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José María de Pereda
Dos sistemas
I
Se fue a la Habana en 1801, en el sollado de un bergantín, entre otros cien muchachos, también montañeses, también pobres y también aspirantes a capitalistas. Unos de la fiebre amarilla, en cuanto llegaron; otros de hambre, otros de pena y otros de fatigas y trabajos más tarde, todos fueron muriendo poco a poco. Él solo, más robusto, más animoso o más afortunado, logró sobreponerse a cuantos obstáculos se atravesaban delante de sus designios.
Treinta años pasó en la oscuridad de un roñoso tugurio, sin aire, sin descanso, sin libertad y mal alimentado, con el pensamiento fijo constantemente en el norte de sus anhelos. Una sola idea extraña a la que le preocupaba, que con ésta se hubiese albergado en su cerebro, le hubiera quizá separado de su camino.
Creo que fue Balmes quien dijo que el talento es un estorbo cuando se trata de ganar dinero. Nada más cierto. La práctica enseña todos los días que, sin ser un monstruo de fortuna, nadie la conquista luchando a brazo partido con ella, si le distrae de su empeño la más leve preocupación de opuesto género. De aquí que no inspiren compasión los sufrimientos del hombre que aspira a ser rico por el único afán de serlo. En el placer que le causa cada moneda que halla de más en su caja, ¿no está bien remunerado el trabajo que le costó adquirirla? ¡Ay del desdichado que busca el oro como medio de realizar empresas de su ingenio!
No le tenía muy pronunciado el mozo en cuestión, por dicha suya. Así fue que, dándosele una higa porque a sus oídos jamás llegara una palabra de cariño ni a su pecho una pasión generosa, echó un día una raya por debajo de la columna de sus haberes, y se halló dueño absoluto de un caudal limpio, mondo y lirondo, de cincuenta mil duros; sumó después los años que él contaba, y resultaron cuarenta y cinco.
-¡Alto! -se dijo entonces-; reflexionemos ahora.
Y reflexionó.
He aquí la sustancia de sus reflexiones:
En la situación en que se hallaba podía, dando más latitud a sus especulaciones, aumentar considerablemente el caudal; pero se exponía también a perderle: además, le habían conocido allí ciruelo, y no le prestarían la consideración a que se juzgaba acreedor. Lo contrario le sucedería en su pueblo natal, donde pasaría por un Nabab, llevándose el respeto y las atenciones de sus paisanos; pero ¡eran éstos tan pobres! Iban a saquearle sin piedad. Por otra parte, habiendo muerto ya sus padres, a quienes en vida socorrió largamente, ¿qué atractivo podían tener para él los bardales de su aldea? Establecerse en Santander ya era distinto: esta ciudad, que al cabo era su país, le brindaba con ocasiones de especular, si quería; de figurar, en primer término, entre los encopetados señores, y sobre todo, de casarse con una señorita joven y fina, único lujo de ilusiones que se había permitido su imaginación en los treinta años de cadena, sufridos detrás del mostrador.
Como buen montañés, sentía muy vivo en su pecho el santo amor a la patria, y no vaciló, conste en honra suya, para adoptar una resolución definitiva.
Ésta fue la de trasladarse, por de pronto, a Santander con cuanto le pertenecía; y al efecto, escribió pidiendo los necesarios informes acerca del estado de la plaza.
Ateniéndose con fe a la contestación, que procedía de persona de reconocida formalidad, invirtió su dinero en azúcar y en café; fletó un bergantín, cargóle, y después se embarcó en él, resuelto a hundirse con su caudal en el Océano, si estaba escrito que el fruto de tantas privaciones no había de llegar a seguro puerto.
Pero lejos de hundirse, hizo uno de los viajes más rápidos que se hacían entonces: cincuenta días tardó, nada más, desde el castillo del Morro al de San Martín.
Personas que, al fondear el buque enfrente de la Monja, le vieron de pie sobre la toldilla de popa, contemplando afanoso el panorama que se desenvolvía ante sus ojos, aseguran que era bajo de estatura, ancho de espaldas y de pies planos y juanetudos; el color de su cara, moreno pálido y algo reluciente; los pómulos destacados, los ojos pequeños y hundidos, los labios gruesos y mal cerrados, y las cejas espesas; la cabeza, en conjunto, redonda como un queso de Flandes, pero de mayor diámetro que el más grande de éstos; el pelo corto, espeso y áspero; la barba rapada a navaja, menos un mechón, entre mosca y perilla, que le colgaba del labio inferior, y una especie de barboquejo de largos pelos que le defendía el cuello de la camisa de los punzantes cañones de la sobarba. Sobre el pelo llevaba un jipijapa, y arrollado al pescuezo, un pañuelo de seda de cuadros rabiosos. Vestía levita negra de Orleans, y pantalón y chaleco de dril blanco, destacándose sobre el último gruesa cadena de oro, y calzaba holgados zapatos de charol.
Y es cuanto tengo que decir al lector acerca de don Apolinar de la Regatera, desde que salió impúbero de la choza paterna, hasta que llegó de retorno de la Habana, casi viejo, a la bahía de Santander.
Hallábase este mercado a la sazón a plan barrido, como decirse suele, en punto a azúcares y cafés. Súpose en breve lo del arribo de estos artículos por el bergantín fletado por don Apolinar; llovieron demandas sobre éste, y sin dejarle desembarcar siquiera, arrebatáronle el cargamento al precio a que quiso cederle.
De este modo el caudal de Regatera, mejorando, como los vinos, con el mareo, salió de la Habana como un millón, y al desembarcar en el muelle de Santander apenas podía revolverse en setenta talegas.
El salto, pues, a tierra, de don Apolinar hizo más ruido en el pueblo que el que han hecho en el mundo los saltos más célebres, desde el de Safo en Leúcade hasta el de Alvarado en Méjico y los de Leotard en los trapecios de su invención. Su entrada en Santander, a la vez que un negocio, fue un triunfo. La plaza le saludó con todos los honores, batiendo a su paso el cobre de las cajas más repletas, y abriéndole de par en par salones y gabinetes. El vulgo se conmovió también con tanto ruido, y en mucho tiempo no conoció al afortunado intruso otro nombre que el de el indiano del azúcar.
II
No era lerdo el tal cuando se trataba del vil ochavo. Aceptó de buena gana la consideración que se le daba por aquella plutocracia de tradicional severidad, y se propuso utilizar el arma para llegar más pronto con su auxilio al fin a que se dirigía.
Merced a tan favorable coyuntura, no tardó en conocer perfectamente el terreno que pisaba.
Santander era una aldea grande, con casas muy viejas y calles muy irregulares, donde el confort no se conocía ni se echaba de menos. Los hombres de quienes tomaba su prestigio e importancia la plaza famosa del mar cántabro no levantaban media línea más que él, ni procedían de otro origen más preclaro: indianos más o menos antiguos; sencillos en sus gustos, vulgares en sus formas, afanosos, pero nobles, en su profesión, ricos casi todos, e ignorantes sin casi, como se dejaba ver en la sencillez primitiva de la población cuyo sostén y principal objeto eran ellos mismos. Verdad es que eran muy orgullosos, más que orgullosos, ásperos, desabridos; pero también es cierto que este resabio sólo se dejaba sentir contra la gente de poco más o menos, y hasta se trocaba en impertinente amabilidad cuando se trataba de un caudal bien cimentado, de lo que podía certificar él mismo.
Sin riesgo, pues, de deslucirse, antes con muchas probabilidades de preponderancia, podía terciar como uno de tantos en aquel juego en que, con un poco de serenidad y de prudencia, se ganaba siempre.
Formada su resolución, hizo una visita a su pueblo, distribuyó algunos miles de reales entre sus paisanos, y se volvió a la ciudad donde tan importante papel hacía y quedaba algo que, aparte de su proyecto citado, le escarabajeaba en la moliera y tal vez en el corazón.
Este algo era la sexta hija de un rico colega suyo: una joven blanca como la azucena, fina como una seda y sosa como un espárrago. Viola don Apolinar cuando su padre le llevó a comer a su casa; halló en ella el tipo de sus ilusiones... y no quiso saber más. Pidió su mano, concediéronsela los papás, desde luego, y todos los que querían a la favorecida se alegraron: todos... menos uno. Éste era un joven jurisconsulto, de ingenio nada escaso, que seguía desde mucho atrás las huellas a la beldad en cuestión, habiendo recibido de ella más de tres sonrisas y de trescientas miradas, lo cual no era poco en un carácter semejante. Pero la firma del pobre abogado no se cotizaba en el bolsín, y el padre de su ídolo, que sabía esto... y lo otro también, no sosegaba un punto. Júzguese del placer con que oiría las proposiciones del nuevo pretendiente. En cuanto a la pretendida, no mostró hacia ellas la menor repugnancia; y se explica, aunque parezca que no: era el candidato indiano rico, y los novios de esta madera siempre fueron aquí de moda; y yendo a la moda una mujer, va muy a gusto, aunque lleve a cuestas un borrego.
Casado don Apolinar, alquiló tres partes de una casa próxima al Muelle: el piso principal, el entresuelo y el almacén; el primero para habitación, el segundo para escritorio y el tercero para depósito de mercancías.
El entresuelo es el que nos importa, y éste es el que vamos a examinar, tal cual se hallaba algunos meses después de ingresar el indiano Regatera en el gremio mercantil.
Era un salón angosto, largo y bajo de techo. A la derecha de la puerta de entrada había un doble atril de castaño; a la izquierda, otro más alto, de pino pintado de color de chocolate; junto al primero, dos banquetas, una forrada de badana verde, con tachuelas doradas alrededor del asiento, y otra sin forrar; junto al segundo, otra banqueta, también de madera limpia, y una especie de facistol de la altura de un hombre; entre los dos atriles, es decir, enfrente de la puerta, una mesa de castaño, rodeada de un listón de media pulgada de alto, y con un grande agujero en un ángulo, el cual agujero servía de boca a una manga de lona que por debajo del tablero de la mesa colgaba hasta cerca del suelo; a un extremo del salón, inmediatamente detrás del banquillo de las tachuelas, una puerta recién hecha, con gruesos clavos de apuntada cabeza, cerrada, sobre dos pernos enormes, con un colosal candado de hierro, amén de la llave que, a juzgar por el tamaño del ojo de la cerradura que se veía debajo de aquél, debía pesar dos libras cumplidas: cuando esta puerta, siempre por la mano de don Apolinar, se abría rechinando, a la luz de un cabo de vela de sebo que el indiano llevaba a prevención, se distinguía en el centro de una pieza de seis pies en cuadro una mole de hierro que, aplicando a una hoja de cierta guirnalda mal grabada que le servía de adorno la punta de un clavo trabadero, y después de haber dado seis vueltas a una llave especial y de soltar cuatro candados, se dejaba abrir por la parte superior, mostrando entonces por entrañas, montones de talegas repletas de oro y cartuchos de todas clases de monedas, menos de cobre, pues éstas yacían en saquillos de arpillera fuera de la caja, aunque dentro de la mazmorra también. Por todo adorno en las paredes del escritorio había un Plan de matrículas, otro de Señales de la Atalaya, una cuartilla de papel con los Días de correo a la semana, y una percha de cabretón. Añádanse a estos detalles media docena de sillas de perilla, arrimadas a los gruesos muros de la caja, y paren ustedes de contar. La banqueta forrada la ocupaba don Apolinar, y la inmediata su amanuense, a cuyo cargo se hallaban también el copiador de cartas y el de letras, más la presentación y cobro de éstas, sacar el correo, abrir y cerrar el escritorio, correr las hojas, etc., etc. La mesa del centro era para contar dinero, el cual se echaba por el agujero a la manga adyacente, que iba a desembocar al saco previamente colocado debajo. El otro atril, la banqueta y el facistol correspondientes eran para el viejo tenedor de libros.
Dos palabras acerca de este tipo, cuyo molde se perdió muchos años hace. Era su cargo el término anhelado de una carrera de treinta años de pinche, durante la cual, como es fácil de comprender, todo se concluía en el aspirante: el humor, el apetito, la salud... todo, menos la paciencia y el pulso. Este hombre no reía, ni hablaba, ni pisaba recio desde el momento en que entraba en el escritorio. Entonces se quitaba a pulso el sombrero, y a pulso le sustituía en la cabeza con un gorro de terciopelo negro; a pulso se ponía los manguitos de percalina; a pulso y con respetuosa parsimonia abría los libros, y a pulso mojaba la pluma, y sentaba las partidas, y ataba y desataba los legajos que le entregaba en silencio el principal, a cuyo cargo estaba la obligación de volverlos a recoger. Ordinariamente no fumaba; pero si tenía este vicio, fumaba cuatro medios cigarrillos al día, dos por la mañana y dos por la tarde, uno de ellos al medio y otro a la conclusión de la tarea, la cual tenía para él términos inalterables. No la cercenaba ni un segundo al empezar; pero si al ser las doce en su reloj de plata, por la mañana, o las seis por la tarde, le faltaba una palabra, una sola letra para concluir el renglón o período que escribía, alzaba la pluma, la limpiaba sobre el manguito izquierdo, y así quedaba el asunto hasta la próxima sesión. Ni un instante más ni menos de lo justo; ni una plumada siquiera en asuntos de la jurisdicción de otra mesa. En cuanto a los libros, eran suyos, exclusivamente suyos, y el principal mismo tenía que pedirle por favor que se los abriera para examinar el estado de alguna cuenta. ¿Tocarlos otra mano que la suya? ¡Jamás! La contemplación de aquellas letras perfiladas, de aquellas columnas inmensas de números casi de molde, de aquel rayado azul y rojo, era su orgullo, el único deleite de su alma al abrir las extensas páginas de sus dos infolios de marquilla. Un borrón sobre ellas, y su naturaleza, probada al rigor de un método inalterado de treinta años, se hubiera quebrado como débil caña.
Con un hombre así y los demás elementos materiales inventariados de su escritorio contaba don Apolinar de la Regatera como auxiliares de su instinto mercantil en la nueva campana que había abierto.
Los corredores le importunaban poco, pues sabían que de un hombre semejante se sacaba escasa utilidad. Efectivamente, don Apolinar, que no se fiaba ni de su sombra, gustaba de hacer los negocios por su mano; y así, no solamente los discutía a su antojo, sino que, no parándose en la fe de una muestra aislada, iba «a la pila», y allí se hartaba de palpar, oler y paladear el género, hasta que le hallaba a su entera satisfacción. Entonces, si el negocio era de «clavo pasado», le abarcaba solo; pero si presentaba la más pequeña duda, le dividía en lotes y, aplicándose uno a sí mismo, se consagraba una semana a conquistar amigos que cargasen con los restantes, mancomunidad en que él entraba con frecuencia a solicitud de algunos de los mismos reclutados. De este modo, si perdía, la pérdida no podía ser grande; y si se ganaba, eso más habría en la caja. Ganar poco y a menudo, y abarcar algo menos de lo que pudiera; pisar sobre terreno conocido, dejando siempre «cubierta la retirada»; llevar a la Habana frutos de Castilla y a Castilla frutos coloniales, o vender los unos y los otros en la plaza misma, si se presenta ocasión ventajosa; cobrar en moneda sonante y de buena ley; hundirla en los abismos de la mazmorra... y dejar el mundo y las cosas como se hallasen; y «Antón Perulero, cada cual a su juego, y a Cristo por redentor le crucificaron».
Tales eran sus máximas; tal era su ciencia.
He aquí ahora su estilo:
«Muy señor mío y mi dueño: Por la presente, acúsole recibo de la muy atenta y favorecida del tantos de los corrientes, atento a cuyo contenido diré:
Fue en mi poder la letra que adjunta acompañaba de su mismo puño, a los ocho días vista y cargo de estos señores Cascarilla Hermanos y Compañía, por valor de
Rs. 12.576 con 31 mrs. de vellón. Mencionados señores han dicho ser corriente referida letra, por lo que hago a usted abono en su cuenta de expresada cantidad, que en su día, y Dios mediante, será efectiva, sin cuyo requisito valgan en mi favor todas las salvedades de costumbre.
Subsiguientemente me impongo de que me dice usted: «Tal y tal /(y copiaba aquí cerca de una carilla de la carta de su corresponsal).» A lo que respondo refiriéndome a la mía del tantos, en que decía que: «Esto y lo otro (y reproducía íntegro un párrafo de su carta citada).»
El mercado de caldos sigue encalmado, si bien las aceites arribaron ayer a una poca de estima, motivado a que, como era día de correo, se supo que la cosecha de aceituna en el literal de Sevilla amagaba de malogro.
Azúcares. Este dulce en favor, máximen los mascabados y el blanco Bombita y el Guanaja.
Harinas. Este polvo un tanto desconcertado, según el viso que va presentando la sementera en Castilla, al respective de los últimos temporales.
Por el correo de la próxima semana venidera daré a usted nuevas noticias, si el caso lo requiriese. Por hoy sólo tengo que repetirme de usted, como siempre, y para cuanto guste, suyo afectísimo seguro servidor Q. B. S. M.»
Esto, dictado por don Apolinar, lo escribía su amanuense con la más desastrosa ortografía, sobre un ancho papel verdoso sin membretes ni garambainas.
III
Pasáronse muchos años, durante los cuales vio Regatera acrecentarse incesantemente su caudal; y fue dos veces Alcalde, y Cónsul, y hasta Prior del Tribunal de Comercio, y cuanto podía ambicionar entonces, por afán de lustre, un hombre como él. Habíale concedido Dios un hijo, para colmo de su satisfacción; y este hijo, después de ir a la escuela y tomar algunas nociones de latín con los padres Escolapios, fue, velis nolis, cuando tuvo quince años, agregado al atril principal del escritorio, con el objeto de que fuera instruyéndose en el ramo, para que algún día sustituyese a su padre en la dirección de la casa que éste había colocado a tanta altura.
Cuando el chico llegó a cumplir los veinte, pasaba en el ánimo del rico indiano algo que le hacía soñar más de lo conveniente. Oía, aunque muy a lo lejos, ciertos rumores extraños, y aspiraba en el aire reposado y tranquilo de la plaza efluvios de un olor que le era desconocido. Leía que en el extranjero viajaban al vapor hombres y mercancías, y que alguna plaza española se había dejado seducir ya por la tentación innovadora. Verdad es que Santander, excepción hecha de las diligencias que años antes se habían establecido, se hallaba en la misma patriarcal tranquilidad en que la dejó él para ir a América y la halló a su vuelta; que su comercio seguía tan rutinario como entonces; que en su exterioridad no revelaba, ni al más avaro, que servía de albergue a una comunidad de capitalistas cuya justa reputación de tales daba ya la vuelta al mundo; y, en fin, que la procesión de carretas cargadas de harina que diariamente asomaba la cabeza por Becedo, lejos de disminuir en longitud, llegaba con la cola hasta Reinosa; pero que afuera pasaba algo, y algo muy grave, era evidente; que ese algo amenazaba la quietud tradicional de Cantabria, estaba bien a la vista. Y ¿qué sucedería en el caso probable de una invasión? No podía él adivinarlo, porque no conocía al enemigo. Era, pues, indispensable conocerle para resistirle si se podía, o para aliarse a él si valía la pena; y
-¡Vete con mil demonios a ver qué es eso! -dijo un día a su heredero.
Y éste marchó, bien recomendado, a Francia, Inglaterra y Alemania, a instruirse en todo cuanto cupiera en la jurisdicción de un comerciante «a la extranjera».
Seis años se estuvo por allá el joven Regatera; y a su vuelta, presentándose con patillas muy largas, cuellos hiperbólicos y fumando en pipa, le recibió don Apolinar con una ansiedad indecible. El ruido extraño había ido en ese tiempo creciendo, y los efluvios impregnando toda la atmósfera de la plaza; el enemigo avanzaba rápido, y hasta se dejaba ver en ella, y don Apolinar y los suyos eran notoriamente el blanco de la saña del invasor: el terreno se hundía bajo sus pies, y en todas partes estaban estorbando. Como a los cómicos viejos que hacen papeles de galán, se les toleraba a veces en obsequio a lo que habían sido; pero lejos de excitar el entusiasmo sus esfuerzos, inspiraban compasión.
Sus trajes, sus costumbres, su estilo, todo en ellos empezaba a ser raro; y el pueblo mismo, tan fiel hasta entonces a las exigencias del carácter de los viejos señores, ocultaba sus ruinas, lavaba su cara, ensanchaba sus calles y se entregaba alegre y ufano al intruso. Decididamente no era la generación de don Apolinar, encanecida y achacosa, la que había de luchar contra aquel torbellino, ni de soportar siquiera su vertiginoso empuje sin perecer en él. De aquí la ansiedad con que Regatera recibió a su hijo al volver éste de «esos mundos de Dios», como decía el pobre hombre cuando hablaba del paradero del expedicionario.
Ni el polvo del camino, como quien dice, le dejó limpiarse.
-Esta es mi fortuna limpia y saneada: cinco millones y medio, en buques, mercancías y onzas de oro. No eres lerdo ni calavera; pero de nada servirá tu prudencia si los demás te empujan; no me inspira fe vuestro porvenir, porque eso es más fuerte que todos vosotros; y como sería muy triste que después de pasar la vida amontonando talegas tuviera, de viejo, que comer de limosna, retiro del fondo el pico para mí, y te dejo el resto, que no es flojo. Buen provecho te haga y allá te las arregles, que, al cabo, para ti había de ser.
Dijo don Apolinar, y, enternecido, traspasó a las manos de su hijo el cetro de su adorado imperio.
IV
El modesto escritorio quedó radicalmente transformado desde el momento en que el nuevo jefe de la casa se posesionó de él. La caoba, la gutapercha y el aterciopelado papel sustituyeron al castaño, a la badana y a la deleznable cal de aquellos atriles, banquetas y paredones. Cayeron con estrépito los de la mazmorra, y en vez de la pesada caja que amparaban codiciosos, colocóse en el elegante improvisado gabinete, cerca del boureau señorial, un esbelto cofre-fort. Seis dependientes ágiles, alegres y tan elegantes como el principal, se distribuyeron en las respectivas funciones, incluso la de tenedor de libros, que dejó vacante el viejo de marras, mal avenido con los «títeres intrusos». Barómetros de todas formas, tarifas de vapores y ferrocarriles en dorados marcamentos y mapas de todas las regiones del mundo, llenaban las paredes; prensas para todo cuanto antes ejecutaba la mano del escribiente ocupaban los rincones, y el voluptuoso sofá tapizado brindaba con su comodidad a cuantos esperaban el pago de una letra o la contestación de un simple recado. Todas las demás minuciosidades del escritorio guardaban perfecta armonía con este tono. En el gabinete del jefe, pero fuera de su alfombrada tarima, se había colocado una butaca para don Apolinar, que, por afición, por interés propio y por necesidad (pues ya muy viejo y no sabiendo más que ser comerciante, se aburría en todas partes), la ocupaba casi todo el día, durmiendo a ratos, oyendo a veces y preguntando a menudo sobre lo que veía y escuchaba.
Giraba la casa bajo la razón de Hijo de don Apolinar de la Regatera, no por respeto cariñoso a la memoria del padre, sino en consideración al valor que su nombre de guerra tenía en el comercio de España y de toda América.
La calma, la reflexión hasta la pesadez, habían sido la expresión característica del espíritu mercantil del indiano; la vivacidad, la inquietud, la prisa hasta la ligereza, lo eran del de su hijo, como creía observar el primero hasta en los actos más triviales de las tareas del segundo.
-¿Londres? -decía lacónicamente un corredor entrando.
-¿Mucho? -le respondía el joven comerciante sin levantar la vista de su pupitre.
-Setecientas, ocho, once: aceptadas.
-¿A...?
-Redondo.
-Por París.
-¿Corto?
-¿Vista?
-Fecha.
-¿Cambio?
-Veinte.
-Se andará. ¿Primeras Riosecana y Flor de Arriba?
-¿Para?
-Al quince: a diez y nueve y medio y diez y nueve y cinco octavos. Treinta mil.
-Sobre buena, diez y nueve y diez y nueve y cuartillo; dos meses, dos y medio: tres por ciento.
-Lo veré. ¿Nada más?
-Por aquí no.
Y se iba el agente y no le miraba siquiera el comerciante; y el que había encanecido siéndolo se quedaba in albis.
En la correspondencia brillaba el propio laconismo. He aquí un modelo de los más explícitos que constaban, a media tinta, en el volumen no sé cuántos del copiador mecánico, o de prensa:
«Muy Sr./m: En m/poder s/grata I.º act.l; y silenciando puntos de conformidad, paso a decirle he desplegado de ella £ m/.8 d/v c/Butifarra y C.º, de Barc.na, por
Rvon. 10.560,86 que, s. m. p., paso al crédito de s/c.
Impuestos de s/proposición estos Sres. Carpancho Herm.s que examinarán, contestándole directamente s/particular.
Para el mercado, me remito a la adjunta Revista, que desearé le aproveche.
De V. afmo. s.s. q. b. s. m.»
Y por firma había llevado esta carta un garabato que lo mismo podía decir Hijo de don Apolinar de la Regatera, que Padre del sacristán de la Parroquia.
No tardó el viejo indiano en advertir que este sistema eléctrico no era exclusivamente propio de su hijo, sino de toda «la clase», y de que no se aplicaba sólo a los detalles mecánicos del escritorio, sino que servía de base al flamante espíritu mercantil.
Se había hablado tiempo hacía de la necesidad de dotar a Castilla de un puerto de mar, y se había demostrado que este puerto debía ser el de Santander, uniendo la comunicación entre ambas regiones con una línea férrea, en lugar de las tradicionales reatas de mulos y carros del país. El plan era vasto y costosísimo; pero como debía ser reproductivo en extremo, se había aceptado con regocijo.
Llegó la ocasión de acometer la empresa, y don Apolinar vio con susto a su hijo trocar pilas de reverendas peluconas por algunas resmas de papel pintado. Poco después ofrecían al accionista una prima considerable por la cesión de sus títulos, pero esperando sacar de ellos en el día de mañana utilidades más pingües, desechó la oferta.
El mecanismo de cobros y pagos era engorroso, y el dinero, quieto en la caja, ni estaba seguro ni ganaba; además, el porvenir del comercio eran las sociedades de crédito. En consecuencia se formó una, y de ella fue el principal accionista el hijo de don Apolinar. Con parte de las onzas amontonadas por su padre pagó las acciones, y el resto le envió a la caja de la sociedad, que le abrió en el acto una cuenta corriente. A los pocos días de cubierto el cupo de la emisión, hubo la indispensable oferta de prima a los tenedores y la consabida resistencia de éstos, en espera siempre de mejor ocasión.
Los desairados en el reparto de las dos gangas anónimas, habiendo tornado ya el gusto al papel, formaron capítulo aparte y echaron a la plaza nuevas resmas de otra sociedad que se creaba para esto y para lo de más allá.
Tragóse también este cebo como pan bendito, cubrióse el cupo en breve, solicitáronse con prima las acciones y quedóse con las muchas que tenía el joven Regatera esperando «el día de mañana».
Hubo también esta vez envidiosos de la suerte de los accionistas primitivos, y «allá va, dijeron, esa lluvia de papeles de una sociedad de crédito que fundamos para explotar aquello, y lo otro y lo de más acá». Y también se cubrió el cupo, y también se ofreció la acostumbrada prima, y también la rehusó nuestro comerciante, metido como el que más en esta cuarta asociación anónima.
Y como al último lo que se buscaba era lisa y llanamente la primada, surgían proyectos de nuevas sociedades detrás de cada esquina, no parándose nadie en el objeto a que decían destinarse, porque no habían de llegar a constituirse siquiera.
Algo de esto quería hacer con las mercancías el hijo de don Apolinar. Agotadas las de su casa y comprometidas las de la plaza, diose a vender harinas que aún no se habían molido, trigos que no se habían sembrado.
El negocio era bueno si en el día prefijado para la entrega el precio de la mercancía era más bajo que el estipulado; pero si sucedía lo contrario, calculen ustedes lo que podía costarle la arriesgada operación.
Después no se contentó con esto: importándoles a él y al comprador muy poco la formalidad material de la entrega de lo vendido, suponían una a fecha y precio convenidos, y se comprometían a abonarse respectivamente la diferencia de más o de menos, según que jugaran al alza o a la baja, partiendo del tipo prefijado.
-Pero, hombre -decía en estos casos el viejo Regatera-: para eso, más te valdría jugarlo a una carta o a cara o cruz; a lo menos abreviarías la agonía que necesariamente sufres viendo durante meses enteros pender de una casualidad la mitad de tu fortuna.
Y el hijo se sonreía con desdén, y el padre se aterraba.
Porque no perdiendo ripio de cuanto pasaba en su derredor, veía que de aquéllos sus positivos caudales no quedaba ni señal; que su hijo los había trocado por cifras que cada día iban perdiendo una parte considerable de su valor real; que tenía los cartapacios atestados de este papel y de otros, representando grandes sumas sin más garantía que las firmas de los respectivos deudores, tan empapelados con el acreedor de quien ellos, a su vez, tenían no flojo montón de obligaciones; presumía que toda la plaza se hallaba lo mismo, y era evidente para él que una sola piedra que se desprendiese del inseguro edificio le haría desmoronarse hasta los cimientos.
-¿No te asusta esta situación? -decía a su hijo.
-Al contrario: me deleita -respondía el iluso.
-¿Pero y tu dinero?
-Aquí está centuplicado.
-En papeles.
-Que valdrán mañana montes de oro; y en prueba de la fe que en ello tengo, acabo de comprar más acciones de la sociedad Tal...
-Acciones que, como todas las que tienes, valen hoy un treinta por ciento menos de lo que te costaron.
-Pero como han de subir necesariamente en su día, compro más para ganar más.
-¿Y si no suben?
-¡Bah!
-Y si, concediéndote que se cumplan tus esperanzas, te ocurriese en el ínterin un apuro de los que te acarrean a cada paso tu juego favorito de las diferencias y otros por el estilo, ¿qué sería de ti?
-¿Y los recursos del crédito?
-¡Si tienes echado a la plaza cien veces más del que puedes sufrir!
-Juzgando con el viejo criterio mercantil, yo lo creo.
-¡El viejo criterio!... el viejo... ¡ingratos! ¡El viejo os amontonó esos caudales que apenas veo por ninguna parte; el viejo criterio os legó con ellos un crédito bien fundado, que estáis destruyendo miserablemente!
-Para edificar.
-¿En dónde?
-En todas partes: hemos creado un pueblo; hemos dado la vida al cadáver del país entero.
-Habéis echado la casa por la ventana, y nada más.
-Aun así, por generosa fuera justificable nuestra conducta.
-No hay generosidad en arrojar la hogaza cuando no se está seguro de no tener que salir después a mendigar un mendrugo de ella.
-En todo caso, ¿quién se opone a la corriente?...
-La prudencia, el viejo criterio.
-No pudo resistirla y abandonó el campo.
-A una generación más joven, para que con sus bríos y nuestra experiencia utilizase lo bueno del actual sistema; no sus errores, no sus delirios. Eso queríamos y eso han hecho los únicos que en este desconcierto que a ti te arrolla, marchan con pie firme al término que se han propuesto.
-Ya veremos qué camino es el mejor, si el de ellos o el mío.
-Lo tengo bien visto ya. El tuyo es el de la perdición; el otro, todo lo contrario.
Y en esto, yo no sé qué aires soplaron en Castilla, que, trasponiendo las cumbres de Reinosa, bajaron al valle, y a su contacto se bamboleó la piedra en que espantado pensaba don Apolinar, y todas las del edificio se removieron: todas, menos unas pocas adheridas aún a la argamasa rancia que sabían batir los viejos comerciantes. El temor de una catástrofe produjo un pánico indescriptible. Hasta entonces las de este género se contaban en Santander como hechos fenomenales, y el temor de que pudiera realizarse una quitaba el sueño todavía a los menos aprensivos y más asegurados.
Al mismo tiempo, las cajas de aquellas sociedades que habían de realizar tantos prodigios, lejos de dar, pedían hasta por Dios, para no fenecer de hambre, consumido ya cuanto en ellas se había depositado; suceso que, como es lógico, se dejó sentir en todas las carteras de la plaza, que mermaron en más de tres cuartas partes del valor del papel que atesoraban. Del vacío resultante vino el desequilibrio natural, y por consiguiente, el desencadenamiento de la tempestad, que a los primeros embates dio en tierra con la vacilante piedra, la cual se llevó consigo cuantas se hallaban en su inmediato contacto. ¡Allí fue el crujir de los dientes y el temblar de la voz y el maldecir de aquel engrudo que ningún apoyo prestaba a los removidos sillares que trataba de sostener; allí fue el buscar el barro que representaba y por el cual se había trocado en mejores días, y allí fue el negarse los que le tenían a dar una mala paletada de él por todo el inútil fascinador amasijo!
Y siempre creciendo el vacío y cada vez más furiosa la tormenta y más desamparado el edificio, crujió todo él y al cabo se desplomó con horrible estrépito, pereciendo entre sus ruinas hasta el último ochavo, y algo más, del hijo de don Apolinar de la Regatera.
Éste, que creyó poder presenciar el desastre con sereno valor, al ver entre sus escombros destacarse incólume la parte que había encomendado su seguridad al viejo cemento, sintió en su pecho tan vivamente la elocuencia del contraste, aquella palpable confirmación de su sistema, que reventó en el acto, de despecho, de pena, de desesperación... y de viejo.
V
Hijo del egoísmo el tal sistema, había reinado muchísimos años sobre la plaza sin extenderla un palmo, sin fijar un adoquín en sus angostas calles y sin salir del paso de sus recuas de mulos; pero atesorando enormes positivos caudales que llevaban la abundancia desde el hogar del propietario al sotabanco del bracero. Hijo el otro del entusiasmo, lanzóse a la calle, destruyó lo viejo, removió la tierra, reparó, creó y combinó; y hubo un instante en que pareció anegarse el país en la abundancia; en que el confort llegó hasta el fregadero y creyó el más pobre que había caído de pie en mitad de la famosa Jauja; pero no se echó de ver que los recursos que desatentadamente iba creando el delirio de la ambición, no podían con el peso de las necesidades que de los mismos se desprendían; que, como muchas sustancias de la naturaleza, el crédito, en dosis prudentes, es elemento de la vida, y en exageradas proporciones tósigo violento; y sucedió el marasmo a la efervescencia, la penuria a la abundancia, el duelo a la alegría y el remordimiento a tanta ilusión deslumbradora.
Sin embargo, pródigo el hijo de don Apolinar, aún le sirve de alivio, en medio de su desgracia, la contemplación de la obra que contribuyó a su ruina, y mira, con cierto orgullo justificable, la parte que de sus actuales bellezas y comodidades le debe su pueblo. Avaro el padre, en idéntica situación, en su tiempo, nada encontraría que poner enfrente de su imaginación sino el recuerdo desesperante de su perdido tesoro.
Lo cierto es que con los generosos instintos del uno y la reflexiva parsimonia del otro, podía haberse hecho una mezcla de peregrinos resultados; pero también es verdad que si el hombre se colocara una vez siquiera en el justo medio de la razón, esa vez haría traición a una de las más esenciales condiciones de su naturaleza: el equivocarse en la mitad, por lo menos, de todo lo que cavila y ejecuta.
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