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José María de Pereda
El buen paño en el arca se vende
Tengo el gusto de presentar a ustedes a la señora doña Calixta Vendaval y Chumacera, de Guerrilla y Somatén, mujer de cincuenta eneros cumpliditos, enjunta de carnes, pálida de cutis, sutil y hasta punzante de mirada, y bajita de estatura.
Dice a cuantos se lo preguntan, y a muchos más, que su marido es coronel retirado del ejército de la Isla de Cuba, en donde ganó el grado rechazando la invasión del filibustero López; pero yo sé de buena tinta que el señor Guerrilla y Somatén no pasó jamás de teniente con grado de capitán, carrera, en mi concepto, brillante para un hombre que, como el marido de doña Calixta, procede de la clase de tropa y es además muy bruto y muy feo. Pero doña Calixta no es de esta opinión; y lejos de ello, es capaz de arañarse con cualquiera que se atreva a poner en duda que su marido es un hermoso y bizarro militar que tiene tres galones como tres luceros. Sírvales a ustedes de gobierno esta circunstancia, especialmente en este instante en que van a ser presentados por mí a la simpática familia de aquella señora.
Tres hijas y un hijo tiene doña Calixta. La mayor de las primeras pasó ya de los treinta abriles, aunque ella, como es de rigor, lo niega a pie juntillo: es rubia, bastante flaca y sobradamente marchita; se llama Pilar y hace doce años está en relaciones con un teniente de infantería que desde que era alférez espera el empleo de capitán para casarse con ella. La segunda, Trinidad, Trini, llamada, por apócope, entre sus amigas y su familia, es trigueña, también enjuta, y frisa en los veintisiete. Ésta muda de adoradores con más frecuencia que su hermana: en cinco años ha recorrido casi todas las clases de servidores del Estado: últimamente ama desesperadamente a un auxiliar de aduanas que, por no alcanzarle el mezquino sueldo para cubrir las exigencias de su pasión, negocia más empréstitos que el Gobierno y tiene más ingleses que Gibraltar. La tercera se llama Leonor: es más bonita y más fresca que sus hermanas, de quienes ha conseguido hacerse llamar Leonora. Delira por Il Trovattore... y por un escribiente sin sueldo, sólo porque lleva por nombre Manrique. El cuarto vástago de doña Calixta es un gaznápiro de doce años, destrozón, sucio y díscolo: hace seis años que va a la escuela y todavía no sabe leer; pero es capaz de beberse, sin resollar, dos copas de ron, si se las pagan, y se fuma cuantas colillas encuentra en la calle: se le educa para militar, y es mucho más bruto y más feo que su padre; se llama Augusto, y jamás se ha visto un nombre peor colocado.
Doña Calixta tiene algunas posesiones en la Montaña, heredadas de su tío, cura párroco que fue de un pueblecito de Trasmiera, y bajo cuyo amparo estaba dicha señora cuando se casó con Guerrilla, que era entonces sargento con grado de oficial. Con lo que estas haciendas producen, que es bien poco, y el retiro de Guerrilla, vive en Santander la familia de doña Calixta, feliz y satisfecha... si hemos de juzgar por lo que se ve.
Ni la sediciente coronela ni sus hijos han salido jamás de la capital de la Montaña, no sé si por apego de la primera a la tierruca, o por razones de economía: lo cierto es que Guerrilla, con quien parece haberse complacido el Gobierno haciéndole correr toda la Península y provincias ultramarinas, no ha llevado consigo en sus largas peregrinaciones más familia que el asistente y la Ordenanza, ni ha gustado los placeres del hogar doméstico, en cuarenta años de carrera, más que durante cinco meses, tiempo de otras tantas licencias temporales que pudo obtener. De aquí que las hijas de este buen señor sean conocidas siempre en los círculos santanderienses por las de doña Calixta, y jamás por las de Guerrilla. Y me alegro de haber hablado de este asunto, porque no faltan lenguas que aseguren que el no citarse nunca con el nombre de Guerrilla a su familia, consiste en que ésta se preocupa muy poco del pobre retirado, y hasta que es ella también la causa de que el teniente con grado de capitán se pase los once meses del año en las haciendas de su mujer entregado al cultivo del repollo y de algunos frutales, y al cobro de las rentas que producen unos cuantos prados de regadío y dos casitas de labranza.
Estas mismas lenguas, que pertenecen a ese grupo heterogéneo y multiforme que se llama público, son las que más consumen la paciencia de doña Calixta, que no es sorda, con ciertas voces que hacen correr, interpretando maliciosamente hasta los actos más triviales de la familia de la coronela. Hay que convenir en que con ciertas «gentes» no hay tranquilidad posible. Estas «gentes» son las que en todo pueblo, grande o pequeño, pero especialmente en los que son ilustradas medianías, entre corte y cortijo, llevan a cada vecino una cuenta corriente, en la cual aparecen consignados los más insignificantes gastos al frente de los más mezquinos ingresos; y, como si ellas lo pagaran, alcanzan el cielo con las manos en cuanto exceden en un céntimo los primeros a los segundos. Pues bien; estas gentes son las que más muerden a todas horas a las de doña Calixta, porque a pesar de sus cortísimos recursos habitan una gran casa, dan reuniones de vez en cuando, visten siempre a la moda, frecuentan bailes y espectáculos, y se pasan todo el santo día de Dios visitando tiendas y recorriendo calles. ¡El diablo son estas «gentes»!
Un deber de amistad me obliga a tomar cartas en este juego, si no para vindicar completamente ante el público a la familia del buen Guerrilla, para dejar, al menos, las cosas en su verdadero terreno. Vamos por partes.
Cobra doña Calixta por rentas de sus haciendas y retiro de Guerrilla, diez mil reales, pico más o menos.
Esto lo saben «las gentes» tan bien como ella, y, en su consecuencia, se escandalizan de que no viva en una casa retiradita para que sea barata. Y aquí me cumple a mí decir que la gente apunta bien, pero no da.
Es verdad que la casa que habitan las de doña Calixta está en una de las calles principales, y ostenta gran balconaje y ancho y lustroso portal; mas lo que no saben «las gentes» es que la tal habitación sólo consta de una salita con dos alcobas, de otra oscura en el carrejo y de un reducidísimo comedor junto a una exigua cocina con sus aún más exiguas dependencias: total, que el cuarto que habitan las de doña Calixta no tiene más que fachada, razón por la que sólo les cuesta cinco realitos diarios. También es cierto que por este mismo precio se podía hallar en las calles excéntricas de la población una casa mucho más desahogada y cómoda y saludable; pero las de doña Calixta prefieren la que habitan por cuestión de lustre, que al cabo es un gusto tan respetable como el que más.
Y continúan «las gentes»: «El lujo y los moños que gasta esa familia, planchado, fregado y servidumbre que esto exige, requieren gastos que no pueden cubrirse con lo que resta de los diez mil reales después de satisfechas las atenciones indispensables de una casa...».
Otra exageración que vamos a demostrar. Consideren ustedes que en casa de doña Calixta no hay siquiera una mala criada, pues allí se arreglan todos con la aguadora, para lo más esencial, merced a un cortísimo sobresueldo que se le da. Ella hace la compra diaria de plaza, enciende el hogar, pone al fuego el sencillísimo puchero, friega por la tarde la vasija y hace los recados. El resto queda a cargo de doña Calixta y sus hijas: y el resto se reduce simplemente a que se dé la primera una vuelta por la cocina, al sonar la una, para sazonar el puchero y hacer la sopa, poner en seguida la mesa y servir de un solo viaje toda la comida, compuesta de sota, caballo y rey, como decían los estudiantes de tricornio y cuchara de palo; y al avío de la casa, que es de cuenta de las chicas. Esta operación se despacha en un cuarto de hora. Ya he dicho que en la tal casa no hay más que tres alcobas; debo añadir ahora que en éstas sólo hay dos camas: en la una duermen las tres chicas, y en la otra doña Calixta y Augusto. Por lo que hace a Guerrilla, las pocas noches al año que pasa con su familia se arregla como puede en un catre de tijera que se habilita en el cuarto oscuro. De manera que se reduce el avío a mullir dos camas, barrer los suelos y quitar los polvos. La ropa blanca da poquísimo que hacer, pues no hay más que la que está en uso y otro tanto que se llevó la lavandera. En cuanto al planchado de las enaguas, ocurre una vez cada semana y le hacen las chicas, que no quieren privarse ni de sus paseos ni de sus otros placeres cotidianos, a las altas horas de la noche del sábado. ¿Qué despilfarro... de dinero encontrará en todo esto el más roñoso fiscal? Pues pasemos ahora al ramo de vestidos y moños.
El menos avezado a examinar los caracteres del lujo podrá notar, si se fija un poco en los trajes que usan generalmente las de doña Calixta, que éstos son de género marchito y de color enfermizo; que les falta esa tersura fresca y rechispeante que distingue los de las verdaderas elegantes, cualidad que es la voz, digámoslo así, que va pregonando por calles y paseos: «Estos trapos nuevecitos acaban de salir del taller de la modista, y están cortados y sazonados con arreglo a los preceptos más severos de la última moda».
Las hijas de Guerrilla, sépanlo ustedes, dan treinta vueltas a sus trajes y prendidos: ora les ponen lo de abajo arriba, ora lo de arriba abajo, ora atrás lo de delante, ora lo de dentro afuera; para las cuales operaciones tienen una costurera baratita, que posee además la gracia de darlas exacta noticia de lo poquísimo que ellas ignoran en cuanto a crónica local: verbigracia, matrimonios en ciernes, idem en crisis; «jóvenes» recién llegados a la población, con qué figura, empleo y sueldo; si dejan novia en el punto de su procedencia, etc., etc.; si se proyecta algún baile; si se fueron o no los forasteros que pasaron por su calle más de tres veces el día anterior; dónde se han hecho y cuánto valen los vestidos que llevaron al paseo el domingo último las de X o las de Z; si se pagaron o si se deben, etc., etc... Tal es el misterio que envuelve el lujo de las de doña Calixta; misterio que deben tener en cuenta las gentes que se escandalizan de verlas, lo menos una vez cada día, revolviendo géneros en las tiendas de modas. Harto se deja comprender, después de lo dicho, que si bien son la desesperación de los horteras, por lo que les hacen plegar y desplegar, en cambio, de higos a brevas compran algo; de lo cual, sin que yo se lo demostrara, debían estar convencidas «las gentes», si se tomaran la molestia de observar cómo estas chicas se despiden en los establecimientos que frecuentan: «Conque dice usted que el último precio de este corte es tal, y el de este otro cual, y que nos dará en tanto las mangas y en cuanto los pañuelos... Corriente. Pues en consultándolo con mamá nos decidiremos y le pasaremos a usted el recado por la muchacha». Así se despiden generalmente las de doña Calixta en las tiendas de modas; y sabido es en toda tierra de cristianos lo que semejante despedida quiere decir.
Que doña Calixta da reuniones: convenido; pero vamos a ver cómo las da. Invita una vez cada semana, durante el invierno, a todos sus conocimientos íntimos, que están reducidos a tres o cuatro familias de la índole de la suya, y a una porción de empleados de cortísimo sueldo, jóvenes imberbes los más de ellos que hacen alguno que otro soneto por Semana Santa o alguna décima por Pascua de Navidad. Como la sala es pequeñísima, fuera ocioso convidar a más personas. Las que en ellas se reúnen la llenan de bote en bote. Empieza la «soaré» a las ocho de la noche, y son los primeros que a ella asisten los dos futuros yernos de doña Calixta; y digo los dos, porque el teniente muy rara vez se halla en la ciudad. Excuso decir que en la «soaré» se baila mucho; pero como en la casa no hay piano, ni siquiera una mala guitarra, se ha convenido en que los mismos que bailan tarareen el aire, en el cual ejercicio se ha captado el joven Manrique la honrosa calificación de «ruiseñor». Por eso es muy frecuente oír entre la confusión de estos bailes éstas o parecidas exclamaciones: «No apriete usted mucho, no me haga usted reír, no me distraiga usted, porque voy a desafinar».
La sala está alumbrada por un quinqué que consume un cuarterón de aceite, y en el comedor arde una bujía de estearina; junto a la bujía hay una bandeja, y en la bandeja un paquete de azucarillos y media docena de vasos llenos de agua. A esto se reduce todo el gasto que hace doña Calixta en cada reunión que da a sus conocimientos.
Y ya que de estas reuniones se trata, creo que estoy en el deber de citar el rasgo que más las distingue. Éste consiste en alguna barbaridad de Augusto. Augusto, cuando ha pasado el día corriéndola fuera de la ciudad, vuelve a casa rendido y jadeante, y se acuesta al anochecer. Cuando esto sucede en noche de reunión, es segurísimo que al darse la primera vuelta en la cama, a eso de las nueve y media o las diez, es decir, cuando la tertulia está más en punto de caramelo, arma el gran escándalo, comenzando a gritar de improviso desde el fondo de la alcoba, junto a la cual se entretienen tal vez algunas parejas en dulces y sentidos conceptos amorosos.
-¡Ayyyrrr... re San Bruno!!... ¡Mamá!!
Doña Calixta palidece y entra corriendo en la alcoba, cerrando apresuradamente la puerta.
-¡Calla, condenado! -dice muy bajito, pero con mucha rabia, al energúmeno-. ¿Qué mil diablos te pasa?
-¡Que me comen vivo! -responde Augusto, gritando mucho más alto.
-Pero, ¿quién te come, alma de Lucifer?
-¡Las pulgas!... ¡las chinches!!...
-¡Hijo de los demonios! -exclama doña Calixta, tapando la boca a Augusto, que cada vez grita más-; ¿no ves que está la sala llena de gente?
-Que se vaya al infierno esa gente; yo no tengo nada que ver con ellas... i Hambrones, que vienen aquí a llenar la tripa de azucarillos!...
Doña Calixta, en el colmo de la ansiedad, pone una almohada sobre la boca de su hijo y le sacude un par de puñetazos. Pero el gaznápiro se desprende con rabia de la blanda mordaza, y grita mucho más recio:
-¡Esto no es cama!... ¡Esto es un bardal! ¡y la culpa de ello la tienen esas pingolondangas de mis hermanas, que son capaces de vender las sábanas por un moño!
La coronela, no sabiendo ya cómo tapar el resuello a aquel ganso, le echa encima toda la ropa del colgador y hasta las sillas, y se vuelve a la sala; pero su hijo, derribando al suelo de un respingo todos los trastos que le sofocaban, coge una bota, tira con ella a su madre y la pega en el occipucio, en el instante en que esta atribulada mujer abría la puerta de la alcoba. Doña Calixta aparece en la sala haciendo que se ríe con las bromas de su hijo; pero la tertulia se ha comido la partida, a pesar de los esfuerzos que han hecho para desorientarla las chicas de la casa durante la refriega, y no acepta de todo corazón la sonrisa de la mamá.
Si Augusto no está en la cama cuando hay reunión, todavía son más temibles sus inconveniencias. A lo mejor se presenta descalzo, o en camisa, en medio de la sala, pidiendo, por ejemplo, el cordel de su trompa, empeñándose en que alguna de sus hermanas se le ha cogido para amarrarse las enaguas; trata a sus tertulianos a la baqueta; les dice que se larguen a la calle porque quiere cenar; les cuenta que la cena no tiene arte ni sustancia, y que sus hermanas no piensan más que en emperejilarse, y que no tienen más camisa que la puesta y otra, y que a veces andan a la greña porque se disputan el único refajo decente que hay en casa, y que rabian por casarse, y que por algo su papá no quiere parar en casa... ¡qué sé yo! porque aquel bárbaro, en cuanto se enfada, no tiene atadero y cuenta lo que sabe y hasta lo que presume. Los tertulianos de doña Calixta, con estas escenas que tienen lugar infaliblemente en todas las reuniones que da la coronela, sudan la gota gorda de pura vergüenza... pero siguen asistiendo a ellas a pesar de todo.
Y demostrando ya que estas reuniones, si bien originales, no son caras, pasemos al asunto de los espectáculos.
Al decir «las gentes» que las chicas de Guerrilla asisten a todos los de pago, las calumnian. Yo sé que los frecuentan poquísimo, y esto con su cuenta y razón. Por ejemplo: sabe doña Calixta que una familia muy conocida suya se dispone a ir al teatro; pues pasa un recado a la señora, concebido en estas palabras, que la aguadora que le lleva va repitiendo por el camino:
«De parte de doña Calixta, que tome usted otra luneta para la señorita Pilar, que ella le abonará a usted el importe mañana, y que cuando ustedes vayan al teatro, que se pasen por su casa para acompañarla».
La luneta se compra, y la hija de doña Calixta va a ocuparla. Pero, ¿con qué cara le pide a la coronela al día siguiente la familia pagana un par de pesetas, a pesar de las instancias de aquélla?
-Me quita usted la libertad, con este desaire, para incomodarlas otra vez -dice, como si realmente estuviera ofendida, doña Calixta.
Y con esta moneda paga de ordinario el teatro a sus hijas: razón por la que siempre las verán ustedes en los espectáculos de pago dispersas y agregadas a otras familias; jamás reunidas y en un solo grupo con su mamá.
Su fuerte son los espectáculos gratis y al aire libre. Ellas son las que inauguran los paseos nocturnos de verano en la Alameda Primera, y las que los cierran en octubre. Si hay música en la Plaza Vieja, allí están ellas, con un pañuelo de seda echado sobre la cabeza, rompiendo las masas para examinar hasta la última cara de los circunstantes y el último escondrijo de la plaza. Que por casualidad llegó un batallón que se embarca en este puerto para otro cualquiera del reino: allá van ellas junto a la plana mayor, a misa y a la revista. ¿Hay procesión? A los balcones de la carrera. ¿Suena el tamboril? A la calle, que por algo sonará. ¿Entra en el puerto un buque de guerra? A visitarle tres veces al día. Para probar a ustedes hasta qué extremo adoran estas chicas el aire de la libertad y lo que suene a broma y espectáculos, básteles saber (y esto me consta por una indiscreción de Augusto) que llevan un libro en el cual tienen anotadas todas las serenatas de rúbrica del año; todas las procesiones, con la demarcación de las calles que recorren y balcones con que pueden contar para verlas; épocas probables de cambio de guarnición; bailes campestres; chicos aceptables, con expresión de sus edades, carácter, posición y figura; funciones religiosas solemnes, etc., etc.
Merced a esta pasión de publicidad que las embriaga, las chicas de doña Calixta son conocidas hasta de la última fregona de Santander, y no hay un ser que respire en este pueblo de quien ellas no puedan dar más pormenores que un agente de policía. Si ellas faltaran una sola vez de un paseo, de una serenata o de un espectáculo cualquiera, el público lo notaría, sin darse cuenta de ello, como nota el derribo de una casa en una calle, o de un árbol robusto en la Alameda. «Yo no sé lo que es», diría, «pero aquí falta algo».
Y ahora que conocen ustedes la vida y milagros de la familia de doña Calixta, díganme, desprovistos de toda pasión, si no son unas embusteras «las gentes» que aseguran que las hijas de Guerrilla gastan mucho más de lo que importan las rentas de su madre y el retiro de su padre. ¡Bonito es el genio de doña Calixta para tolerar despilfarros en su casa!
Desengáñense «las gentes»: el gusanillo que roe la tranquilidad de la coronela no es la pasión del lujo por el lujo mismo: es única y exclusivamente el deseo vivísimo, ardiente, voraz, de casar pronto a sus hijas. Doña Calixta es de las madres que creen, como artículo de fe, que los hombres, cuando tratan de casarse, no se fijan en las mujeres si éstas no se les meten a todas horas por los ojos; que prefieren una chica pizpireta y vana, muy emperejilada y compuesta en la calle, aunque en casa no tenga pan que comer ni camisa que ponerse, a una joven modesta, que sepa coser y no salga a la calle más que lo puramente preciso. La señora de Guerrilla cree a puño cerrado que el paño más exquisito no se vende jamás si el pregonero no lo saca a la plaza más orlado y laureado que una colineta; y no hay quien convenza a la infeliz de que, si algo perjudica hasta a los géneros que son buenos, es el pregón incesante de su misma bondad. Por eso no comprenden, aunque la maten, que si algo repugna al hombre que desea casarse, es la mujer que le echa memoriales de galas y cintajos por toda recomendación, para que la elija, y prodiga en calles y paseos una belleza que le fascinaría brillando entre las santas paredes del hogar doméstico junto al costurero, detrás de unas cortinillas blancas como los ampos de la nieve. Doña Calixta, en fin, y sus hijas no se persuadirán jamás de que hoy, como nunca, atestiguan los hechos, en la historia de los buenos matrimonios, la infalibilidad del antiguo proverbio que dice: «el buen paño en el arca se vende».
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