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    Francisco de Quevedo y Villegas

    A los huesos de un rey que se hallaron en un sepulcro

    Estas que veis aquí pobres y escuras
    ruinas desconocidas,
    pues aun no dan señal de lo que fueron;
    estas piadosas piedras más que duras,
    pues del tiempo vencidas,
    borradas de la edad, enmudecieron
    letras en donde el caminante, junto,
    leyó y pisó soberbias del difunto;
    estos güesos, sin orden derramados,
    que en polvo hazañas de la muerte escriben,
    ellos fueron un tiempo venerados
    en todo el cerco que los hombres viven.
    Tuvo cetro temido
    la mano, que aun no muestra haberlo sido;
    sentidos y potencias habitaron
    la cavidad que ves sola y desierta;
    su seso altos negocios fatigaron;
    ¡y verla agora abierta,
    palacio, cuando mucho, ciego y vano
    para la ociosidad de vil gusano!
    Y si tan bajo huésped no tuviere,
    horror tendrá que dar al que la viere.
    ¡Oh muerte, cuánto mengua en tu medida
    la gloria mentirosa de la vida!
    Quien no cupo en la tierra al habitalla,
    se busca en siete pies y no se halla.
    Y hoy, al que pisó el oro por perderle,
    mal agüero es pisarle, miedo verle.
    Tú confiesas, severa, solamente
    cuánto los reyes son, cuánto la gente.
    No hay grandeza, hermosura, fuerza o arte
    que se atreva a engañarte.
    Mira esta majestad, que persuadida
    tuvo a la eternidad la breve vida,
    cómo aquí, en tu presencia,
    hace en su confesión la penitencia.
    Muere en ti todo cuanto se recibe,
    y solamente en ti la verdad vive:
    que el oro lisonjero siempre engaña,
    alevoso tirano, al que acompaña.
    ¡Cuántos que en este mundo dieron leyes,
    perdidos de sus altos monumentos,
    entre surcos arados de los bueyes
    se ven, y aquellas púrpuras que fueron!
    Mirad aquí el terror a quien sirvieron:
    respetó el mundo necio
    lo que cubre la tierra con desprecio.
    Ved el rincón estrecho que vivía
    la alma en prisión obscura, y de la muerte
    la piedad, si se advierte,
    pues es merced la libertad que envía.
    Id, pues, hombres mortales;
    id, y dejaos llevar de la grandeza;
    y émulos a los tronos celestiales,
    vuestra naturaleza
    desconoced, dad crédito al tesoro,
    fundad vuestras soberbias en el oro;
    cuéstele vuestra gula desbocada
    su pueblo al mar, su habitación al viento.
    Para vuestro contento
    no críe el cielo cosa reservada,
    y las armas continuas, por hacerlas
    famosas y por gloria de vestirlas,
    os maten más soldados con sufrirlas,
    que enemigos después con padecerlas.
    Solicitad los mares
    para que no os escondan los lugares,
    en donde, procelosos,
    amparan la inocencia
    de vuestra peregrina diligencia,
    en parte religiosos.
    Tierra que oro posea,
    sin más razón, vuestra enemiga sea.
    No sepan los dos polos playa alguna
    que no os parle por ruegos la Fortuna.
    Sirva la libertad de las naciones
    al título ambicioso en los blasones;
    que la muerte, advertida y veladora,
    y recordada en el mayor olvido,
    traída de la hora,
    presta vendrá con paso enmudecido
    y, herencia de gusanos,
    hará la posesión de los tiranos.
    Vivo en muerte lo muestra
    este que frenó el mundo con la diestra;
    acuérdase de todos su memoria;
    ni por respeto dejará la gloria
    de los reyes tiranos,
    ni menos por desprecio a los villanos.
    ¡Qué no está predicando
    aquel que tanto fue, y agora apenas
    defiende la memoria de haber sido,
    y en nuevas formas va peregrinando
    del alta majestad que tuvo ajenas!
    Reina en ti propio, tú que reinar quieres,
    pues provincia mayor que el mundo eres.




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