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    José María de Pereda

    El jándalo

    I

    Después que lanza el invierno
    el penúltimo suspiro,
    y cuando montes y peñas
    de este rincón bendecido
    sobre campo de esmeralda
    pardos levantan los picos,
    y más clara el agua corre,
    y en sus cauces van los ríos,
    llega el espléndido mayo
    sobre las auras mecido,
    despejando el horizonte
    y aliviando reumatismos;
    tras de mayo viene junio,
    como siempre ha sucedido,
    y San Juan, según el orden
    que va siguiendo hace siglos,
    antes que junio se acabe
    da al pueblo un día magnífico.
    Todo lo cual significa,
    para evitar laberintos,
    que en San Juan vienen los jándalos
    y que entonces vino el mío.

    Ya tocaba en el ocaso
    del sol el fúlgido disco,
    y sobre el campo cayendo
    leves gotas de rocío,
    daban vida a los maizales
    y al retoño ya marchito,
    cuando en la loma de un cerro
    a cierto lugar vecino,
    cuyo nombre no hace al caso,
    y por eso no le cito,
    un jinete apareció1
    sobre indefinible bicho,
    pues desde el lomo a los pechos
    y desde el rabo al hocico,
    llevaba más alamares
    que sustos pasa un marido.

    Todo un curro era el jinete,
    a juzgar por su trapío:
    faja negra, calañés
    y sobre la faja un cinto
    con municiones de caza,
    pantalón ajustadísimo,
    marsellés con más colores
    que la túnica de un chino,
    y una escopeta, al arzón
    unida por verde cinto.

    Al ver entre matorrales
    destacarse y entre espinos
    el escueto campanario,
    de su hogar místico abrigo,
    detuvo la lenta marcha
    del engalanado bicho,
    descubrióse la cabeza,
    exhaló tierno suspiro,
    meditó algunos instantes...
    Y continuó su camino.

    A un cuarto de hora del pueblo
    detuvo otra vez el ímpetu
    de su jaco, se apeó
    y llamó en un ventorrillo:
    -¡Ah de casa... ¡montañés!
    -¡Allá va!-¡Po janda, endino!
    -Buenas tardes. -Que mu güenas...
    Pero, calle... ¡tío Perico!
    -¡La Virgen me favorezca!
    ¡si es Celipuco el de Chisco!
    -El mismo que viste y calza.
    -Seas mil veces bien venido.
    ¿Y cómo va de salud?
    -Mejor que quiero... ¡pues digo!
    salú... pesetas... viniendo,
    camará, del paraíso,
    como yo vengo... a patás
    topamos allí toiticos
    esos probes menesteres...
    Conque toque usté esos cinco...
    y destranque la canilla,
    que yo pago ¡de lo fino!...
    Vaya un vaso.-A tu salud.
    -A la de usté, tío Perico.
    Y mi padre ¿cómo está?
    -Los años... -¡Ya!... ¡probesiyo!
    ¡Si esa borona maldita
    es el manjar más endino
    ca nacío de la tierra!...
    pero ende hoy, tío Perico,
    ha de tragar buen pan blanco,
    buenas hebras y buen vino;
    que si el probe no lo tiene,
    para él lo ganó su hijo.
    -Bien harás, que es muy honrado
    y anciano. -¡Cuando yo digo
    que ha de gastar pitrifoques
    y calesín!... -No es preciso,
    para que honres a tu padre,
    tanto lustre; que ha vivido
    entre terrones, y tiene
    sobrado, junto a sus hijos,
    para ser feliz de veras,
    con pan, descanso y cariño.
    -Pos cariño y pan tendrá,
    y descanso... Ya estoy frito
    por verle y darle un abrazo...
    Ahí tiene usté por el vino,
    que va cerrando la noche
    y es oscura... No lo digo,
    es la verdá, por el miedo,
    porque me espante el peligro,
    que allá, bien lo sabe Dios,
    más negras las he corrío;
    sino que... ¡firmes, Lucero!
    ¿Pero no ve usté qué bicho?
    Es una fiera ¡cabales!
    cuanto más anda, más bríos.
    Misté el jierro en esta nalga:
    es cartujano legítimo...
    Y oigasté, por lo que sea:
    dejo atrás, en el camino,
    una recua de jumentos
    cargaos con mis equipos.
    Cuando lleguen, que refresquen
    los mozos con un traguillo
    y encamine usté la recua a mi casa...
    Me repito.

    Clavóle los acicates
    en los ijares al bicho,
    arreglóse el calañés,
    escupió por el colmillo,
    y, entonando una rondeña,
    partió a galope tendido.
    -«Mucha bulla, pocas nueces;
    mucha paja, poco trigo.»
    -murmuró desde la puerta
    del ventorro el tío Perico.
    Aunque si lo de la recua
    no falla... El mancebo es listo...
    ¿Quién sabe?... Cierro y aguardo.
    . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
    Pero la recua no vino.

    II

    Echando al aire cohetes
    y descerrajando tiros,
    y entonando macarenas
    coplas, a pelado grito,
    entró el jándalo en su pueblo
    entre perros y chiquillos,
    que de una en otra barriada,
    con voces y con ladridos,
    publicaron la venida
    de aquel hombre «tan riquísimo,»
    en un instante, saliendo
    a la calle los vecinos
    a verle pasar; que el pueblo,
    como es notorio, ab initio
    es novelero y curioso
    aquí y en Francia... y en Pinto.
    -Buen verano, caballeros...
    ¡Adiós, mi alma!... -Bien venido.
    -Compadre, jasta la vista...
    -Dios te guarde.-Agur, vecino
    -¡Bien llegado!-Agraesiendo,
    camará... siempre su amigo;
    pero me aguarda mi padre...
    Hacerse a un laíto, niños!

    Y revolviendo su potro,
    como pudo, a cada grito,
    y la mano dando al uno
    y al otro las gracias fino,
    y a las mozas requebrando
    y atropellando chiquillos,
    atravesó la barriada
    y llegó al hogar carísimo,
    donde hubo besos y abrazos
    y todo lo consabido.

    Después se sacudió el polvo
    con su pañuelo finísimo,
    guardó el caballo entre mantas,
    («porque era una fiera el bicho,
    y, tragándose el espacio
    al andar, sudaba el quilo,»)
    anunció, como de paso,
    para muy luego el arribo
    de la consabida recua;
    y entre familia y amigos
    que a saludarle acudieron,
    circuló el jarro de vino,
    se cenó de lo mejor,
    y hasta que ya era por filo
    pasada la media noche,
    en loor al recién venido
    duró la marimorena
    que, aunque inútil es decirlo,
    costó al jándalo los cuartos
    y a más de tres... el sentido.

    Amaneció el nuevo día,
    y ya su ánimo tranquilo,
    abrió el jaque la maleta
    para mudarse el vestido;
    llamó ufano a la familia,
    y ofreció a cada individuo
    un regalo: un calañés
    a su padre; a un hermanito,
    una camisa de holanda
    (y era de algodón mezquino),
    y a su hermana un rico chal
    de la India (según dijo,
    pues era un retal menguado,
    de vara de pico a pico).
    Todo aquello, por supuesto,
    eran obsequios levísimos,
    pues las galas que traía
    hasta para los amigos,
    las conducía «la recua
    que quedaba en el camino.»

    Pasó el día de San Juan
    gastando largo y tendido
    y luciendo, aunque el calor
    hacía trinar los grillos,
    capa de largos fiadores
    sobre zamarra de rizos.

    Al siguiente, el pobre viejo
    que iba a descansar tranquilo
    con el amparo del jándalo,
    de sus retoños seguido
    volvió al campo, como siempre,
    a doblar su cuerpo rígido
    sobre los terrones, que
    le daban sustento mísero.

    En tanto vagaba el jándalo,
    sobre su andaluz bravío,
    por callejas y senderos,
    reconociendo los sitios
    que poco antes frecuentara
    con el dalle y el rastrillo...
    Porque lo había olvidado
    todo, todo... hasta el oficio,
    y el lenguaje de su pueblo
    y el nombre de sus vecinos.

    III

    Entre fiestas pasó un mes,
    descuidado peregrino,
    corriendo de feria en feria
    y embaucando a sus amigos
    con cuentos de Andalucía
    y primores que había visto.

    Pero ¡ay! al llegar agosto,
    tentó con ansia el bolsillo
    que ya protestaba lacio;
    y, aunque con dolor vivísimo,
    vendió su caballo enteco
    (que nunca fue más lucido)
    en diez duros, no cabales,
    al primero que le quiso,
    para reparar algunos
    siniestros apremiantísimos;
    pues no llegando «la recua
    que quedaba en el camino,»
    su traje se clareaba
    a puro darle cepillo,
    y sus botas se torcían
    y no bastaba el tocino
    para remediar las grietas
    ni para prestarles brillo.
    Trocó el presuntuoso puro
    de a cuarto por el mezquino
    pitillo; dejó el pan blanco
    y el riojano negro líquido,
    como regalo superfluo,
    sólo para los domingos;
    y aunque chancero y zumbón
    y fingiéndose aburrido,
    iba al campo algunas veces
    «a enredar con el rastrillo.»
    Mas era que el pobre viejo,
    formalizado, le dijo
    un día: -«Si todas tus rentas
    son las que a casa has traído,
    o trabajas o no comes,
    que yo del trabajo vivo.»

    Tras esto llegó setiembre,
    y el buen jándalo, afligido,
    gastó la última peseta
    que tenía en el bolsillo;
    y no asomando «la recua
    que quedaba en el camino,»
    remendó los pantalones,
    comió berzas y respingos,
    emprendió con la tortuca
    con mucha pujanza y brío,
    dio en levantarse a la aurora;
    y trabajando solícito,
    se dormía por la noche
    cansado, si no tranquilo.

    Ya no habló más en caló
    en medio de sus vecinos,
    porque se burlaban todos
    sin piedad de aquello mismo
    que, oyéndolo de su boca,
    aplaudían cuando vino.

    Eran todos sus debates
    sobre carros y novillos
    volvió a pensar en la herba
    y a echar cambas... y cuartillos;
    llamó a la alubia barbanzo,
    dijo por vuelto, golvío;
    por lo ignorado, el aquel;
    en vez de boca, bocico;
    por agujero, juriaco,
    y en lugar de trajo, trijo.
    Dejó, en fin, su mixta jerga
    de andaluz muy corrompido,
    y volvió a adoptar de plano
    su propio lenguaje antiguo:
    rézpede, ojeuto, chumpar
    rejonfuño, sostuvido,
    escorduña, megodía,
    sastifecho, tresponío...
    lo más selecto y más clásico,
    lo más puro y más legítimo
    del diccionario especial
    de tamaños barbarismos

    Entonces ya confesó,
    sin ambajes ni remilgos,
    que estuvo en Puerto Real
    tres años vendiendo vino
    y llevando garrotazos
    de padre y muy señor mío;
    que sacó seiscientos reales
    por todo producto líquido,
    después de comprar el jaco,
    ropa, escopeta y avíos,
    y que entró con una onza
    en su casa, el pobrecillo,
    y la gastó en francachelas
    por echársela de rico...

    Y dos otoños, en fin,
    después de lo referido,
    con unos calzones pardos,
    un chaquetón de lo mismo,
    una camisa de estopa
    y zapatos con clavillos,
    salió otra vez de su pueblo
    montado sobre un borrico,
    para volver a la tierra
    de la viña y del olivo,
    a ganar otros seiscientos
    con los azares sabidos.

    1. Desde que los ferrocarriles cruzan nuestra Península y penetran en esta provincia, los jándalos no vienen a caballo, ni se van en tardo mulo. Han perdido, por lo tanto, uno de sus más gráficos atributos.




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