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Emilia Pardo Bazán
Un sistema
Los que sostienen que no existe la felicidad deben fijarse en don Olimpio, canónigo de la Santa Iglesia Catedral de Antiquis.
En primer lugar, nadie suponga que repito el lugar común de personificar la bienandanza en un canónigo. Nada de eso. Hoy los canónigos son funcionarios modestísimamente retribuidos, que para sostener el decoro de sus funciones necesitan echar muchas cuentas. Hay zapatos de lustre y manteos de reluz que escatimaron tocino al puchero. Pero en todo caben excepciones, y don Olimpio, que «tiene algo por su casa», o, mejor dicho, por la de un pariente oportuno en morir habiéndose acordado antes (claro está) de don Olimpio en sus disposiciones testamentarias, puede comer opimamente con lo propio, guardando la canonjía para la regalada cena.
El primer elemento de dicha de don Olimpio no es, sin embargo, el dinero, sino la tontería... Entendámonos: don Olimpio goza de una de esas tonterías relativas que no vacilo en proclamar infinitamente más útiles y cómodas que las brillantes inteligencias inadaptadas. La tontería de don Olimpio se asemeja a un paraguas de algodón. ¿Conocéis nada más deslucido que un paraguas de algodón? Pero, en lucha con la intemperie, el paraguas de algodón presta doble servicio que el de seda rica. Don Olimpio, tonto de capirote, en cuanto no le interesa directamente, es, en lo que puede convenirle, uno de los seres más sagaces que he conocido.
Confieso que, al pronto, no lo creía. Fue necesario que otro canónigo me lo demostrase, refiriéndome cómo había logrado don Olimpio su puesto en el coro de la Catedral de Antiquis, una de las ciudades más apacibles, sanas, baratas y de grata residencia en España toda.
Don Gervasio -el canónigo que me informó- es un viejo en cuyas facciones, chupadas y amarillentas, resplandece el entendimiento más claro. Su afán de leer le pone al corriente de cuanto ocurre y sus opiniones llevan siempre el sello de una penetración singular. Agresivo y combativo, había nacido don Gervasio para dedicarse a la política y descollar en ella; pero en la carrera eclesiástica le perjudicaba este modo de ser. Espíritu inquieto, carácter difícil de amoldar en las cosas pequeñas, las que a menudo determinan asperezas y rozamientos, don Gervasio está siempre en guerra con sus compañeros, con el Provisor, con el señor Obispo, con el Superior de los Calzados, con los sacristanes, y ha logrado enajenarse las simpatías, mientras que don Olimpio las disfruta plenamente, pues ni se mete con nadie, ni profesa opinión alguna de ningún género, ni lleva la contraria.
Hallándose dispuesto a reconocer que la misma nube figura o un camello o una cigüeña, según plazca a su interlocutor. El único ser humano que no puede aguantar a don Olimpio es don Gervasio precisamente; no porque exista ningún agravio o rencilla, sino por una de esas antipatías de naturaleza, que radican en lo más hondo del instinto. Es una antipatía mezclada de asombro.
-Imagínese usted -habla don Gervasio- lo más bobo y lo más eficaz; imagínese el cálculo más astuto, de puro simple..., y podrá usted inferir cómo agenció don Olimpio la prebenda que hoy disfruta tan sibaríticamente. Porque él se trata y se las arregla como un verdadero sabio, y éste es uno de los aspectos que hacen envidiable la sublime estulticia de ese gran tonto. No tiene un vicio, no cae en un exceso, no come sino lo que puede contribuir a hacerle buena sangre y prepararle larga vida; en fin, es comparable a un vegetal capaz de goces humanos muy morigerados y, por consecuencia, muy filosóficos... Pero vamos a lo de la canonjía.
Ha de saberse que este don Olimpio era coadjutor en una parroquia de aldea, y que en los términos de esa parroquia y de varias circunvecinas veranea en su quinta (aparte de otras personas de cuenta y viso) el famoso don Juan Menares Corveda, que ha sido Ministro seis veces: una de Instrucción, dos o tres de Hacienda, y de Gracia y Justicia las restantes.
Don Olimpio, sin previa presentación, sin más antecedentes que la vecindad, se coló en la quinta. Hizo primero la visita de cumplido, y adoptó una actitud atónita, maravillándose de las frases que se cruzaban entre el personaje y su mujer, que regularmente serían observaciones sobre la madurez de las alcachofas o sobre el tiempo en que no daña el marisco. Volvió a los tres días y se entretuvo más, sacando conversaciones insulsas que nadie seguía; y luego menudeó las visitas, hasta que cotidianamente, a la hora en que el personaje, deseoso de tranquilidad, de gozar el fresco, se sentaba en la terraza a mirar la ría azul, y los montecillos rosados por el ocaso, aparecía la lacia figura de don Olimpio, enfundada en su sotana color de ala de mosca, dando una nota ridícula en medio de tanta belleza. Y apenas se trababa entre don Juan y su familia algún diálogo confidencial, terciaba en él don Olimpio, lanzando aforismos de esta fuerza:
-Tienen ustedes muchísima razón... En verano hace más calor que en invierno.
Todavía don Juan, su señora y sus sobrinas se hubiesen resignado a la presencia de don Olimpio si éste imitase a esos falderillos que se enroscan en una esquina, y dejándoles dormir en paz, ni se rebullen; pero don Olimpio, que ignora el uso de los cepillos de dientes, opiatas, elixires y otros refinamientos, no vive si no se acerca mucho a aquéllos con quienes conversa, y la familia de don Juan empezó a protestar, a chillar que era indispensable zafarse de una vez de pelma semejante.
-Echarle indirectas para que no venga tanto -indicó, tímidamente, la menor de las sobrinas.
Se le echaron indirectas, y fue igual que pasa suavemente las barbas de una pluma sobre el caparazón de un galápago. Don Olimpio no faltó un día a la terraza.
-Decidle que por las tardes salimos -discurrió la sobrina mayor.
Se le dijo, efectivamente, y desde entonces vino por las mañanas, sin perjuicio de alguna noche, en que se presentaba trayendo regalos: cestos de huevos, un par de pollos, un lomo fresco de cerdo, una empanada de robaliza.
-Esto ya no se puede aguantar, Juanito -dijo al personaje su señora-. Revístete de energía y cántale claro a este buen señor que sus visitas tan simpáticas ganarán mucho con el toque de la rareza.
-Mujer... -murmuró don Juan-. Me da fatiga. ¿Cómo se dice eso? Harto me tiene; pero es una descortesía tan clara...
-¿Y no sabes lo mejor? -añadió la señora-. Quiere este curato en propiedad.
Don Juan dio un salto en la poltrona de mimbres.
-¡Este curato! ¡Nunca! ¡Entonces aquí le tendríamos toda la vida! ¡Primero se lo doy a un presidiario!
Como las mujeres cazan siempre más largo que los hombres, la señora, después de reflexionar, exclamó: Una idea, una idea... ¿Sabes lo que podemos hacer, Juanito? ¿Sabes lo que podemos hacer?
-¿Soltarle el mastín que llegó ayer de Extremadura?
-Darle una canonjía..., una buena canonjía..., allá muy lejos. ¿Entiendes? ¡Al otro extremo de España!
-Pero, criatura, si están esperando «eso», desde hace siglos, Julio Pesquera, un sacerdote tan estudioso; don Reinaldo Guemes, un hombre virtuosísimo, y don, y don... (lista de candidatos meritorios).
-¿Qué nos importa? Ésos no han de venir a aburrirnos... Mira que yo no puedo más. Si esto continúa, el año próximo, ¡a veranear a Biarritz!...
Y don Juan, que está encantado de su quinta, ante la amenaza, agachó la cabeza...
Ya sabe usted cómo es canónigo en Antiquis don Olimpio.
-Dios nos dé -agregó don Gervasio- una buena imbecilidad de regadío, abonada y lindando con tierras de poderosos.