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Emilia Pardo Bazán
Un solo cabello
Mil gracias, condesa -pronunció en tono respetuoso y visiblemente conmovido el embajador-. No sabe usted qué reconocido quedo a sus bondades, no conmigo, sino con este muchacho. Leoncio, da las gracias a nuestra buena amiga, que ha tenido la amabilidad de ponerte en relación con la señorita de Uribarri, a quien tanto deseabas tratar.
Correcto, sonriente, Leoncio, entre una reverencia y un murmurio de veneración, tomó la mano de la condesa de Morla, cuya piel, ya arrugada, se traslucía por un mitón de rico encaje blanco, y la besó con ahínco y gratitud. Un ligero tinte de rubor se esparció por las mejillas marchitas de la señora, que para ocultar la turbación repentina, se puso a charlar vivamente.
-Yo sí que me alegro de haber hecho esta presentación, y no sé por qué espero mucho bueno de ella. ¡Sarita Uribarri reúne tantas cualidades! En primer lugar, y digan lo que quieran las envidiosas, es muy bonita, y su inmensa fortuna, circunstancia no despreciable...
El joven hizo un ademán, como el que desvía una importuna mosca, y recogió sólo la primera parte de la conversación.
-Es una mujer encantadora. Sentado a su lado, por bondades de usted, en la mesa, he podido apreciar que tiene talento, ilustración. Salgo..., ¿a qué negarlo?, un poco impresionado, condesa.
-Pues no nos haga usted el cumplido: váyase corriendo al Real, donde volverá usted a encontrarla. Hoy cantan Walkyria, ópera muy larga; todavía tiene usted tiempo... Y usted, amigo mío, acompáñele si gusta...
-Si usted no pensaba retirarse, me quedaré un instante, condesa -murmuró el diplomático.
-No suelo acostarme antes de la una... Acaso venga todavía alguien desde algún teatro a concluir la noche.
Leoncio se despidió con igual rendimiento, y apenas su elegante silueta hubo desaparecido detrás del biombo de seda brochada, el embajador, acercándose familiarmente a la condesa, exclamó:
-Clotilde, ¡si viese usted qué gozo me da el volver a verla! ¡Después de tantos años, de tanto viajar, de tantas cosas como han sucedido! ¿No se alegra usted, ingrata?
-Sí que me alegro... Para mí siempre será usted aquel Bruno, aquel amigo incomparable...
-Perdone usted...; algo más que amigo, algo más que amigo...
-¡Bien sabe usted que... nada más!
Él frunció el ceño, y sentándose frente a la dama, al otro lado de la alegre chimenea de leña que empezaba a decaer, suspiró como si todo lo recordado, lo esfumado por el tiempo, hubiese sucedido la víspera. En efecto, siempre le había mortificado un poco, en su vanidad de hombre habituado a triunfos, la memoria de su fracaso con Clotilde Ayala, probablemente la mujer que más le había interesado en el mundo... Y lo cierto es que no se lo explicaba. Era indudable que Clotilde estaba con él frecuentemente muy tierna; otras, es cierto, arisca y hasta enojada, burlona y desdeñosa... Como que la mitad de las veces no sabía él qué actitud adoptar, desconcertado por lo que juzgaba tramitación de coqueta o defensa de una virtud que no quiere sucumbir. Y en esta lucha, en este afán, habían transcurrido dos años, dos años mortales de zozobras, esperanzas, locos arrobamientos, imprudencias cometidas a la faz del mundo..., hasta que descorazonado se precipitó a salir de España, tomando la ausencia como remedio supremo... y heroico... Desde entonces habíanle ocurrido mil lances; pero el amor propio dolorido y la curiosidad insatisfecha punzaban todavía... ¿Por qué, por qué no había sucedido lo que debía, lo que tenía más remedio que suceder?
-¿Quiere usted decírmelo, Clotilde? Será una tontería, ¡pero si supiese usted que no me he podido resignar a ignorarlo! ¿Por qué no fuimos otra cosa que amigos?
-Un poco tarde es, Bruno, para pensar en semejantes tonterías; los dos podríamos ser abuelos, y Leoncio parece que se propone que usted lo sea a corto plazo, si se arregla lo de Sarita, que haré lo posible a fin de que se arregle... ¡Ea!, ya que usted me lo pide con tanto empeño, por lo mismo que no nos queda el consuelo de suponer que corremos ningún peligro..., le diré lo que una mujer en mi caso dice raras veces: la verdad entera, sin disimulos ni veladuras. Hace provecho desahogar el corazón, y se diría que al abrirlo dejamos escapar la pena y el dolor de lo fallido de todas las esperanzas y los deseos que pasaron. Atice usted un poco esa chimenea; nos estamos quedando fríos... y no quiero llamar al criado ahora.
El diplomático obedeció agitado y torpe.
-Sepa usted, ante todo, que yo estaba tan interesada, cuando menos, por usted, como usted por mí...
-¡Ah! ¡Lo juraría! -exclamó él.
-Lo estaba locamente... Tuve una señal para saberlo de fijo -prosiguió Clotilde-. Una señal que a mí misma me aterró por lo clara y evidente; era algo que impresionaba. Usted recordará que venía mucha gente a casa y que generalmente los hombres me besaban la mano. Jamás sentí, cuando realizaban esta fórmula de cortesía, otra cosa que lo que puede sentir una imagen de palo al besarla los devotos. Y cuando usted me la besó, a través del guante noté la impresión de una quemadura y temblé toda por dentro. Ahora, al besármela su hijo de usted, como se le parece tanto, me acordé de lo pasado, y le advierto que me emocioné.
-¡Qué ceguera la mía! ¡Todo eso debí observarlo! ¡Necio de mí! -exclamaba el grave diplomático, olvidándose de que nuestros lamentos no hacen volver atrás al tiempo y que el río no lleva dos veces seguidas la misma agua-. De modo que usted hubiese..., usted querría... ¡No sé cómo decir...!
-No, Bruno; le advierto a usted que yo estaba resuelta a no caer... Mejor dicho..., yo lo estaba siempre..., excepto un día, día memorable.
-¿Qué día? ¿Pero ese día existió?
-¡Ya lo creo que existió! Si no puedo comprender que usted no acertase lo que pasaba en mí. Fue el día de una fiesta en casa de Altacruz. ¿Se acuerda usted que representamos aquel bonito proverbio francés? Si me pregunta usted por qué ese día, no se lo sabré decir; pero lo cierto es que, como por una operación interior misteriosa, habían desaparecido mis virtudes, mis resistencias, y estaba tan entregada, tan rendida, que no hubiese usted necesitado esfuerzo alguno... En toda alma enamorada de mujer hay una hora así. En esa hora ella misma quita los obstáculos, lo dispone todo, lo allana todo, lo precipita todo... Parece que dentro de ella hay alguien, otra persona, que la hace marchar como si fuese un autómata y la diesen cuerda con un resorte. Yo hice así. Como iba usted a retirarse, le dije: «Tengo ahí mi coche. ¿Quiere usted que le acerque a su casa o le deje en el camino?».
-¡Ciego, ciego! -repitió Bruno desesperadamente-. ¡Sí, es cierto que me lo dijo usted! Pero yo no vi en ello la ocasión: ¡al contrario!, lo que vi fue un alarde de usted, que me declaraba insignificante, desdeñable, sin peligro alguno..., y en vez de aceptar, quise darla a usted celos..., ¡necio!, ¡ciego!, ¡y fui a acompañar por la escalera, a dar el brazo a no sé qué muchacha!
-Y yo sollocé de rabia dentro del coche... Y juré, juré que ¡nunca!, y cumplí mi juramento...
El grave diplomático se echó las manos a la cabeza para arrancarse el pelo... ¡Pero tenía ya tan pocos! Así lo hizo notar burlándose de sí mismo...
-¡Ser un viejo calvo! ¡Ser un viejo! ¡Clotilde!
-Más calva era la ocasión -respondió dulcemente ella señalando hacia el biombo, detrás del cual avanzaban, muy peripuestas, dos señoras.