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Jacinto de Salas y Quiroga
El ermitaño
Man wants but little here below
nor wants that little long.
DR. GOLDSMITH'S WORKS.
(Londres enero de 1833.)
¿Ves cual brilla a lo lejos, oh Ermitaño,
la antorcha hospitalaria,
que alumbra estos lugares del engaño,
y reina en la espesura solitaria?
Pues ven, guía mis pasos mal seguros,
y a la clara lumbrera
dirijámonos ambos; esos muros
nos ofrecen morada placentera.
«La juventud es siempre confiada,
y falta de experiencia,
(responde el morador de la cañada)
no te fíes jamás en la apariencia.
Esa mansión, oh joven, que allí vemos
palacio es de un potente;
no imprudentes a él nos acerquemos;
jamás prestara asilo al indigente.
Ven más bien a mi albergue; si mis dones
son pobres cual su dueño,
en mi choza hallarás consolaciones,
y hoy mi rostro por ti estará risueño.
Mis rebaños no cubren la pradera;
soy pobre pero justo,
me irritaría aquel que me oprimiera,
y en oprimir al pobre no hallo gusto.
No encontrarás manjares deliciosos
en mi triste morada,
pero ven, que quizás serán sabrosos
en medio esta espesura abandonada.
Frutas silvestres, yerbas recogidas
en el monte vecino
forman siempre mi mesa, solo unidas
al agua del arroyo cristalino.
No tengas pues temor, oh solitario,
Dios es sabio y clemente;
para vivir muy poco es necesario,
y eso poco un instante solamente».
Así habló el Ermitaño, y arrastrado
el tierno caminante
por su acento sencillo y elevado,
le acompaña con plácido semblante.
En lo interior del bosque está encubierta
la choza reducida,
llegan allí por fin, abren la puerta,
y contra la intemperie hallan guarida.
Y en la hora nocturna que al reposo
consagra el campesino,
festejando a su huésped caviloso,
el Ermitaño cuida que arda el pino.
Y a su lado sentándole, le ofrece
sus sencillos manjares,
le mira, y en su rostro le parece
la huella contemplar de los pesares.
Compadecido busca en su memoria
medio de distraerle,
y con ternura nárrale una historia
que él se esfuerza a escuchar por complacerle.
Pero no puede más el extranjero,
escápasele el llanto,
y suspirando el triste compañero,
«¡tan joven y te oprime ya el quebranto!»
«¿Causa aquesta mansión tu desconsuelo?
¿Extrañas la grandeza?
¿O de amistad antigua el grato anhelo,
o del amor te oprime la crudeza?
¡Infeliz! El que busca la fortuna
va en pos de su ruina,
el goce que ella da pronto importuna,
y con ella el dolor siempre camina.
La amistad, cual un sueño deleitoso,
nuestro pecho enajena;
poco dura el engaño; el más dichoso
ve convertirse el bien en llanto y pena.
Si es el amor, el mundo no conoce
más que su vano nombre;
tras él la juventud corre veloce,
cual tras el juego en su niñez el hombre.
Desecha la vergüenza; si gustaste
del amor los placeres
dímelo, y si su fuego aun no apagaste
aborrece desde hoy a las mujeres».
Mas el joven suspira, se conmueve,
e inclina la cabeza,
y al verlo el Ermitaño no se atreve
a turbar su secreto y su tristeza.
Cual por entre la nube de vapores
que su faz oscurece,
el encendido sol de su lumbrera
el resplandor divino nos ofrece,
tal del joven el rostro macilento
descubre su hermosura,
y las penas, y el llanto, y el tormento
empañan, no marchitan, su frescura.
A su tímido aspecto candoroso,
al disfrazado encanto
se nota que en su pecho no hay reposo,
y que oculta su sexo el tosco manto.
Perdona, ¡oh padre!, dice, si profana
tu albergue una culpable;
perdóname, ¡ay de mí! Mi edad temprana
hace quizás mi crimen perdonable.
¿Quieres saber mi desventura? ¡Oh cielo!
su fin será la muerte,
nunca aquí resonó tal desconsuelo,
tú no me escucharás sin conmoverte.
Bajo el soberbio techo en que he nacido
solo vi la opulencia;
¡ojalá nunca hubiera conocido
ese don que envenena hoy mi existencia!
De mi padre el palacio noche y día
solamente llenaba
la turba que a mi mano pretendía,
y mi oro en su mente recontaba.
Todos de mis humildes atractivos
se fingían prendados;
unos me hablaban de sus fuegos vivos,
otros de su riqueza y sus estados.
Eduino entre esta turba codiciosa
el más bello y modesto,
mi sencillez amaba, no otra cosa;
solo entre todos él no era molesto.
Nunca me habló de amor, cual si temiera
su pobre nacimiento,
él pensaba en lo humilde de su esfera,
yo solo en sus virtudes y talento.
Su vista me encantaba, y a su lado
latía el pecho mío;
mientras otro creía ser amado,
él era dueño ya de mi albedrío.
El triste lo ignoró, yo cuidadosa
le ocultaba mi afecto
del odio de infinitos temerosa;
yo le vi siempre con festivo aspecto,
y lo que era de amor tan solo fruto
él lo vio cual desprecio;
despareció, cubriéndome de luto,
y ha muerto receloso de mi aprecio.
Yo causé su desgracia, y por vengarle
voy al bosque vecino;
mi llanto allí quizá podrá aplacarle,
y moriré do ha muerto mi Eduino».
«Morir ¡ah!, no te escuche el Ser Eterno»,
exclama el Ermitaño,
y allegándola al punto al pecho tierno
«yo soy Eduino, dice, ve tu engaño».
Ven, adorada Angélica, tu amante
vive, te ama, te adora,
aun vive para ti; ve mi semblante,
el rayo de la dicha ya lo dora.
Bien mio, ¡cuál el pecho tierno late!
¡Cuál late de contento!
Sé mi esposa, de hoy cese el triste embate
que ha causado hasta aquí nuestro tormento.
Unámonos, Angélica, la muerte
tan solo nos divida,
en mis penas sabrás tú conmoverte,
yo lloraré al mirarte enternecida.
Bella virgen, perdona, te he ultrajado;
pensé que mi pobreza
despreciabas; un ánimo elevado
adora la virtud no la grandeza.