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    Fernán Caballero

    Los caballeros del pez

    Érase vez y vez un pobre zapatero remendón, que no ganaba nada en su oficio, y así determinó comprar una red y meterse a pescador. Muchos días estuvo pescando, y no sacó más que cangrejos y zapatos viejos, que cuando era remendón no veía nunca. Al fin pensó:

    -Hoy es el último día que pesco. Si nada saco, me voy y me ahorco.

    Echó las redes, y esta vez sacó en ellas a un pez de San Pedro. Conforme tuvo en su mano el remendón al hermoso pez, le dijo este (que por lo visto no era tan callado como suelen serlo los de su especie):

    -Llévame a tu casa; córtame en ocho pedazos y guísame con sal y pimienta, canela y clavo, hojas de laurel y yerbabuena. Dale a comer dos pedazos a tu mujer, dos a tu yegua, dos a tu perra, y los otros dos los sembrarás en tu jardín.

    El remendón hizo al pie de la letra cuanto le dijo el pescado; tal fue la fe que le inspiraron sus palabras. De esto se deduce y confirma un hecho eminentemente antiparlamentario (harto sentimos no poder disimularlo), y es que los que hablan poco inspiran más fe y confianza en sus palabras que los que hablan mucho.

    A los nueve meses parió su mujer dos niños; su yegua, dos potros; su perra, dos cachorros, y en el jardín nacieron dos lanzas, que por flor llevaban dos escudos, en los que se veía un pez de plata en campo azul.

    Medró todo esto en amor y compaña maravillosamente, de manera que andando el tiempo salieron de casa del remendón dos gallardos jinetes, montados sobre dos soberbios corceles, seguidos de dos valientes sabuesos, con dos erguidas lanzas y dos brillantes escudos.

    Eran los hermanos tan en extremo parecidos, que dieron en llamarlos «El Caballero Doble»; y queriendo cada cual, como era justo, conservar su individualidad, determinaron separarse y campar cada uno por su respeto, por lo que, después de abrazarse estrechamente dirigiéronse el uno al Poniente, y el otro a Levante.

    Después de unos días de marcha, llegó el primero a Madrid, y halló a la coronada villa mezclando las amargas aguas de sus lágrimas con las puras y dulces de su querido Manzanares. Todo el mundo lloraba, hasta la Mariblanca de la Puerta del Sol. Nuestro bello mancebo preguntó cuál era la causa de aquella desolación, y supo que todos los años un fiero dragón, hijo de una infernal vieja, se llevaba una bella joven, y que aquel año infausto había tocado la suerte a la Princesa, buena y bella sin segunda, hija del Rey.

    Preguntó en seguida el caballero que dónde se hallaba la Princesa, y le contestaron que a un cuarto de legua de distancia esperaba a la fiera, que aparecía al caer las doce, para llevarse su presa.

    Fue el caballero a cerciorarse al punto indicado, y halló a la Princesa hecha un mar de lágrimas y temblando de pies a cabeza.

    -¡Huid! -gritó la Princesa al Caballero del Pez cuando le vio llegar. ¡Huid, temerario, que va a venir el monstruo, y si os ve, pobre de vos!

    -No me iré -contestó el bizarro caballero-, porque he venido a salvaros.

    -¿Salvarme? ¿Cómo? ¡Si esto no es posible!

    -Allá veremos -contestó el valiente campeón-. ¿Hay aquí alemanes?

    -Sí, señor -respondió con extrañeza la Princesa-. ¿A qué esa pregunta?

    -Ya lo sabréis.

    Y echando a escape su caballo, partió para la desolada villa, volviendo a breves instantes con un inmenso espejo que había comprado en una tienda de alemán. Apoyolo contra el tronco de un árbol, lo cubrió con el velo de la Princesa, puso a esta delante, advirtiéndola que cuando estuviese cerca la fiera descorriese el velo y se escondiese tras el espejo, dicho lo cual hizo él otro tanto detrás de un vallado cercano.

    No tardó en aparecer el fiero dragón y en acercarse lentamente a aquella beldad, mirándola con tal insolencia y tal descaro, que sólo le faltaba el lente para igualar a otros culebrones menos temibles que él. Cuando ya estaba cerca, la Princesa, según le había prescrito el Caballero del Pez, descorrió el velo, y pasando detrás del espejo, desapareció a los enamorados ojos del fiero dragón, que quedó estupefacto al hallar dirigidas sus amorosas miradas a un dragón como él. Frunció el gesto; su igual hizo lo mismo. Sus ojos se pusieron rojos y brillantes como dos rubíes; no se quedaron en zaga los de su contrario, que se pusieron como dos carbunclos. Aumentose con esto su furor, y erizó sus escamas como un puercoespín sus púas; las del otro dragón hicieron otro tanto. Abrió una tremenda boca, que hubiese sido única en su especie, a no haber sido porque el amenazado, lejos de intimidarse, abrió otra idéntica. Furioso, se abalanzó el dragón contra su intrépido contrarío, dándose tal calamochazo en la cabeza contra la luna, que quedó aturdido; y como había roto el espejo, y en cada pedazo vio una de las partes de su cuerpo, infirió de esto que con el golpe se había hecho él mismo pedazos.

    Aprovechó el caballero este momento de mareo y asombro, y saliendo instantáneamente de su escondite, con su fiel perro y su buena lanza, le quitó la vida, y le hubiese quitado ciento que hubiera tenido.

    Déjase pensar el júbilo y algazara de los madrileños, que son gente alegre, cuando vieron llegar al Caballero del Pez, trayendo a ancas a la Princesa, más contenta que unas Pascuas, y al dragón atado a la cola del brioso corcel, que tiraba de él tan ancho y donoso, como si hubiese sido la cola del manto de una Orden de Caballería.

    Colegirase también que tal hazaña no se podía pagar al Caballero del Pez sino con la blanca mano de la Princesa; que hubo boda, que hubo banquete, que hubo toros y cañas, y que yo fui y vine y no me dieron nada.

    Vamos ahora a que el esposo le dijo a la esposa algunos días después de casados que quería ver todo el palacio, que era tan grande que ocupaba una legua de terreno. Hízose así, y echaron tres días en verlo. Al cuarto subieron a las azoteas. El caballero se quedó admirado. ¡Qué vista, amigo! Jamás has visto tú una igual, ni yo tampoco. Se veía toda España, y hasta los moros, y al Emperador de Marruecos, que estaba llorando por el dragón, su amigo.

    -¿Qué castillo es aquel -preguntó el Caballero del Pez- que se ve allá a lo lejos, tan solo y tan sombrío?

    -Ese es -respondió la Princesa- el castillo de Albatroz, el que está encantado, sin que nadie pueda deshacer el hechizo, y ninguno de los que lo han intentado ha vuelto de allá.

    El caballero calló al oír estas razones; pero como era valiente y emprendedor, a la mañanita siguiente, sin que lo sintiese la tierra, montó su corcel, cogió su lanza, llamó a su sabueso y se encaminó hacia el castillo.

    Estaba el tal castillo que daba espeluzos mirarlo. Más sombrío que una noche de truenos, más engestado que un facineroso y más callado que un difunto. Pero el Caballero del Pez no conocía el miedo sino de oídas, y no volvía la espalda sino a los enemigos vencidos. Así, pues, tomó su corneta o clarín y tocó una sonata.

    Al toque despertaron todos los dormidos ecos del castillo y de las peñas, que repitieron en coro, ya más cerca, ya más lejos, ya más suave, ya más hueco, los sonidos de la sonata. Pero en el castillo nadie se movió.

    -¡Ah del castillo! -gritó el caballero-. ¿No hay quien atienda a un caballero que pide albergue? ¿No tiene este castillo alcaide, escudero anciano ni paje mozalbete?

    -¡Vete! ¡Vete! ¡Vete! -clamaron los ecos.

    -¿Que me vaya? -dijo el Caballero del Pez-. ¡Yo no retrocedo en mis empresas por cuanto hay!

    -¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! -gimieron los ecos.

    El caballero empuñó su lanza y dio un fuerte golpe contra la puerta.

    Abriose entonces el rastrillo, y asomose la punta de una larga nariz, que sentaba sus reales entre los hundidos ojos y la hundida boca de una vieja más fea que el Mengue.

    -¿Qué se ofrece, imprudente alborotador? -preguntó con voz cascada.

    -Entrar -contestó el caballero-. ¿No puedo acaso gozar aquí algún descanso en esta tarde de estío? ¿Sí o no?

    -No, no, no -dijeron los ecos.

    Habla levantado el caballero su visera, porque era fuerte el calor, y al verlo la vieja tan bien parecido, le dijo:

    -Pasad adelante, bello doncel, que seréis atendido y bien cuidado.

    -¡Cuidado! ¡Cuidado! -advirtieron los ecos.

    Pero el caballero entró diciendo:

    -¡Yo no temo sino a Dios!

    -¡Adiós! ¡Adiós! ¡Adiós! -suspiraron los ecos.

    -Vamos, madre anciana...

    -Me llamo doña Berberisca -interrumpió la vieja, muy amostazada, al caballero-, y soy señora de Albatroz.

    -¡Atroz! ¡Atroz! -le gritaron los ecos.

    -¿Queréis callar, malditos vocingleros? -exclamó con coraje doña Berberisca-. Soy vuestra servidora -prosiguió, haciendo una cortesía a la francesa al caballero-, y si queréis seré vuestra esposa, y viviréis conmigo aquí como un bajá.

    -¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! -rieron los ecos.

    -¿Que me case con vos, que tenéis cien años? Estáis loca, y tonta también.

    -Bien, bien -dijeron los ecos.

    -Lo que quiero -prosiguió el caballero- es registrar el castillo, e irme después que haga ese examen.

    -¡Amén! ¡Amén! -suspiraron en latín los ecos.

    Doña Berberisca, picada hasta el corazón, echó una torva mirada al Caballero del Pez, e intimándole que la siguiese, le enseñó todo el castillo, en el que vio muchas cosas; pero no las pudo referir, porque la pícara Berberisca lo llevó por un callejón oscuro, en que había una trampa, en la que cayó y desapareció en un abismo, y su voz se fue con los ecos, que eran las voces de otros muchos bizarros y cumplidos caballeros, que la pícara Berberisca había castigado de la misma manera por haber despreciado sus venerables hechizos.

    Vamos ahora al otro Caballero del Pez, que había seguido viajando, y que vino a parar a Madrid. Al entrar por las puertas de esta, los soldados se formaron, los tambores batieron marcha real y muchos criados de Palacio le rodearon, diciéndole que la Princesa se deshacía en lágrimas al ver lo que se había prolongado su ausencia, temiendo le hubiese acaecido alguna desgracia en el maldito castillo encantado de Albatroz.

    -Preciso es -pensó el caballero- que me tengáis por mi hermano, a quien parece que tan buena suerte ha cabido. Callemos, y veamos en qué vienen a parar estas misas.

    Lleváronle casi en triunfo al palacio, y fácil es hacerse cargo de los cariños y obsequios de que fue objeto por parte del Rey y de la Princesa.

    -¿Conque fuiste al castillo? -preguntaba este.

    -Sí, sí -contestaba.

    -¿Y qué viste?

    -No me es permitido decir una palabra sobre ello, hasta que vuelva allá otra vez.

    -¿Piensas acaso volver a ese maldito castillo, tú, único y solo que jamás haya vuelto de él?

    -Me precisa.

    Cuando se fueron a acostar puso el caballero su espada en la cama.

    -¿Por qué haces eso? -preguntó la Princesa.

    -Porque he hecho promesa de no acostarme hasta que vuelva otra vez de Albatroz.

    Y al día siguiente montó su bridón y se encaminó hacia el castillo encantado, temiendo que alguna desgracia le hubiese sucedido a su hermano.

    Llamó al castillo, y se asomaron luego al rastrillo las fieras narices de la vieja, que parecía un pez-espada. Pero apenas hubo visto la vieja al caballero, cuando sus narices se pusieron lívidas, porque le pareció que los muertos resucitaban, y huyó, invocando al objeto de su devoción, Belzebut, haciéndole promesa de comer cuantas peras y manzanas le presentase si la libertaba de aquella visión de carne y hueso, salida de la mansión de los muertos.

    -Señora senectud -le gritaba el recién llegado-, ¿no ha venido por acá un caballero que viste así?

    -Sí, sí, sí -respondieron los ecos.

    -¿Y qué habéis hecho con ese caballero tan cumplido, tan rematado?

    -¡Matado! ¡Matado! -gimieron los ecos.

    Al oír esto y al ver a la vieja que huía, el Caballero del Pez no fue dueño de sí; corrió tras ella y la atravesó con su espada de parte a parte, quedándose clavada en la espada; y como hacía mucho viento, y era la vieja muy delgada y ligera, se puso a girar, dando vueltas en la punta de la espada como un volador.

    -¿Dónde está mi hermano, vieja traidora y falaz, hechicera del diablo? -preguntaba el caballero.

    -Yo os lo diré -respondió la bruja-. Pero como voy a morir, y estoy mareada de las vueltas que doy mal de mi grado, no lo diré hasta que me hayáis resucitado.

    -¿Y cómo he de hacer yo ese mal milagro, pérfida bruja?

    -Id al jardín -respondió la vieja-, cortad siemprevivas, eternas, moco de pavo y sangre de dragón; haced con estas flores un cocimiento en la caldera y preparad con él un baño, en el que me meteréis.

    Y diciendo esto, la vieja se murió sin decir Jesús.

    Hizo el caballero todo como se lo había prescrito la vieja, la que, efectivamente, resucitó, y más fea que antes, porque sus narices, que no cupieron en el caldero, se quedaron muertas y tan blancas, que parecían un colmillo de elefante.

    Díjole entonces al caballero dónde estaba su hermano.

    Bajó al abismo, en que halló a este y a otras muchas víctimas de la pícara Berberisca, y las fue metiendo una tras otra en el caldero, y todas iban resucitando; y conforme resucitaban venía alegre el eco, que era su voz, tomando posesión de sus gargantas, y lo primero que decían era:

    -¡Maldita vieja! ¡Berberisca sin piedad! ¡Malvada sin entrañas!

    Lo que hizo con estos hidalgos hizo el caballero con muchas bellas jóvenes que se había llevado el dragón, que era hijo de la vieja, y cada cual de ellas daba gracias al Caballero del Pez, y su mano a uno de los hidalgos resucitados; y la pícara Berberisca, al ver esto, se volvió a morir de envidia y de coraje.




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