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    Félix Lope de Vega y Carpio

    Silva I (Gatomaquia)

    A don Lope Felix del Carpio, soldado en la Armada de su Majestad

    Yo, aquel que en los pasados
    tiempos canté las selvas y los prados,
    éstos vestidos de árboles mayores
    y aquéllas de ganados y de flores,
    las armas y las leyes,
    que conservan los reinos y los reyes;
    agora, en instrumento menos grave,
    canto de amor suave
    las iras y desdenes,
    los males y los bienes,
    no del todo olvidado
    el fiero taratántara, templado
    con el silbo del pífaro sonoro.
    Vosotras, musas del castalio coro,
    dadme favor, en tanto
    que con el genio que me distes canto
    la guerra, los amores y accidentes
    de dos gatos valientes;
    que, como otros están dados a perros,
    o por ajenos o por propios yerros,
    también hay hombres que se dan a gatos,
    por olvidos de príncipes ingratos,
    o porque los persigue la fortuna
    desde el columpio de la tierna cuna

    Tú, don Lope, si acaso
    te deja divertir por el Parnaso
    el Holandés pirata,
    gato de nuestra plata,
    que infesta las marinas
    por donde con la armada peregrinas,
    suspende un rato aquel valiente acero
    con que al asalto llegas el primero,
    y escucha mi famosa ''Gatomaquia''.
    Así desde las Indias a Valaquia
    corra tu nombre y fama,
    que ya por nuestra patria se derrama,
    desde que viste la morisca puerta
    de Túnez y Biserta,
    armado y niño, en forma de Cupido,
    con el Marqués famoso
    de mejor apellido,
    como su padre por la mar dichoso.
    No siempre has de atender a Marte airado,
    desde tu tierna edad ejercitado,
    vestido de diamante,
    coronado de plumas, arrogante;
    que alguna vez el ocio
    es de las armas cordial socrocio,
    y Venus en la paz, como Santelmo,
    con manos de marfil le quita el yelmo.

    Estaba sobre un alto caballete
    de un tejado sentada
    la bella Zapaquilda al fresco viento,
    lamiéndose la cola y el copete,
    tan fruncida y mirlada
    como si fuera gata de convento.
    Su mesmo pensamiento
    de espejo le servía,
    puesto que un rofo casco le traía
    cierta urraca burlona
    que no dejaba toca ni valona
    que no escondía por aquel tejado,
    confín del corredor de un licenciado.
    Ya que lavada estuvo,
    y con las manos, que lamidas tuvo,
    de su ropa de martas aliñada,
    cantó un soneto en voz medio formada
    en la arteria bocal, con tanta gracia
    como pudiera el músico de Tracia;
    de suerte, que cualquiera que la oyera,
    que era solfa gatuna conociera,
    con algunos cromáticos disones,
    que se daban al diablo los ratones.

    Asomábase ya la Primavera
    por un balcón de rosas y alelíes,
    y Flora, con dorados borceguíes,
    alegraba risueña la ribera;
    tiestos de Talavera
    prevenía el verano,
    cuando Marramaquiz, gato romano,
    aviso tuvo cierto de Maulero,
    un gato de la Mancha, su escudero,
    que al sol salía Zapaquilda hermosa,
    cual suele amanecer purpúrea rosa
    entre las hojas de la verde cama,
    rubí tan vivo, que parece llama,
    y que con una dulce cantilena
    en el arte mayor de Juan de Mena
    enamoraba el viento.
    Marramaquiz, atento
    a las nuevas del paje
    (que la fama enamora desde lejos),
    que, fuera de las naguas de pellejos
    del campanudo traje,
    introdución de sastres y roperos,
    doctos maestros de sacar dineros,
    alababa su gracia y hermosura,
    con tanta melindrífera mesura,
    pidió caballo, y luego fué traída
    una mona vestida
    al uso de su tierra,
    cautiva en una guerra
    que tuvieron las monas y los gatos.
    Púsose borceguíes y zapatos,
    de dos dediles de segar abiertos,
    que con pena calzó, por estar tuertos;
    una cuchara de plata por espada;
    la capa, colorada,
    a la francesa, de una calza vieja,
    tan igual, tan lucida y tan pareja,
    que no será lisonja
    decir que Adonis en limpieza y gala,
    aunque perdone Venus, no le iguala;
    por gorra de Milán, media toronja,
    con un penacho rojo, verde y bayo,
    de un muerto por sus uñas papagayo,
    que diciendo: «¿ Quién pasa?» cierto día,
    pensó que el Rey venía,
    y era Marramaquiz, que andaba a caza,
    y halló para romper la jaula traza;
    Por cuera, dos mitades que de un guante
    le ataron por detrás y por delante,
    y un puño de una niña por valona.
    Era el gatazo de gentil persona
    y no menos galán que enamorado,
    bigote blanco y rostro despejado,
    ojos alegres, niñas mesuradas
    de color de esmeraldas diamantadas,
    y a caballo en la mona, parecía
    el paladín Orlando, que venía
    A visitar a Angélica la bella.

    La recatada ninfa, la doncella,
    en viendo el gato, se mirló de forma,
    que en una grave dama se transforma,
    lamiéndose, a manera de manteca,
    la superficie de los labios seca,
    y con temor de alguna carambola,
    tapó las indecencias con la cola,
    y bajando los ojos hasta el suelo,
    su mirlo propio le sirvió de velo;
    que ha de ser la doncella virtuosa
    más recatada mientras más hermosa.
    Marramaquiz entonces, con ligeras
    plantas batiendo el tetuán caballo,
    que no era Piedehierro, o Piedegallo,
    le dió cuatro carreras,
    con otras gentilezas y escarceos,
    alta demostración de sus deseos,
    y la gorra en la mano,
    acercóse galán y cortesano,
    donde le dijo amores.
    Ella, con las colores
    que imprime la vergüenza,
    le dió de sus guedejas una trenza;
    y al tiempo que los dos marramizaban
    y con tiernos singultos relamidos
    alternaban sentidos,
    desde unas claraboyas que adornaban
    la azutea de un clérigo vecino,
    un bodocazo vino,
    disparado de súbita ballesta
    más que la vista de los ojos presta,
    que, dándole a la mona en la almohada,
    por de dentro morada,
    por de fuera pelosa,
    dejó caer la carga, y presurosa
    corrió por los tejados,
    sin poder los lacayos y criados
    detener el furor con que corría.
    No de otra suerte que en sereno día
    balas de nieve escupe y, de los senos
    de las nubes, relámpagos y truenos
    súbita tempestad en monte o prado,
    obligando que el tímido ganado
    atónito se esparza,
    ya dejando en la zarza
    de sus pungentes laberintos vana,
    la blanca, o negra lana
    (que alguna vez la lana ha de ser negra),
    y hasta que el Sol en arco verde alegra
    los campos, que reduce a sus colores,
    no vuelven a los prados ni a las flores,
    así los gatos iban alterados
    por corredores, puertas y terrados,
    con trágicos maúllos,
    no dando, como tórtolas, arrullos,
    y la mona, la mano en la almohada,
    la parte occidental descalabrada,
    y los húmidos polos circunstantes
    bañados de medio ámbar, como guantes.


    En tanto que pasaban estas cosas,
    y el gato en sus amores discurría
    con ansias amorosas
    (porque no hay alma tan helada y fría,
    que Amor no agarre, prenda y engarrafe),
    Y el más alto tejado enternecía,
    aunque fuesen las tejas de Getafe,
    y ella, con ñifiñafe,
    se defendía con semblante airado,
    aquel de cielo y tierra monstro alado
    que, vestido de lenguas y de ojos,
    ya decrépito viejo con antojos,
    ya lince penetrante,
    por los tres elementos se pasea
    sin que nadie le vea,
    con la forma elegante
    de Zapaquilda discurrió ligero
    uno y otro hemisfero,
    aunque con las verdades lisonjera,
    y en cuanto baña en la terrestre esfera,
    sin excepción de promontorio alguno,
    el cerúleo Neptuno,
    plasmante universal de toda fuente,
    desde Bootes a la Austral Corona
    y de la zona frígida a la ardiente ...

    Esto dijo la Fama, que pregona
    el bien y el mal; y en viendo su retrato,
    se erizó todo gato
    y dispuso venir, con esperanza
    del galardón que un firme amor alcanza.
    Los que vinieron por la tierra en postas,
    trujeron, por llegar a la ligera,
    sólo plumas y banda, calza y cuera;
    los que habitaban de la mar las costas
    (tanto pueden de amor dulces empresas)
    vinieron en artesas,
    mas no por eso menos
    hasta la cola de riquezas llenos;
    y otros, por bizarría,
    para mostrar después la gallardía,
    en cofres y baúles,
    sulcando las azules
    montañas de Anfitrite;
    y alguno que a disfraces se remite,
    por no ser conocido,
    en una caja de orinal metido.
    Con esto, en muchos siglos no fué vista
    como en esta conquista
    tanta de gatos multitud famosa,
    por Zapaquilda hermosa:
    Apenas hubo teja o chimenea
    sin gato enamorado,
    de bodoque tal vez precipitado,
    como Calisto fué por Melibea.
    ni ratón parecía,
    ni el balbuciente hocico permitía
    que del nido saliese,
    ni queso ni papel se agujeraba,
    por costumbre o por hambre que tuviese,
    ni poeta por todo el universo
    se lamentó que le royesen verso,
    ni gorrión saltaba,
    ni verde lagartija
    salía de la cóncava rendija.
    Por otra parte el daño compensaba
    que de tanto gatazo resultaba;
    pues no estaba segura
    en sábado morcilla ni asadura,
    ni panza, ni cuajar, ni aun en lo sumo
    de la alta chimenea
    la longaniza al humo,
    por imposible que alcanzarla sea,
    exempto a la porfía en la esperanza,
    que tanto cuanto mira, tanto alcanza.

    Entre esta generosa ilustre gente
    vino un gato valiente,
    de hocico agudo y de narices romo,
    blanco de pecho y pies, negro de lomo,
    que Mizifuf tenía
    por nombre, en gala, cola y gallardía
    célebre en toda parte
    por un Zapinarciso y Gatimarte.
    Éste, luego que vió la bella gata,
    más reluciente que fregada plata,
    tan perdido quedó, que noche y día
    paseaba el tejado en que vivía,
    con pajes y lacayos de librea
    (que nunca sirve mal quien bien desea);
    Y sucedióle bien, pues luego quiso,
    ¡Oh gata ingrata!, a Mizifuf Narciso,
    dando a Marramaquiz celos y enojos.
    No sé por cuál razón puso los ojos
    en Mizifuf, quitándole al primero,
    con súbita mudanza,
    el antiguo favor y la esperanza.
    ¡Oh, cuánto puede un gato forastero,
    y más, siendo galán y bien hablado,
    de pelo rizo y garbo ensortijado!
    Siempre las novedades son gustosas:
    no hay que fiar de gatas melindrosas.
    ¿Quién pensara que fuera tan mudable
    Zapaquilda, cruel y inexorable,
    y que al galán Marramaquiz dejara
    por un gato que v1ó de buena cara,
    después de haberle dado
    un pie de puerco hurtado,
    pedazos de tocino y de salchichas?
    ¡Oh, cuán poco en las dichas
    está firme el amor y la fortuna!
    ¿En qué mujer habrá firmeza alguna?
    ¿Quién tendrá confianza,
    si quien dijo mujer, dijo mudanza?

    Marramaquiz, con ansias y desvelos,
    vino a enfermar de celos,
    porque ninguna cosa le alegraba.
    Finalmente, Merlín, que le curaba,
    gato de cuyas canas, nombre y ciencia
    era notoria a todos la experiencia,
    mandó que se sangrase;
    y como no bastase,
    vino a verle su dama,
    aunque tenía en un desván la cama,
    adonde la carroza no podía
    subir, por alta, y por la estrecha vía;
    pero, en fin, apeada,
    entró, de su escudero acompañada.
    Mirándose los dos severamente,
    después de sosegado el accidente,
    él con maúllo habló, y ella con mirlo,
    (que fuera harto mejor pegarla un chirlo);
    pero, por alegralle la sangría,
    le trujo su criada Bufalía
    una pata de ganso y dos ostiones.
    Él se quejó con tímidas razones
    En su lenguaje mizo,
    a que ella con vergüenza satisfizo;
    quejas que, traducidas dél y della,
    así decían: «Zapaquilda bella,
    ¿por qué me dejas tan injustamente?»
    ¿Es Mizifuf más sabio? ¿Es más valiente?
    ¿Tiene más ligereza, mejor cola?
    ¿No sabes que te quise elegir sola
    entre cuantas se precian de mirladas,
    de bien vestidas y de bien tocadas?
    ¿Esto merece que un invierno helado,
    de tejado en tejado
    me hallaba el alba al madrugar el día,
    con espada, broquel y bizarría,
    más cubierto de escarcha
    que soldado español que en Flandes marcha
    con arcabuz y frascos?
    Si no te he dado telas y damascos,
    es porque tú no quieres vestir galas
    sobre las naturales martingalas,
    por no ofender, ingrata a tu belleza,
    las naguas que te dió naturaleza.
    Pero en lo que es regalos, ¿quién ha sido
    más cuidadoso, como tú lo sabes,
    en cuanto en las cocinas, atrevido,
    pude garrafiñar de peces y aves?
    ¿Qué pastel no te truje, qué salchicha?
    ¡Oh terrible desdicha!
    ¡Pues no soy yo tan feo!
    que ayer me vi, mas no como me veo,
    en un caldero de agua que de un pozo
    sacó para regar mi casa un mozo,
    y dije: «¿Esto desprecia Zapaquilda?
    ¡Oh celos! ¡Oh piedad! ¡Oh amor! reñilda».

    No suele desmayarse al Sol ardiente
    la flor del mismo nombre y la arrogante
    cerviz bajar humilde, que la gente,
    por la loca altitud, llamó gigante,
    ni queda el tierno infante
    más cansado, después de haber llorado,
    me su madre en el pecho regalado,
    que el amante quedó sin alma. ¡Oh cielos,
    qué dulce cosa amor, qué amarga celos!
    Ella, como le vió que ya exhalaba
    blandamente el espíritu en suspiros,
    y que piramizaba
    entre dulces de Amor fingidos tiros,
    porque no se le rompa vena o fibra,
    el mosqueador de las ausencias vibra,
    pasándole dos veces por su cara.
    Volvióle en sí; que aquel favor bastara
    para libralle de la muerte dura,
    y luego, con melífera blandura,
    le dijo en lengua culta:
    «Si tu amor dificulta
    el que me debes, en tu agravio piensas
    tan injustas ofensas;
    que, aunque es verdad que Mizifuf me quiere
    y dice a todos que por mí se muere,
    yo te guardo la fee como tu esposa».
    Cesó con esto Zapaquilda hermosa,
    sellando honesta las dos rosas bellas;
    que siempre hablaron poco las doncellas,
    que, como las viudas y casadas,
    no están en el amor ejercitadas.

    Bajaba ya la noche,
    y las ruedas del coche,
    tachonadas de estrellas,
    brilladores diamantes y centellas,
    detrás de las montañas resonaban;
    los pájaros callaban,
    dejando el campo yermo,
    cuando los pajes del galán enfermo
    en el alto desván hachas metían,
    que alumbrar la carroza prevenían.
    Entonces los amantes
    (que son los cumplimientos importantes),
    ella por irse, y él quedarse a solas,
    se hicieron reverencia con las colas.




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