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    Emilia Pardo Bazán

    Zenana

    Alejandro Magno es de esos caracteres históricos que se prestan igualmente a severa censura y a hiperbólica alabanza. Atrae en virtud de un contraste vigoroso. Es ya luz, ya tinieblas, pero grande siempre. La complejidad de su alma extraordinaria se explica por antecedentes de familia y de educación. Era hijo de Filipo –que reunía a un valor de león una sensualidad de cerdo- y de Olimpias, reina de arrestos viriles, capaz de ajusticiar a sus enemigos por su propia mano, y de mirar con tan despreciativa majestad a doscientos soldados encargados de asesinarla, que se volvieran sin hacerlo, declarando no poder resistir aquella mirada dominadora y terrible. Era alumno de Aristóteles, cuyo solo nombre lo dice todo, y durante ocho años había bebido de tal fuente la sabiduría, que sirve APRA templar y engrandecer el ánimo, y la ciencia política, que señala rumbos gloriosos a la ambición. Y en un espíritu donde la levadura de todas las pasiones humanas fermentaban al lado de las nociones de todos los ideales divinos, tenían que surgir, entre impulsos atroces y violentas concupiscencias, bellos rasgos de continencia, piedad y magnanimidad, y hasta poéticos romanticismos, semejantes al que da asunto a este cuento.

    La casualidad ha traído a mi poder algunas monografías que dejó inéditas el doctísimo alemán Julius Tiefenlehrer, y que forman parte de las doscientas setenta y cinco que este profesor de la Universidad de Gotinga consagró a esclarecer la biografía de Alejandro; las cuales consultan fructosamente y rebanan sin escrúpulo los más recientes historiadores. Parece que la leyenda contenida en la monografía que hoy saco a luz, es la misma que representa una tapicería gótica perteneciente al barón de Rothschild, y en el cual, con donoso anacronismo, Alejandro luce una armadura de punta en blanco, del siglo XIV, y Zenana el luengo corpiño, el brial y el ancho tocado de las damas contemporáneas de la Santa Sede en Aviñón.

    Ha de saberse que Alejandro, después de aniquilar a Darío y hacerse dueño de Persia, fue corrompido por la muelle y refinada vida asiática y por el servilismo de aquellas razas que, a diferencia de los griegos, se postraban ante el rey tributándole honores divinos. Pero, en los primeros tiempos, antes de que el vencedor se dejase vencer por las delicias que reblandecen el alma, luchó para sobreponerse y conservar sus energías morales, y esta lucha, sostenida por un hombre omnipotente, debe serle contada más gloriosa que la victoria de Arbelas.

    Claro es que entre las tentaciones de que se veía asaltado Alejandro a cada instante, descollaba la tentación de la mujer, dulcísima asechanza en que caen las almas grandes, igual o acaso más hondo que las pequeñas. No son más hermosas que las griegas las hijas de la Susiana, y acaso sus formas no se prestan tanto a que el pincel las reproduzca; pero en cambio poseen un hechizo perturbador, que enciende la fantasía y subyuga potencias y sentidos. Los rostros pálidos y prolongados como la luna en su creciente –según la comparación del poeta Firdusi-, donde se abren los labios sinuosos, color de cinabrio, parecidos a una flor de sangre; los ojos luengos, de negrísimas y pobladas pestañas, lagos a la sombra, dice una canción persa; los cuerpos flexibles, delgados de cintura y que en lo alto se ensanchan a manera de jarrón que contiene dos tersas magnolias; el cutis impregnado de aromas sabeos, el pie diminuto encerrado en la delicada babucha de piel de serpiente bordada de perlas, el vestir artificioso, las gasas que muestran y encubren hábilmente el tesoro de la beldad, los cabellos rizados con primor, los brazos lánguidos que saben ceñirse a guisa de anillos de culebra, otros tantos anzuelos y redes para Alejandro, de los cuales no acertaba a desenvolverse. Y como quiera que a cada instante venían a su tienda o a su palacio damas persas a impetrar clemencia o justicia, Alejandro, conociéndose y no queriendo prevaricar en sus funciones de árbitro del mundo, ideó un extraño preservativo: al acercarse una mujer, cubríase el rostro y los ojos con un paño de púrpura, y así las recibía y escuchaba, creyendo ellas que era misterio de la majestad real lo que sólo era prevención contra la humana flaqueza.

    Acaeció, pues, que estando prisionero de un general de Alejandro el sátrapa Artasiro –y habiéndose resuelto que si el sátrapa no entregaba pingües tesoros que suponían ocultos le matarían cortándole en pedazos-, la única hija del sátrapa, Zenana, se dio arte para llegar hasta el rey, con propósito de abrazar sus rodillas y librar a su padre del suplicio. El candor y la pureza de Zenana se revelaban en la sencillez no estudiada de su atavío; vestida ya de luto, sin adornos ni joyas, con el cabello suelto, sólo por natural efecto de la gracia juvenil podría agradar. Y es preciso que, a fuer de verídica, añada que Zenana no era tampoco lo que se llama una hermosura, ni menos poseía el hechizo malvado de las grandes cortesanas de Babilonia, que sabían con añagazas y tretas enredar un albedrío. Sin embargo, Alejandro, al oír que una mujer moza solicitaba audiencia, se echó el paño por cara y hombros, y así la recibió.

    El no ver la faz augusta prestó ánimo a la tímida Zenana: arrojose a los pies del macedón, y bañándolos con muchas lágrimas, expuso el objeto de su venida. Notando que Alejandro la escuchaba atentísimo y al parecer con extraña complacencia, explicó detenidamente el caso. Y así que hubo oído la promesa de que su padre tenía salva la vida, Zenana, después de estrechar otra vez las rodillas de Alejandro, desapareció, yendo a ocultarse con su nodriza en una cueva cercana a Babilonia, pues temía ser perseguida y ultrajada por los mismos que intentaban matar al sátrapa.

    Pocos días después de este suceso, habiendo notado Higinio, el mayor amigo y confidente de Alejandro, que éste andaba asaz pensativo, cabizbajo y melancólico, le preguntó la causa, y Alejandro, exhalando un suspiro, respondió:

    -Es una cosa extraña, querido Higinio, lo que me sucede. Ya sabes que para precaverme recibo a las mujeres con el rostro cubierto, porque las hermosas persas hacen daño a los ojos[1]. ¡Ay! ¿De qué me ha servido? ¡Ya veo que el enemigo más allá de los ojos tiene su fortaleza! Recordarás que últimamente me pidió audiencia una dama, hija del sátrapa Artasiro; y yo, fiel a mi propósito, no alcé el trozo de púrpura que me impedía verla. Pero escuché su voz, y no hay arpa hebrea ni lira eolia que a la cadencia de esa voz pueda compararse. El corazón me salta al recordar la música de esa voz. A solas repito palabras que ella pronunció, por evocar mejor el recuerdo del tono con que las dijo. No sé cómo no atropellé por todo y no la detuve aquí cautiva, para seguir oyéndola: creo que fue efecto del mismo encanto que la voz me produjo. Estaba que ni me atrevía a respirar. Y ahora, de día, de noche, tengo aquella voz en los oídos, sueño con ella, y sólo puede aliviar mi mal oírla resonar otra vez. Ya lo sabes. Búscame a Zenana, tráemela aquí, porque si no, conozco que perderé el juicio.

    Obedeció Higinio prontamente, y puso en movimiento numerosa cohorte, a fin de descubrir a la misteriosa beldad: pro tal la tenía. Bien escondida estaba Zenana, pero al fin se averiguó su refugio, e Higinio, antes de llevarla a la presencia de Alejandro, la enteró de cómo el rey, prendado de su voz, se moría por ella. La joven persa, al saber esto, murmuró dulcemente, con su voz melodiosa, que la emoción timbraba:

    -Gloria es para mí haber causado tal impresión en el gran rey; pero la placa de plata bruñida en que contemplo mi rostro después del baño y el tocado, me dice que no soy bella; Alejandro, al verme, perderá las ilusiones. Temo su indignación, y temo ante todo que recaiga su cólera sobre mi padre. ¿Por qué no le haces creer a Alejandro que estoy obligada por un voto a los dioses a presentarme cubierta la cara con un velo? Yo no he visto a Alejandro; él no me verá… y así tal vez consiga evitar su enojo.

    Pareció a Higinio tan excelente el ardid de la discreta Zenana, que estuvo conforme, y a la misma noche la condujo a los jardines del gineceo de Alejandro. Embriagado éste con la divina voz de la joven persa, se resignó a la condición del velo, y hasta encontró en ella un misterio picante y un singular hechizo. Le parecía que aquel amor velado y despojado del vulgar incentivo de unas facciones más o menos lindas, era algo delicado y original, que no había gustado nunca. El casto imán de aquel velo triunfó de las desnudeces y la licencia impúdica de las otras damas persas, obstinadas en requerir al héroe. «Habla y no te descubras», murmuraba tiernamente Alejandro, sentado cerca de una fuente donde la luna fingía en el agua de los surtidores continuo desgrane de perlas y las rosas del Gulistán, que después se llamaron de Alejandría, dejaban caer sobre las cabezas de los amantes perfumados pétalos. Fue el amor de Zenana el más largo e intenso de cuantos disfrutó Alejandro en su corta vida.




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