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José Marchena
Elegía a Lícoris
Del airado Mavorte la crueza
¡oh! no cantes, mi lira, ni la insana
sed de sangre, el furor y la fiereza.
Mas di de Venus, reina soberana
de Pafos, el poder; di los amores
y de las Gracias la belleza humana.
Canta del dios vendado los loores,
de Cupido certero las doradas
flechas, su blanda risa, y sus favores.
Deja, Cupido santo, las preciadas
aras de Chipre, y en tu fuego ardiente
enciende mis entrañas frías y heladas.
¡Oh mil veces fatal ruego, imprudente
súplica, por mi mal bien acogida!
¡Oh condición de Amor cruda, inclemente!
Baja de Olimpo el pérfido, y fingida
piedad muestra en su rostro y apostura
dulce el falso, y sonrisa fementida.
«Del Betis a la orilla una hermosura
(amarla es tu destino eternamente)
te ofrezco; parte, corre a tu ventura».
Dijo y voló; yo loco encontinente
el Manzanares dejo, y desalado
al Betis corro con anhelo ardiente.
Ya no hay más libertad ¡ay! ya aherrojado
Lícoris en durísimas prisiones
me tiene, al duro remo ¡ay! amarrado.
Yo triste los pesados eslabones
arrastro, mientras que tormenta horrible
levantan en mi pecho las pasiones.
Amor en fuego ardiente, inextinguible,
me abrasa sin cesar; jamás la hoguera
aparta, que esquivar me es imposible;
que el crüel me persigue por doquiera,
cual cierva a quien fatal punta acerada
el costado rompió con llaga fiera;
que el monte, el llano corre la cuitada,
el doliente bramido al cielo alzando,
del rabioso dolor siempre aquejada.
Así mi cruda pena va aumentando
la aguda flecha con que Amor me ha herido,
siempre el enfermo pecho lastimando;
la imagen de Licoris, el bruñido
cabello de azabache, la alta frente,
el sonrosado labio, el cuello erguido,
y el hablar, y el reír suavemente
Amor grabó con punta de diamante
en el mezquino corazón doliente.
Mora Licoris en mi pecho amante,
Licoris mora en él; vos amadores,
de Gnido desertad la ara humeante.
Ved cuál la abandonaron los amores
y a Lícoris festivos rodeando
de guirnaldas la ciñen de mil flores.
El sangriento Cupido está aguzando
la inevitable flecha, y falsa risa
va por sus labios pérfidos vagando.
¿Quién de mi dulce bien vio la sonrisa,
y cantar pudo la ambición, la guerra
que los tronos trastorna, rompe y pisa?
Obra de un dios maligno es nuestra tierra;
el duelo la pasea de contino,
que todo bien lejos de sí destierra.
Y cuando el placer muestra su divino
rostro, nosotros necios le esquivamos,
¡oh del error efeto el más indino!
Que la flor de la vida así pasamos;
la vejez nos señala el tenebroso
ataúd, que en vano tristes evitamos.
Gusta, Lícoris mía, el delicioso
néctar de amor, agora que te es dado
del tiempo del placer nuestro envidioso,
y nunca sin desdicha despreciado.