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    José Marchena

    A mi amigo Lanz

    ¡Oh dulce Lanz! Mi juventud lozana
    ya para siempre huyó, cual agostada
    rosa, que brilla sólo una mañana.

    Cerca está ya de mí la fatigada
    corva vejez, de muerte precursora,
    de achaques y quebrantos rodeada.

    ¿Dó estás, oh juventud? ¿Dónde está agora
    de aquel semblante mío la frescura?
    ¿Dónde del claro Tormes la pastora

    que del cáliz de amor ¡ay! la dulzura
    me dio a gustar? Mi luz es eclipsada;
    ya sepultado ¡ay! yago en noche escura.

    Pronto la férrea Parca no aplacada
    irresistible va a precipitarme
    en el voraz abismo de la nada.

    Dulce esperanza ¡oh! ven a consolarme:
    ¿Quién sabe si es la muerte mejor vida?
    ¿Quien me dio el ser no puede conservarme

    mas allá de la tumba? ¿Está ceñida
    a este bajo planeta su potencia?
    ¿El inmenso poder hay quien le mida?

    ¿Qué es el alma? ¿Conozco yo su esencia?
    Yo existo; ¿dónde iré? ¿de dó he venido?
    ¿Por qué el crimen repugna a mi conciencia?

    Si de toda moral la norma ha sido
    nuestro propio interés, ¿por qué en la historia
    siempre el perverso vive aborrecido?

    ¿Me es de Nerón odiosa la memoria
    porque temo morir de sus crueldades
    víctima? ¿Qué interés tengo en la gloria

    de Foción? ¿Qué me importan las maldades
    del infame Tiberio? ¿De Trajano
    qué bien hacerme pueden las bondades?

    No calumniemos el linaje humano:
    el malo a las ideas generosas
    un vil origen atribuye en vano.

    No, Lanz: de las acciones virtuosas
    estímulo es la noble simpatía;
    El egoísmo vil de las viciosas.

    De Helvecio errada la filosofía
    convence en esta parte la conciencia,
    que es de nuestra razón la mejor guía.

    Vano fuera alegarnos la experiencia,
    que sólo enseñar puede lo que ha sido;
    quien lo que debe ser dice es la ciencia.

    Tiranos y impostores se han unido
    para ahogar la virtud, y yo me admiro
    que sus esfuerzos más no hayan podido.

    En todas partes la violencia miro
    sobre el trono sentada, y exhalando
    la libertad el último suspiro.

    Del despotismo el horroroso bando;
    la vil superstición, la intolerancia
    la sanguinosa espada blandeando;

    la feroz anarquía que la Francia
    corre, y tala y asuela; cual abrasa
    celeste rayo la suntuosa estancia

    de reyes, junto con la humilde casa
    del pobre labrador, y vuela ardiente,
    consumiéndolo todo por do pasa.

    ¿Qué haces? ¿Dó te despeñas, imprudente
    pueblo? ¿La libertad sin moral quieres?
    ¿Qué Dios te sopla este furor demente?

    ¿Piensas, atropellando tus deberes,
    que más sean tus derechos respetados?
    ¡De cuán fatal error víctima eres!

    Así es; los pueblos desmoralizados
    hoy sus cadenas rompen, y otro día
    se forjan grillos mucho más pesados.

    De la ignorancia siempre la anarquía
    ha sido inseparable compañera,
    como la libertad lo es de Sofía.

    Mas todos los delitos que esta fiera
    comete, culpa son del despotismo,
    en cuyo horrible seno ella naciera.

    Así en Milton los monstruos del abismo
    devoran con rabioso ávido diente
    de quien les diera el ser el seno mismo.

    ¡Ah! sepamos templar hasta la ardiente
    ansia del bien; el hombre es perfectible,
    pero se perfecciona lentamente.

    ¿El efecto fatal de la terrible
    revolución francesa cuál ha sido?
    La guerra general, un lujo horrible,

    el orbe por dos pueblos oprimido,
    repúblicas y reinos devorados,
    de Europa el equilibrio destruido;

    de la filosofía los sagrados
    principios por la chusma de escritores
    con descaro increíble calumniados;

    de cuanto del delirio en los furores
    un populacho vil ejecutara,
    culpados los más célebres autores.

    El amor del trabajo, do cifrara
    sus virtudes la clase laboriosa,
    ora la sed del mando reemplazara.

    Donde los proletarios su horrorosa
    dominación ejercen, ¿la anarquía
    qué vínculo social disolver no osa?

    En el abismo de la tiranía
    al pueblo precipita la licencia,
    que por sus falsas máximas se guía.

    Así el Vesubio lanza con violencia
    de sus entrañas rocas inflamadas,
    de la atracción venciendo la potencia.

    Mas luego por su peso arrebatadas
    caen, y abrasan los campos convecinos,
    y sepultan ciudades desoladas.

    Tal un pueblo empeora sus destinos,
    cuando se entrega a locas sugestiones
    de demagogos de alentar indinos.

    Con las horribles exageraciones
    de la revolución el despotismo
    perpetuamente asusta a las naciones.

    Como si el más absurdo fanatismo
    de un vulgo vil fuera razón bastante
    para que en un profundo parasismo

    los pueblos se durmiesen, y triunfante
    de los, esfuerzos de animosos pechos
    la soberbia opresión fuera arrogante.

    El hombre jamás pierde sus derechos;
    cobrar la libertad es siempre justo;
    rompamos nuestros grillos; que deshechos

    al suelo caigan, y que pongan susto,
    cayendo, a los tiranos macilentos
    que nos oprimen con su cetro injusto.

    Sofisma es confundir con los violentos
    furores de la plebe arrebatada
    de una nación los grandes movimientos.

    Cuando la propiedad es respetada,
    cuando la humanidad al pueblo guía,
    cuando toda opinión es tolerada,

    ¿puede nacer acaso la anarquía
    de una revolución sólo funesta
    a los fautores de la tiranía?

    Nueva lógica, amado Lanz, es ésta,
    olvidar la violencia perdurable
    del déspota, y la furia descompuesta

    alegar de la plebe, cuya instable
    cólera se apacigua en un momento,
    como las olas de la mar mudable.

    Más de tres siglos hace que el sangriento
    infame tribunal del Santo Oficio
    oprime a España con furor violento.

    Y dos años, no más, el ejercicio
    fatal de la anarquía duró en Francia;
    ¿cuál causa de los dos más perjüicio?

    ¿La riqueza, el comercio, la abundancia
    de cuál de los dos pueblos han huido?
    ¿Dó esta el saber, y dónde la ignorancia?

    Tal la revolución francesa ha sido
    cual tormenta que asuela las campañas,
    los frutos arrastrando del ejido.

    Empero el despotismo las entrañas
    deseca de la tierra donde habita;
    cual el volcán que vive en las montañas,

    y con perpetuo movimiento agita
    el suelo, que su lava esteriliza,
    y, cuanto más destruye, más se irrita.

    La esclavitud es quien desmoraliza
    los pueblos, quien sofoca los talentos,
    y quien toda virtud inutiliza.

    Ni tampoco están libres de violentos
    vaivenes las naciones más esclavas,
    y de internos terribles movimientos.

    Cual mugen del Océano las bravas
    olas, cuando la tierra se estremece,
    y la mar rompe sus ferradas trabas;

    un pueblo esclavo, cuando se embravece,
    con sus cadenas se arma, y desbocado,
    ningún delito en su furor le empece.

    Contemplemos el suelo malhadado
    de la Persia infeliz, de la Turquía,
    por un dueño absoluto dominado.

    Las discordias civiles, la anarquía
    son siempre inseparables compañeras
    del despotismo, y de la tiranía.

    Y de consuno las monstruosas fieras
    sangre beben, de sangre se alimentan,
    y las naciones devorando enteras,
    con llanto y sangre se sustentan.




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