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Francisco Martínez de la Rosa
La vuelta a la patria
Amada patria mía,
¡Al fin te vuelvo a ver! ... Tu hermoso suelo,
Tus campos de abundancia y de alegría, tierra amada:
Tu claro sol y tu apacible cielo! ...
Sí: ya miro magnífica extenderse
De una y otra colina a la llanura
La famosa ciudad; descollar torres
Entre jardines de eternas verdura;
Besar sus muros cristalinos ríos;
Su vega circundar erguidos montes;
Y la Nevada Sierra
Coronar los lejanos horizontes.
No en vano tu memoria
Do quiera me seguía;
Turbaba mi placer, mi paz, mi gloria;
El corazón y el alma me oprimía!
Del Támesis y el Sena
En la aterida margen recordaba
Del Dauro y del Genil la orilla amena;
Y triste suspiraba;
Y al ensayar tal vez alegre canto,
Doblábase mi pena,
Mi voz ahogaba el reprimido llanto.
El arno delicioso
Me ofreció en balde su feraz recinto,
Esmaltado de flores,
Asilo de la paz y los amores:
«Más florida es la vega
Que el manso Genil riega;
Más grata la morada
De la hermosa Granada ... »
Y tan sentidas voces
Murmuraba con triste desconsuelo;
Y el hogar de mis padres recordando,
Los mustios ojos levantaba al cielo.
Tal vez en mi dolor más me aplacía
De agreste sitio el solitario aspecto;
De las ciudades azorado huía,
Y ansioso, palpitante,
Los escabrosos Ales recorría;
Mas su nevada cumbre
No tan viva y tan pura reflejaba
Del sol la clara lumbre
Cual la Nevada Sierra,
Cuando el astro del día
Un torrente de luz vierte en la tierra.
De Pompeya las ruinas pavorosas,
Sus calles silenciosas,
Sus pórticos desiertos,
De yerba ya cubiertos,
Mi profundo pesar lisonjeaban;
Y graves reflexiones
En mi agitada mente despertaban:
¿Qué vale el poder vano
Del miserable humano?
En abatir su orgullo y su renombre
La suerte se complace;
Y las obras que eternas juzga el hombre,
Con un soplo deshace...
Por el rastro de escombros junto al Tíber
Hoy busca el caminante
Del sumo Jove la ciudad triunfante;
Rompe el arado la fecunda tierra,
Que cual lóbrega tumba
Los sacros restos de Hércules encierra;
Y si Pompeya en pie mira sus muros,
Los siglos carcomieron su cimiento;
Y al respirar el viento,
Tiembla sobre su planta mal seguros.
Así en mi juventud yo vi las torres
de la soberbia Alhambra quebrantadas
Amenazar del Dauro la corriente
Con su ruina inminente;
Cada rápido instante de mi vida
El plazo apresuró de su caída;
Y del antiguo Alcázar soberano,
En que el moro poder vinculó ufano
Su gloria a las edades,
Tal vez un día ni hallarán mis ojos
Los míseros despojos...
A tan funesta imagen, en el pecho
Mi corazón se ahogaba;
Y en lágrimas deshecho,
Al pie de los sepulcros me postraba...
¿Cuál es tu magia, tu inefable encanto,
Oh patria, oh dulce nombre,
Tan grato siempre al hombre?
El tostado africano,
Lejos tal vez de su nativa arena,
Con pesar y desdén los prados mira,
Y por ella suspira:
Hasta el rudo lapón, si en hora infausta
Se vio arrancado del materno suelo,
Envidia y ansía las eternas noches,
Los yertos campos y el perpetuo hielo;
Y yo, a quien diera la benigna suerte
Nacer, Granada, en tu feliz regazo,
Y crecer en tu seno,
De tantos bienes lleno;
Yo triste, ausente de la patria mía,
De ti me olvidaría!
En las ásperas costas africanas,
Al náufrago inhumanas,
Yo tu sagrado nombre repetía;
Y las inquietas olas
Llevábanlo a las costas españolas
En el polo apartado
Oyólo de mi labio el mar furioso,
Por el tesón del batávo enfrenado;
Oyóle el Rhin, el Ródano espumoso,
El alto Pirineo, el Apenino;
Y del Vesubio ardiente
En el cóncavo hueco
Por vez primera repitiólo el eco.
Granada, 27 de octubre de 1831