-Pero, exclamó Luisa, mi tutor...
-Ha dejado de serlo desde el momento en que fuiste mi esposa, y sería muy poco delicado recurrir a él. Pobre niña. Para esto te has casado conmigo. Para ser desgraciada.
-No, Carlos, dijo ella; yo sola tengo la culpa de lo que está pasando.
-Los dos, Luisa, respondió éste, créeme; que tu error sirva de disculpa al mío, y para no perderlo todo de una vez, amémonos como antes.
Y, semejantes a dos pichones que la tempestad sorprende y prefieren permanecer quietos protegiéndose, a buscar separados otro asilo, Carlos y su esposa pasaron la noche prodigándose mutuos consuelos. Era lo mejor que podían hacer los pobres muchachos.
De toda su fortuna, sólo les quedó una casita muy vieja, con algunas fanegas de tierra alrededor. Se trasladaron a ella, y al entrar, Luisa hizo notar a Carlos que su nuevo albergue se parecía bastante a la especie de choza donde habían visto un año antes a los esposos cuya suerte habían compadecido tan de corazón. Carlos suspiró y no pudo menos de confesar que era cierto.
Sin embargo, yo les vi ha poco en aquella pequeña finca, Carlos la hace valer, y Luisa duerme bajo los copudos árboles un bello niño que Dios les ha concedido. Me refirieron su historia, les pregunté si seguían compadeciendo a los esposos italianos, y me contestaron que no con la sonrisa de la felicidad en los labios.
Pero por desgracia, no todos siguen el camino de reparar los males causados por la disipación, con el trabajo; y sin embargo, es el único medio de cortar esa gran enfermedad de nuestro siglo.