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    Francisco Martínez de la Rosa

    La soledad

    Único asilo en mis eternos males,
    Augusta soledad, aquí en tu seno,
    Lejos del hombre y su importuna vista,
    Déjame libre suspirar al menos:
    Aquí, a la sombra de tu horror sublime,
    Daré al aire mis lúgubres lamentos,
    sin que mi duelo y mi penar insulten
    Con sacrílega risa los perversos,
    Ni la falsa piedad tienda su mano,
    Mi llanto enjuque y me traspasa el pecho.
    Todo convida a meditar: la noche
    El mundo envuelve en tenebroso velo;
    Y aumentando el pavor, quiebran las nubes
    De la luna los pálidos reflejos:
    El informe peñasco, el mar profundo
    Hirviendo en torno con medroso estruendo,
    el viento que bramando sordamente
    Turba apenas el lúgubre silencio,
    Todo inspira terror, y todo adula
    Mi triste afán y mi dolor acerbo.
    La horrible majestad que me rodea
    Lentamente descarga el grave peso
    que mi pecho oprimió: por vez primera
    Se mezclan mis sollozos a mis ecos,
    Y apiadado el destino da a mis ojos
    De una mísera lágrima el consuelo..
    ¡Llanto feliz! Cual bienhechor rocío
    templa la sed del abrasado suelo,
    Calma la angustia, la mortal congoja
    Con que batalla mi cansado esfuerzo;
    Y en plácida tristeza absorta el alma,
    No envidiará la dicha ni el contento.
    Solo en el mundo, de ilusiones libre,
    de vil temor y esperanza ajeno,
    Encontraré la paz que vanamente
    me ofreció con su magia el universo.
    ¿Qué importa que a mi planta mal segura
    Aún falte tierra que estampar su sello,
    Y al carcomido escollo amenazando,
    Me estreche el mar en angustioso cerco?
    ¿No me basto a mi mismo? ¿No me es dado
    Alzar mis ojos sin pavor al cielo,
    Sentir mi corazón que quieto late,
    Y el mundo contemplar con menosprecio?
    Yo vi en mi aurora de mi edad florida
    Sus encantos brindarse a mis deseos:
    Gloria, riquezas, cuantos falsos bienes
    Anhela el hombre en su delirio ciego,
    En torno me cercaron: oficiosa
    La amistad redoblada mi contento;
    La pérfida ambición me sonreía;
    Me brindaba le amor su dulce seno...
    Temí, temblé, me apercibí al combate,
    Demandé a mi razón su flaco esfuerzo;
    Y apenas pude en afanosa lucha
    Rechazar tanto hechizo lisonjero.
    ¡Qué fuera, Dios, si al rápido torrente
    Yo propio me arrojara! En presto vuelo
    Pasaron cinco lustros de mi vida,
    Y el cuadro encantador huyó con ellos ;
    Huyó, volví la vista, lance un grito....
    Y en vez de flores encontré un desierto.




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