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    Federico Balart

    Preludio

    Yo te bañé con mi llanto,
    yo te abrí la obscura caja,
    Y, dominando mi espanto,
    yo te vestí la mortaja:
    blanca toca y negro manto.
    Tu cuerpo cubrí de flores,
    e ceñí por corona
    (¡postrer don de mis amores!)
    de tu Patrona
    la Virgen de los Dolores.
    Después, en mi fiebre amante,
    junto a ti me arrodillé
    y, convulso y delirante,
    sobre tu yerto semblante
    la cabeza recliné;
    y, abismado en el dolor,
    seis horas pasé mortales
    hablándote de mi amor,
    al trémulo resplandor,
    de los cirios funerales.
    El sentido al fin perdí;
    y, sin que yo lo advirtiera,
    alguien me arrancó de allí:
    ¡muriera yo junto a ti,
    primero que en mí volviera!

    ¿Qué sentí? -Lo que, abatida
    por la zarpa del león,
    sentirá la cierva herida;
    lo que la garza, oprimida
    por la garra del halcón:
    Algo que no es vil excusa
    ni santa conformidad;
    que ni asiente ni rehúsa;
    ¡horrible mezcla confusa
    de estupor y de ansiedad!
    Por salir de aquel estado
    pugnaba con vano empeño
    pensando que era soñado:
    ¡un año entero ha pasado,
    y aún me parece que es sueño!

    Desde aquel amargo día
    vivo en triste soledad;
    y, en esta lenta agonía,
    la mitad del alma mía
    llora por la otra mitad.
    Fija la vista en el suelo,
    largo tiempo te llamé
    con amargo desconsuelo:
    hoy sé que estás en el cielo;
    ¡y en el cielo te hallaré!
    Dios, que mira mi aflicción,
    cuando en la noche callada
    a Él levanto mi oración,
    con su palabra sagrada
    se lo dice al corazón.
    Y estas tiernas emociones
    y dulces melancolías,
    origen de mis canciones,
    ¿qué son sino inspiraciones
    que tú del cielo me envías?
    Obra tuya debe ser
    este cambio singular
    que no acierto a comprender:
    yo nunca supe cantar,
    y ahora canto sin saber.
    Canciones de triste acento,
    siempre regadas de llanto;
    porque, en hondo abatimiento,
    los sollozos son mi canto,
    la muerte mi pensamiento;
    que, como es dura mi suerte
    y abrigo la convicción
    de que en la gloria he de verte,
    sólo pensando en la muerte
    se me ensancha el corazón.

    Aquel ruiseñor sin nido
    que vaga por la pradera
    conturbado y dolorido
    con el recuerdo querido
    de su pobre compañera,
    cuando al fin el canto agota,
    sobre una rama sin flor
    que el cierzo iracundo azota
    repite una sola nota,
    eco de un solo dolor.
    Así yo que, sin ventura,
    con el alma destrozada
    y envuelto en tiniebla oscura,
    llevo hasta el fondo apurada
    la copa de la amargura,
    en la horrible turbación
    que me oprime el corazón
    y la mente me enajena,
    ni tengo más que una pena,
    ni sé más que una canción.
    Querella de mi agonía,
    conforme sale de mí
    a ti mi dolor la envía:
    ¡oyéla tú, vida mía,
    porque es toda para ti




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