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    Félix Lope de Vega y Carpio

    Silva III (Gatomaquia)

    Distaba de los polos igualmente
    la máscara del sol, y Cinosura,
    primera cuadrilátera figura,
    con la estrella luciente
    que mira el navegante,
    bordaba la celeste arquitetura;
    velaba todo amante
    por el silencio de la noche oscura,
    y en el indiano clima el sol ardía,
    en dos mitades dividido el día,
    cuando, gallardo, Micifuf valiente
    paseaba el tejado de su dama,
    que sangrada en la cama
    la tuvo el accidente
    dos días, que faltó sol al tejado
    y estuvo la cocina sin cuidado,
    no por la altura de los siete suelos
    mas por el sobresalto de los celos.
    Iba, galán y bravo,
    un cucharón sin cabo,
    destos de yerro, de sacar buñuelos,
    por casco en la cabeza,
    que en ella tienen la mayor flaqueza,
    pues no suelen morir de siete heridas,
    por quien dicen que tienen siete vidas,
    y un golpe en la cabeza los atonta:
    así la tienen a desmayos pronta.
    Broquel de cobertera,
    espada de a caballo, que antes era
    cuchillo viejo de limpiar zapatos,
    que él solía llamar ''timebunt gatos'';
    y por las manchas de los pies y el anca,
    natural media blanca,
    y capa, de un bonete colorado,
    abierto por un lado;
    plumas, de un pardo gorrión, cogido
    por ligereza, pero no por arte.
    Así rondaba el nuevo Durandarte,
    galán favorecido,
    porque son los favores de la dama
    guarnición de las galas de quien ama.
    Dos músicos traían instrumentos,
    a cuyo son y acentos
    cantaban dulcemente;
    y así, llegando del balcón enfrente
    de Zapaquilda bella,
    cantaron un romance que por ella
    compuso Mizifuf, poeta al uso,
    que él tampoco entendió lo que compuso.
    Mas, puesta a la ventana
    con serenero de su propia lana,
    hasta que Bufalía
    le trujo un rocadero,
    que, por más gravedad y fantasía,
    sirvió de capirote y serenero.
    y en medio de lo grave
    del romance suave,
    les dijo con despejo,
    pareciéndole versos a lo viejo,
    que jácara cantasen picaresca,
    y así, cantaron la más nueva y fresca;
    que, para que lo heroico y grave olviden,
    hasta las gatas jácaras les piden:
    ¡tanto el mundo decrépito delira!
    Aquí se resolvió la dulce lira,
    y en dos lascivos ayes,
    andolas, guirigayes
    y otras tales bajezas,
    cantaron, pues, las bárbaras proezas
    y hazañas de rufianes:
    que éstos son los valientes capitanes
    que celebran poetas
    de aquellos que, en extremas
    necesidades, viven arrojados
    al vulgo, como perros a leones;
    que la virtud y estudios mal premiados
    mueren por hospitales y mesones:
    ¡Verdes laureles de Virgilios y Enios,
    perecer la virtud y los ingenios!
    Mas ¿quién le mete a un hombre licenciado
    más que en hablar de sólo su tejado?
    Que no le dio la escuela más licencia;
    que es todo lo demás impertinencia.

    Cuando aquesto pasaba,
    Marramaquiz estaba
    inquieto y acostado,
    treguas pidiendo a su mortal cuidado;
    pero como el amor le desvelaba,
    dio, de sentido falto,
    desde la cama un salto,
    compuesta de pellejos,
    otro tiempo conejos
    que en el Pardo vivían,
    y en la cola sus cédulas traían,
    para seguridad de sus personas;
    mas ¡ay, muerte cruel!, ¿a quién perdonas?
    Saltó, en efeto, como el conde Claros;
    y armándose de ofensas y reparos,
    vino de ronda al puesto por la posta,
    por ver si había moros en la costa;
    y no siendo ilusión el pensamiento
    (que del alma el primero movimiento
    pocas veces engaña),
    no suele débil caña
    en las espadas verdes esparcidas,
    del aire sacudidas,
    hacer manso ruido
    con más veloz sonido
    como rugió los dientes;
    ni entre los accidentes
    del erizado frío
    al enfermo sucede
    aquel ardor contrario,
    como de ver tan loco desvarío,
    que apenas le concede,
    entre uno y otro pensamiento vario,
    respiración y aliento,
    de la vida instrumento,
    helado y abrasado
    entre ardores y yelos;
    que al frío de los celos
    frígido fuego sucedió mezclado,
    que, con distinto efeto
    en un mismo sujeto
    viven, siendo contrarios:
    la causa es una, y los efectos varios.

    Miraba a Zapaquilda en la ventana
    hablando con su amante.
    sin miedo de la luz de la mañana,
    que coronaba el último diamante
    del manto de la noche, que iba huyendo,
    y cantando y tañendo
    los músicos. con tanto desenfado
    como si fuera su tejado el Prado;
    que nunca los amantes,
    previnieron peligros semejantes:
    así los embeleca
    Amor, de Ceca en Meca,
    como, olvidado Antonio con Cleopatra,
    la gitana de Menfis, que idolatra;
    que, ciego de su gusto, no temía
    el César, que siguiéndole venía.
    porque si fué romano Octaviano,
    también Marramaquiz era romano;
    y si valiente César y prudente,
    no menos fué prudente que valiente;
    que, en su tanto los méritos mirados,
    César pudiera ser de los tejados.
    Como, detrás del árbol escondido,
    mira y advierte con atento oído
    el cazador de pájaros el ramo
    donde tiene la liga y el reclamo,
    para en viendo caer el inocente
    jilguero, que los dulces silbos siente
    del amigo traidor, que le convida
    a dura cárcel con la voz fingida,
    y apenas ve las plumas revolando
    entre la liga, cuando
    arremete y le quita, no piadoso,
    sino fiero y cruel, así el celoso
    Marramaquiz. atento
    esperaba el primero movimiento
    del venturoso amante, que decía
    con dulce mirlamiento:
    «Dulce señora mía,
    ¿cuándo será de nuestra boda el día?
    ¿Cuándo querrá mi suerte que yo pueda
    llamaros dulce esposa,
    que entonces para mí será dichosa?
    ¡Ay, tanto bien el cielo me conceda!
    mas fue nuestra fortuna
    que Júpiter jamás por ninfa alguna,
    aunque se transformaba
    en buey, que el mar pasaba,
    en sátiro, y en águila, y en pato,
    nunca le vieron transformarse en gato;
    porque si alguna vez gatiquisiera,
    de los amantes gatos se doliera».
    Con voz enamorada,
    doliente y desmayada,
    la gata respondía:
    «Mañana fuera el día
    de nuestra alegre boda;
    pero todo mi bien desacomoda
    aquel infame gato fementido,
    Marramaquiz, celoso de mi olvido,
    que en llegando a saber mi casamiento,
    hubiera temerario arañamiento,
    y estimar vuestra vida
    me tiene temerosa y encogida;
    que es robusto y valiente
    y, en materia de celos, impaciente.
    mejor será matalle con veneno».
    Aquí, de furia. lleno,
    Respondió Micifuf: ¿«Por un villano
    pierdo el favor de vuestra hermosa mano?
    ¿Él, señora, lo estorba?
    ¿Es por ventura más que yo valiente?
    ¿Tiene la uña corva
    más dura que la mía,
    o más agudo y penetrante el diente?
    entre la mostachosa artillería,
    ¿Qué hueso de la pierna o espinazo
    se me resiste a mí ¿Qué fuerte brazo?
    ¿Yo no soy Micifuf? ¿Yo no desciendo
    por línea recta, que probar pretendo,
    de Zapirón, el gato blanco y rubio
    que después de las aguas del diluvio
    fue padre universal de todo gato?
    Pues ¿cómo agora, con desdén ingrato,
    tenéis temor de un maullador gallina,
    valiente en la cocina,
    cobarde en la campaña,
    y referís por invencible hazaña
    dar a Garraf, un gato mi escudero,
    que, fuera de ser gato forastero,
    es agora tan mozo,
    que apenas tiene bozo,
    una guantada con las uñas cinco,
    si de repente dió sobre él un brinco?
    ¡Qué Cipión del africano estrago!
    iQué Anibal de Cartago!
    ¡Qué fuerte Pero Vázquez Escamilla,
    el bravo de Sevilla!
    por esos ojos que a la verde falda
    de las selvas hurtaron la esmeralda,
    Que si entonces me hallara en el tejado,
    que no llevara, como se ha llevado,
    el queso y el relleno,
    ¿y queréis que le mate con veneno?
    Ésa es muerte de príncipes y reyes,
    con quien no valen las humanas leyes;
    no para un gato bárbaro, cobarde,
    cuyas orejas os traeré esta tarde,
    y de cuyo pellejo,
    si no me huye con mejor consejo,
    haré, para comer con más gobierno,
    una ropa de martas este invierno».

    Aquí Marramaquiz, desatinado,
    cual suele arremeter el jarameño
    toro feroz, de media luna armado,
    al caballero, con airado ceño
    (andaluz o extremeño:
    que la patria jamás pregunta el toro),
    y, por la franja del bordado de oro
    caparazón, meterle en la barriga
    dos palmos de madera de tinteros,
    acudiendo al socorro caballeros,
    a quien la sangre o la razón obliga,
    al caballo inocente, que pensaba,
    cuando le vio venir, que se burlaba,
    «¡Gallina Mizifuf! (dijo furioso,
    el hocico limpiándose espumoso),
    blasonar en ausencia
    no tiene de mujeres diferencia.
    Yo soy Marramaquiz; yo, noble al doble
    de todo gato de ascendiente noble:
    si tú de Zapirón, yo de Malandro,
    gato del macedón Magno Alejandro
    desciendo, como tengo en pergamino,
    pintado de colores y oro fino,
    por armas un morcón y un pie de puerco,
    de Zamora ganados en el cerco,
    todo en campo de golas,
    sangriento más que rojas amapolas,
    con un cuartel de quesos asaderos,
    roeles en Castilla los primeros.
    No fueron en cocinas mis hazañas,
    sino en galeras, naves y campañas;
    no con Garraf, tu paje:
    con gatos moros, las mejores lanzas;
    que yo maté en Granada a Tragapanzas,
    gatazo abencerraje,
    y cuerpo a cuerpo en Córdoba a Murcifo,
    gato que fue del regidor Rengifo,
    y de dos uñaradas
    deshice a Golosillo las quijadas,
    por gusto de una miza, mi respeto,
    y le quité una oreja a Boquifleto,
    gato de un albañil de Salobreña;
    la cola en Fuentidueña
    quité de un estirón a Lameplatos,
    mesonero de gatos,
    sin otras cuchilladas que he tenido,
    y la que di a Garrido,
    que del Corral de los Naranjos era,
    por la espada primera,
    único gaticida.
    Pero es hablar en cosa tan sabida
    decir que el tiempo vuela y no se para,
    que no hay cara más fea que la cara
    de la necesidad, y la más bella,
    aquella del nacer con buena estrella,
    que alumbra el Sol y que la nieve enfría,
    que es oscura la noche y claro el día.
    Esa gata cruel que me ha dejado
    por tu poco valor, verá muy presto,
    siendo aqueste tejado
    el teatro funesto,
    cómo te doy la muerte que mereces,
    porque mi vida a Zapaquilda ofreces.
    llevando tu cabeza presentada
    a Mizilda, que es ya mi prenda amada:
    Mizilda, que es más bella
    que al vespertino Sol cándida estrella
    Venus, que rutilante
    es de su anillo espléndido diamante.
    Ésta sí que merece la fe mía,
    mi constancia, mi amor, mi bizarría;
    que no gatas mudables,
    que si por su hermosura son amables,
    son por su condición aborrecibles,
    amigas de mudanzas e imposibles».

    Aquí sacó la espada ruginosa
    de la vaina mohosa,
    y a los golpes primeros
    se llamaron fulleros,
    si bien no hay deshonor desenvainada,
    y Zapaquilda, huyendo,
    del súbito temor la sangre helada,
    dejóse el serenero en el tejado.
    Los músicos, en viendo
    el belicoso duelo comenzado,
    huyeron, como suelen:
    que no hay garzas que vuelen
    tan altas por los vientos;
    dicen que por guardar los instrumentos,
    y mil razones tienen,
    pues que sólo a cantar en ellos vienen:
    que mal cantara un hombre si supiera
    que había luego de sacar la espada,
    que tanto el pecho altera,
    ni pudiera formar la voz, turbada;
    que hay mucha diferencia, si se mira,
    de dar en los broqueles, o en las cuerdas,
    pasar la espada el pecho, o por la lira
    el arco, hiriendo las pegadas cerdas.

    Andaba entonces Guruguz de ronda
    con una escuadra vil de sus esbirros,
    cuyo abuelo, nacido en Trapisonda,
    curaba hipocondríacos y cirros,
    y viéndolos andar a la redonda,
    como si fueran Césares o Pirros
    los dos valientes gatos,
    con fuerte anhelo descansando a ratos,
    llegaron a ponerse de por medio,
    que fué difícil, pero fué remedio.
    Mas como respetar a la justicia,
    de gente principal respeto sea,
    y lo contrario bárbara malicia,
    luego Marramaquiz rindió la espada:
    ¿quién habrá que lo crea?
    Mas viendo Guruguz que no quería
    que el amistad quedase confirmada,
    sino permanecer en su porfía,
    llevólos a la cárcel, enojado,
    cuando Febo dorado
    asomaba la frente
    por las ventanas del rosado Oriente,
    como si azúcar fuera, y de colores
    en campo verde iluminó las flores.




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