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José María de Pereda
La leva
I
Enfrente de la habitación en que escribo estas líneas hay un casucho de miserable aspecto. Este casucho tiene tres pisos. El primero se adivina por tres angostísimas ventanas abiertas a la calle. Nunca he podido conocer los seres que viven en él. El segundo tiene un desmantelado balcón que se extiende por todo el ancho de la fachada. El tercero le componen dos buhardillones independientes entre sí. En el de mi derecha vive, digo mal, vivía hace pocos días, un matrimonio, joven aún, con algunos hijos de corta edad. El marido era bizco, de escasa talla, cetrino, de ruda y alborotada cabellera; gastaba ordinariamente una elástica verde remendada y unos pantalones pardos, rígidos, indomables ya por los remiendos y la mugre. Llamábanle de mote el Tuerto. La mujer no es bizca como su marido, ni morena; pero tiene los cabellos tan cerdosos como él, y una rubicundez en la cara, entre bermellón y chocolate, que no hay quien la resista. Gasta saya de bayeta anaranjada, jubón de estameña parda y pañuelo blanco a la cabeza. Los chiquillos no tienen fisonomía propia, pues como no se lavan, según es el tizne con que primero se ensucian, así es la cara con que yo los veo. En cuanto a traje, tampoco se le conozco determinado, pues en verano andan en cueros vivos, o se disputan una desgarrada camisa que a cada hora cambia de poseedor. En invierno se las arreglan, de un modo análogo, con las ropas de desperdicio del padre, con un refajo de la madre, o con la manta de la cama.
El Tuerto era pescador; su mujer es sardinera, y los niños... viven de milagro.
En la otra buhardilla habita solo otro marinero, sesentón, de complexión hercúlea, y un tanto encorvado por los años y las borrascas del mar. Usa un gorro colorado en la cabeza y un vestido casi igual al de su vecino el Tuerto. Tiene las greñas, las patillas y las cejas canas. No sé de cierto cómo tiene la cara, porque es hombre que la da raras veces, y no he podido vérsela a mi gusto. Se llama de nombre tío Miguel; pero responde a todo el mundo por el mote de Tremontorio, corruptela de promontorio, mote que le dieron en su juventud por su gigantesca corpulencia y por su vigor para tirar del remo contra corrientes y celliscas. A la edad que cuenta lleva hechas dos campañas de rey; es decir, le ha tocado la suerte de servir en barco de guerra dos veces a cuatro años cada una. La última campaña la hizo en la Ferrolana, y con esta fragata dio la vuelta al mundo, con el cual viaje acabó de conquistar el prestigio que le iban dando entre sus compañeros sus muchos conocimientos como marinero, su valor, su buen corazón... y sus férreos puños. Se conserva soltero, porque entre su lancha, sus campañas y sus redes, que teje con mucho primor, nunca le quedó un cuarto de hora libre para buscar una compañera.
Por último, en el cuarto segundo habita un matrimonio contemporáneo del tío Miguel; y si no tan robustos como éste, los dos cónyuges están aún más desaliñados que él, y tan canos, tan curtidos y arrugados. De este matrimonio nació el Tuerto de la buhardilla, quien al lado de su padre aprendió a tirar del remo, a aparejar sereña, a ser, en fin, un buen pescador. El padre del Tuerto, tío Bolina llamado, porque siempre al andar se ladeó de la derecha, sigue, a pesar de sus años, bregando con la mar, como el tío Tremontorio, y no por afición a ella, como diría muy serio un poeta del riñón de Castilla o de la Mancha, acostumbrado a mandar las maniobras y a conjurar tormentas desde un escenario o en el estanque del Retiro, sino porque viven de lo que pescan, y sólo pescan para vivir exponiendo la vida cien veces al año en el indómito mar de Cantabria sobre una frágil lancha.
Dados estos pormenores, debo decir al lector, por si se ha sorprendido al verme tan enterado de ellos, que ni yo los he buscado, ni los personajes descritos han venido a traérmelos: ellos, solitos, se han colado por la puerta de mi balcón de la manera más sencilla.
La aludida casa está separada de la en que escribo por la calle, que no es muy ancha; y mis vecinos, lo mismo en invierno que en verano, saldan todas sus cuentas y ventilan los asuntos más graves de balcón a balcón.
Por ejemplo:
Se acerca un día la hora de comer. En la buhardilla del Tuerto se oyen gritos y porrazos de su mujer, y lloros y disculpas de los chiquillos que los reciben.
No se ve la escena porque lo impide el humo de la cocina, que sale a borbotones por el balconcillo, conductor único que para él hay en la casa.
La mujer de tío Bolina está clavando unas rabas de pulpo en la pared de su balcón para que se oreen. Su nuera aparece en el suyo más desaliñada que nunca, con la cara roja como un pimiento seco y con la crin suelta, en medio de una espesísima nube de humo, ¡aparición verdaderamente infernal!; saca medio cuerpo fuera de la balaustrada, y con voz ronca y destemplada, grita, mirando al piso segundo:
-¡Tía!...
Debo advertir que este es el tratamiento que se da, entre la gente del pueblo de este país, por los yernos y nueras, a las suegras.
La vieja del segundo piso, sin dejar de clavar las rabas, al conocer la voz de su nuera, contesta de muy mala gana:
-¿Qué se te pudre?
-¿Tiene un grano de sal para freír unas bogas?
-No tengo sal.
-Salú es lo que no había de tener usté -refunfuña la mujer del Tuerto.
-Vergüenza es lo que a ti te falta -gruñe, al oírlo, la vieja- Y sábate que tengo sal, pero que no te la quiero dar.
-Ya me lo figuro, porque siempre fue usté lo mismo.
-Por eso te he quitao el hambre más de cuatro veces, ¡ingratona, desalmada!
-Lo que usté me está quitando todos los días es el crédito, ¡chismosa, más que chismosa!; y si no fuera por dar al diablo que reír, ya la había arrastrao por las escaleras abajo.
-Capaz serás de hacerlo, ¡bribonaza!; que la que no quiere a sus hijos, mal puede respetar las canas de los viejos.
-¿Que no quiero yo a mis hijos?...; ¿que no los quiero? -ruge de la buhardilla, puesta en jarras y echando llamas por los ojos- ¿Quién será capaz de hacerlo bueno?
-Yo -replica con mucha calma la vieja-; yo, que los he recogido muchas veces en mi casa, porque tú los dejas desnudos y abandonados en la calle cuando te vas a hacer de las tuyas de taberna en taberna... ¡Borrachona!
- ¡Impostora.... bruja! -grita al oír estas palabras, descompuesta y febril, la mujer del Tuerto-. ¿Yo borracha? ¿Cuántas veces me ha levantado usté del suelo, desolladora? Y aunque fuera verdá, a mi costa lo sería: a denguno le importa lo que yo hago en mi casa.
-Me importa a mí, que veo lo que suda el mi hijo pa ganar un peazo de pan que tú vendes por una botella de aguardiente, en lugar de partirle con tus hijos. Por eso los probes angelucos no tienen cama en que dormir, ni lumbre con que calentarse, ni camisa que poner; por eso no tienes tú un grano de sal y me la vienes a pedir a mí... Cómpralo, ¡viciosona!... Pero vienes tú de mala casta para que seas buena.
-Mi casta es mejor que la de usté, por todos cuatro costaos, y yo en mi casa me estaba. El fue a buscarme.
-Nunca él hubiera ido...; bien se lo dije yo: «¡Mira que ésa es callealtera y no puede ser buena!»
-Los de la calle Alta tienen la cara muy limpia y se la pueden enseñar a todo el mundo... algo mejor que los de acá abajo...; ¡flojones, más que flojones!, que se han dejao ganar tres regatas de seguido por los callealteros... Esa es la rescoldera que a usté le pica; pero por más pedriques que echen en Miranda y más velas que pongan a los Mártiles, San Pedruco el nuestro los ha de echar a pique.
-San Pedro no puede amparar nunca a gente tan desalmada como tú, y si se perdieron las regatas, Dios sabe por qué fue.
-Por falta de puños, pa que usté lo sepa.
-Grita, grita más alto; que te lo oiga el tu marido, que por allá abajo asoma, y mira después ónde te metes.
-Yo digo la verdá aunque sea delante del mi marido -replica la de la buhardilla, mirando de reojo a una esquina de la calle y bajando la voz así que ve al Tuerto.
La vieja del segundo clava la última raba, y sin mirar hacia su nuera, vase retirando del balcón, dejando fuera estas palabras:
-Anda, anda a prepararle la comida, ¡borrachona!
La aludida en ellas desaparece también, metiéndose furibunda por lo más espeso de la columna de humo que sigue saliendo de la cocina después de haber despedido a su suegra con estos piropos:
-¡Bruja, brujona!... Vaya a discurrir los cuentos que le ha de decir a mi marido... ¡Chismosa, infamadora!
Antes de pasar más adelante debe saber el lector que desde tiempo inmemorial existe entre los mareantes de la calle Alta y los de la del Mar, barrios diametralmente opuestos de Santander, una antipatía inextinguible.
Cada barrio forma cabildo aparte, y no han querido para los dos un mismo patrono. San Pedro lo es de la calle Alta, o Cabildo de Arriba, y la calle del Mar, o Cabildo de Abajo, está encomendado al amparo de los santos mártires Emeterio y Celedonio, a cuyas gloriosas cabezas, de las que se cuenta que llegaron milagrosamente a este puerto en un barco de piedra, ha dedicado, construyéndola a sus expensas, una bonita capilla en el barrio de Miranda, dominando una gran extensión del mar.
Con estos datos no se extrañará ya que mis dos vecinas, después de apostrofarse recíprocamente, como lo hacen en la primera parte del diálogo transcrito, puedan hallar ofensivo a su dignidad el ser callealteras o el dejar de serlo.
Y prosigamos.
Llega a su casa el Tuerto. (Y adviértase que el humo se va disipando, y no impide ya que yo vea la escena con todos sus pormenores.)
Quítase el sueste, o sombrero embreado, de la cabeza; coloca sobre un arcón viejo el impermeable de lona que llevaba al hombro, y cuelga de un clavo un cesto cubierto con hule y lleno de aparejos de pescar. Su mujer desocupa en una tartera desportillada un potaje de berzas y alubias, mal cocido y peor sazonado; pónelo sobre el arcón, y junto a él un gran pedazo de pan de munición. El Tuerto, sin decir una sola palabra, después que sus hijos han rodeado la tartera, empieza a comer el potaje con una cuchara de estaño. Su mujer y los chicuelos le acompañan, por turno, con otra de palo. Conclúyese el potaje. El Tuerto espera algo que no acaba de llegar; mira a la tartera, después al fondo de la olla vacía y, por último, a su mujer. Esta palidece.
-¿Onde está la carne? -pregunta al cabo, con voz ronca, el pescador.
-La carne... -tartamudea su mujer-, como ya estaba cerrada la tabla cuando fui a buscarla, no la traje.
-¡Mentira!... Yo te di ayer al mediodía dos reales y medio para comprarla, y la tabla no se cierra hasta las cuatro. ¿Onde tienes el dinero?...
-¿El dinero?...; el dinero... en la faltriquera...
-¡Bribona, tú la has hecho hoy... y yo te voy a abrir en canal! -grita exasperado el Tuerto al notar la turbación, cada vez más visible, de su mujer-. A ver el dinero, digo, ¡pronto!
La interpelada saca, temblando, unos cuartos de su faltriquera y, sin abrir toda la mano, se los enseña a su marido.
-¡Esos no son más que ocho cuartos... y yo te dejé veintiuno!... ¿Ónde están los otros?...
-Se me habrán perdido...; que yo tenía los veintiuno esta mañana...
-No puede ser: yo te di dos reales en plata.
-Es que.., los cambié en la plaza...
-¿Qué ha hecho tu madre esta mañana? -pregunta rápido el Tuerto al mayor de sus hijos, cogiéndole por un brazo.
El chiquitín tiembla de miedo, mira alternativamente a su padre y a su madre, y calla.
-¡Habla pronto! -dice el primero.
-Es que me va a pegar madre si lo digo -contesta, haciendo pucheros, el pobre chico.
-¡Es que sí callas te voy a deshacer yo la cara de una guantá!
Y el muchacho, que sabe por experiencia que su padre no amenaza en vano, a pesar de la señas que le hace su madre para que calle, cierra los ojos y dice rápidamente, como si le quemaran la boca las palabras:
-Mi madre trajo esta mañana un cuartillo de aguardiente, y tiene la botella en el jergón de la cama.
El Tuerto, oída esta última palabra, tumba de un sopapo a sus pies a la delincuente, corre a la cama, revuelve las hojas de su jergón, saca de entre ellas una botellita blanca que contiene un pequeño resto del delatado contrabando, vuelve con ella hacia su mujer, y arrojándosela a la cabeza en el momento en que se incorporaba, la derriba de nuevo y salpica a los chiquillos con el líquido pecaminoso. Gime, herida, la infeliz; lloran asustados los granujas, y el iracundo marinero sale al balconcillo renegando de su estrella y maldiciendo a su mujer.
Tío Tremontorio, que vino de la mar con Bolina y el Tuerto, se halla en su balcón tejiendo red (su ocupación preferida cuando está en casa) desde el principio de la reyerta de sus vecinos, y tirando de vez en cuando un mordisco a un pedazo de pan y a otro de bacalao crudo, manjares que constituyen su comida ordinariamente. No se da con el Tuerto por advertido del suceso que acaba de ocurrir y del que se ha enterado perfectamente, pues no le gusta meterse en lo que no le importa; pero el irascible marido, que necesita dar salida al veneno que aún le queda en el cuerpo, llama a su vecino, y de balcón a balcón entablan este diálogo a grandes voces:
-Tío Tremontorio, yo no puedo con esta bribona, y voy a hacer un día una barbaridá.
-Ya te he dicho que tienes tú la culpa desde un principio; en cuanto la veías ceñir un poco arriabas en banda...
-¿Y qué había de hacer yo, si me paecía una santa de Dios?
-¿Qué habías de hacer? ¡Tiña!; lo que yo te decía siempre: «Caza firme y trincha bien: viento duro por la popa, y hala por avante.»
-¡Pero si no tiene ya un hueso en el cuerpo que no le haiga yo carenao a golpes!
-¡Después que se le había podrío la maera, tiña!
-¡Me valga Dios, qué pícara!... ¿Qué va a ser de estas criaturas el día que la suerte me saque de casa?...; porque el demonio no tiene por ónde desechar a esta mujer. La semana pasá la entregué veinticuatro reales pa que vistiera a los hijos... ¿Usté los ha visto? Pos tampoco yo. La borrachona los consumió en aguardiente. Peguéla una trisca que la dejé por muerta, y a los tres días me vende una sábana por media azumbre de caña; doila ayer veintiún cuartos pa carne, y bébelos tamién... Y a too esto las criaturas esnudas, yo sin camisa, y sin atreverme, si a mano viene, a echar un vaso de vino un día de fiesta.
-¿Por qué no la conjuras, tiña? Pué que sea maldao.
-¡Si llevo gastao, tío Tremontorio, un costao en esos amenículos! Llevéla a má e tres leguas de aquí, a que un señor cura, que icen que tiene ese privilegio, la echara los Avangelios; leyóselos, diome una cartilla bendecía y un poco de ruda, cosílo too en una bolsa, colguésela al pescuezo, costóme la cirimonia al pie de un napolión.... y ná; al día siguiente cogió una cafetera que no se podía lamber. Yo la he dao aguardiente cocío con pólvora, que icen que es bueno pa tomar ripunancia a la bebida, y a esta condená paece que le gusta más desde entonces. He gastao en velas pa los Santos Mártiles, a ver si la quitan el vicio, un sentío..., y como si callara... Ya no sé qué hacer, tío Tremontorio, si no es matarla, porque es mucho el vicio que tiene. Fegúrese usté que dempués que la di el aguardiente con pólvora la entró un cólico que creí que reventaba. Como yo había oído que el aguardiente es bueno pa quitar el dolor de barriga, poniendo por fuera unos paños bien empapaos en ello, calenté en una sartén como medio cuartillo, y cuando estaba casi hirviendo, llevélo así a la cama onde se estaba revolcando la muy bribona. Mándola que tenga un poco la sartén mientras yo iba al arcón a buscar unos trapos, vuelvo con ellos... ¿Creerá usté, puño, que ya se había trincao el aguardiente de la sartén, abrasando como estaba? ¡Hombre, si esto es más que maldición de Dios!
-Pues, amigo..., tocante a eso..., ¿qué te diré yo? Cuando la mujer da en torcerse, como la tuya, mucho palo; si con él no sale a flote, o échala a pique de una vez, o cuélgate de una gavia.
-¡Si le digo a usté, hombre de Dios, que la he solfeao too el cuerpo a leña; que le he puesto la cara a morrás más negra que la tinta de un magano!...
-Pues ahórcate entonces, y déjame en paz y en gracia de Dios tejer estas mallas, que por no perder la paciencia no me he querido casar yo, ¡tiña, retiña!
-¡Mal rayo me parta treinta veces y media, y permita Dios que al primer noroeste que me coja en la mar me coman las merluzas!... ¡Si pa esto nace uno, valiérame más no haber nacío!... ¡Perro de mí, que no la hice macizo antes de llegar a perder la pacencia y la salú por la grandísima bribona!...
Y comiéndose los labios de coraje, métese el Tuerto en su buhardilla y cierra la puerta del balcón.
El tío Tremontorio, sin levantar los ojos de su labor, le despide canturriando con su áspera voz esta copleja:
Por goloso y atrevido
muere el pez en el anzuelo;
porque yo no soy goloso
en paz y libre navego.
Suponte ahora, lector, que estamos en un día de fiesta.
-¡Bolina!... ¡Bolina! -grita la voz de Tremontorio.
-¿Qué hay? -responde Bolina saliendo al balcón.
-Que no paso por esta cuenta; que a mí me falta dinero... y que me falta, ¡ea!
-¡Malos tiburones te coman! Yo no sé de qué te ha servío tanto como has rodao por el mundo, que toavía no sabes contar los deos de la mano. ¿Qué es lo que te falta ahora?
-Me falta, me falta... yo no sé cuánto, pero me falta dinero.
-Si no dices más que eso... ¿No ajustamos endenantes la cuenta más de treinta veces? ¿No viste que no te faltaba ná?...
-Sí; pero en casa lo he pensao mejor, y no hay quien me saque de que aquellos treinta riales...
-¡Dale con los treinta riales! ¿No te correspondían a ti diez duros por la costera de la semana?
-Sí.
-¿No nos habían emprestao a ti, al mi hijo y a mí un barril de parrocha en la taberna del Estrobo?
-Sí.
-¿No costaba el barril setenta y dos riales?
-Sí.
-¿No te corresponden a ti veinticuatro?
-Sí.
-¿No debías además en la taberna, primeramente treinta cuartos de café y copas, y luego dos riales y
medio emprestaos?
-Sí.
-Pues veinticuatro y seis, treinta. ¿Cuánto tienes tú?
-Tengo, tengo... dos y dos son cuatro... cuatro de a decinueve, primeramente.
-Bueno: pon una peseta con ellos.
-Ya está.
-Pus tendrás ahora cuatro duros.
-Cabales... Ahora hay, por otro lao, dos pesetas en cuartos y dos tarines.
-Que son diez riales; y ochenta que tenías antes, noventa.
-Noventa. Ahora me quedan cuatro pesetas de a cinco, y... uno, dos, tres... y dos, cinco... y uno, seis...; seis medios duros, que son...
-Que son, que son...; teníamos antes noventa riales, que con las cuatro pesetas de a cinco hacen, hacen... noventa, y luego veinte... Si fueran diez serían ciento; ciento, y diez... ciento diez... Luego, seis medios duros, que son tres.
-Y ciento diez, ciento y trece justos... hasta doscientos que debían de ser, ¡tiña!, mira si me falta dinero... Y no te canses, Bolina, que cuando yo digo una cosa, ¡tiña!...
-Pero, peazo de animal, déjame acabar... Si too lo embrollas. ¿Quién te ha dicho a ti que cien diez riales y tres duros son ciento y trece riales?
-Aquí y en Francia, han sío siempre ciento diez y tres, ciento trece, ¡retiña!
-Sí; pero como esos tres son duros, y tres duros son sesenta riales, será la cuenta ciento diez, y sesenta, ciento setenta.
-¿Y cuántos duros hacen?
-Media onza es lo mesmo que ciento sesenta riales, y éstos son ciento setenta; conque son, media onza y medio duro... ocho duros y medio.
-Lo mesmo que endenantes, ¿lo ves?...; hasta diez que han de ser... ¡Si cuando yo digo una cosa!
-¡Mal rayo te parta! ¿Pues no te he dicho que había que desquitar treinta riales que debías en la taberna?
-Sí.
-Pus esos treinta que faltan hasta los doscientos, son los que te dieron de menos.
-Conque, es decir, que por un lao se me dan treinta riales de menos, y por otro me rebajas tú en la cuenta otros tantos... ¡Tiña!, pues ahora salgo peor; treinta de acá... y treinta de allá... Esto no lo dejo yo así, y ahora mesmo voy al Muelle, ¡retiña!
-¡Anda, burro, más que burro!... ¡Este hombre no tiene timón en la cabeza! ¡Mal vendaval te sople, animal!...
Imaginémonos ahora que está lloviendo, desde hace ocho días, pero del Noroeste, con temporal recio afuera.
-Tío Tremontorio, ¿ha visto por la banda del Norte cómo se va poniendo?
-Hay tremolina armá pa unos días... Esta madrugá abrió un poco el ojo el Nordeste y pensé que íbamos a salir mañana a la mar; pero se ha corrío otra vez al vendaval y con un carís peor que el tuyo.
-¡Y qué lástima de costera, hombre!... ¡Si había besugo pa aborrécelo!... Le digo a usté que esta inverná nos va a costar muy cara.
-Por mor de eso, y pa ayuda de males, nos pegaron aquella troncá esta mañana en el Cabildo... ¡Y pa eso le citan a uno y le sacan de casa!... ¡Tiña, si me hubiera dejao llevar de mi genio!... Decir a Dios que con el platal que ha entrao en fondo en too lo que va de año no ha de haber quedao pa hacer un reparto, por ver de pasar un par de días, pinto el caso, en que no se pué salir a la mar, ni se gana pa un amoderao siquiera... ¡Tiña, y que en toavía le han de pedir a uno el real que necesita pa no morirse de hambre!
-Duro es, tío Tremontorio; pero ello, pongámonos en lo justo. Ha dao la casualidá de que paece que se ha avisao media calle pa ponerse enfermo too el mundo, Tolete, con viruelas; tío Mocejón, con el muermo que le ajoga; Viruta, con una pata desbaratá; el Mordaguero, baldao de estribor... y dispués, yo no sé cuántos más a pique de irse a fondo... Por otro lao, el médico no quería asistir al Cabildo si no le aumentaban dos mil riales de sueldo, y ha habido que dárselos; la lancha del Puntal nos ha empeñao en un pico mu gordo este año; una bandera nueva pa la capilla.... y el diablo que paece que se ha desatao contra nosotros... Dé usté a los enfermos el porqué que les corresponde cada día, pague usté al médico lo que pidió de más, pague usté la bandera, pierda usté lo que se ha perdío en el pasaje, y...
-¡Tiña!, a mí cuéntame tú del otro mundo, que de éste no tengo ya ná que aprender...; y si Patuca sabe mucho, yo sé más que él. Yo lo que veo es que con un papeluco emborronao nos quiso tapar la boca. Miá tú cómo no estipuló el tanto más cuanto de la cosa, mano a mano, como se debía. Pero como entiende de pluma, con decir «aquí está apuntao...»; y a mí no me la cuela él, que no me mamo el deo, aunque no conozco la O, ¡tiña!
-Pero las cuentas ya se desaminaron bien allí, y por gente que lo entiende.
-Como sulas nos atrapan, ¡tiña!, no te canses... Y digo que aquí engorda anguno con lo que tú y yo sudamos, y si no, vamos a ver. Patuca Malaspenas va a la mar; anda vestío y portao como un señor; en su casa se come carne un día sí y otro no, y nunca falta el cuartillo de Rioja, tiene un quiñón en la pinaza del Castrejo y está gordo que revienta. El diablo me lleve si no era tan pobre como yo hace poco tiempo. ¿De ónde ha salío tanto lustre? ¡Tiña!... no quiero hablar; pero si no corriera él con los agorros del Cabildo, como corre hace dos años, no había de tener el pellejo tan reluciente.
-Esos son malos quereres, tío Tremontorio.
-¡Tiña, que yo me entiendo! ¿Por qué no quiso él que se entregara el dinero a un comerciante del Muelle cuando en el otro Cabildo se lo dijeron?
-Porque nos bastamos nosotros pa correr con ello sin ayuda de naide.
-Por lo que se pega, borrico.
-Que son malos quereres, tío Tremontorio.
-Que vos engañan, como bonitos, con cuatro papeles arrugaos, vamos... Y si quieres irle con el cuento, ya que tanto le defiendes, maldito lo que se me importa.
-Yo no soy cuentero ni vivo de eso; pero cuando se dice mal de un hombre de bien..., vamos, tío Tremontorio, que no me gusta. Usté ha visto mucho mundo, pero a veces quiere saber más de lo regular.
-Y ya que tanto hablas, ¡tiña!, ¿es justo que tú, cargao de hijos, con una mujer como la que tienes, que te consume hasta la sangre, no recibas uno o dos o medio en estos días de temporal? ¿No eres tú tan necesitao como el que más?
-Yo estoy bueno y puedo trabajar...
-¿A qué? ¿Has de ir a jalar de las pipas del Muelle? Pa eso hay otros primero que tú, que tienes que atender al aparejo y a la lancha y a tu obligación.
-No diré que no me viniera bien uno o dos o medio; pero si no me le dan, ¿por qué le he de echar la culpa a quien no la tiene?
-¿Y por qué en lugar de dar, nos piden?
-Ese es otro cuento... Y al último, al que no tiene, el rey le hace libre.
-Ya te lo dirán de misas.
-De toos modos, tío Tremontorio, las cuentas se han presentao y se han dao por buenas; y por más que usté y yo nos cansemos...
-Pues veremos lo que comes dentro de un par de días, si el tiempo no se echa a la tierra.
-Salú nos dé Dios, y ya lo veremos.
-¡Amén!... (¡Tiña!...; ¡qué hombres hay en el mundo! Too lo encuentran güeno. ¡Así tienen ellos los calzones!)
Si mientras el Tuerto estaba a la mar, alguno de sus hijos rompía la olla, o se comía el pan que estaba en el arcón, o hacía cualquier diablura propia de su edad, en el balcón le sacudía el polvo su madre, en el balcón le estiraba las orejas y en el balcón le bañaba en sangre la cara.
Si de vuelta de correr la sardina salía alcanzada la mujer del Tuerto en la cuenta que éste le tomaba rigurosamente, en el balcón se oía la primera guantada de las que administraba el desdichado marido a su costilla, desde el balcón llamaba a su padre, a su madre y a Tremontorio; desde el balcón les contaba lo sucedido, y renegaba furibundo de su mujer; desde el balcón imploraba el auxilio de Dios..., y de balcón a balcón se enredaba un diálogo animadísimo que entretenía, por espacio de media hora, a las gentes de la calle.
Si el patrón de la lancha de que son socios mis vecinos les debe algo, desde sus balcones lo dicen, y en los mismos discuten el medio de cobrarlo.
Por el balcón recibe Tremontorio las consultas que se le hacen sobre el tiempo; por el balcón les contesta, y el balcón es su observatorio.
En una palabra: mis vecinos tienen el balcón por casa, excepto para dormir y vestirse; y ni aun en estas dos ocasiones quieren prescindir totalmente de la publicidad. Tremontorio y Bolina, especialmente, se mudan la camisa y los pantalones en medio de la sala... con todas las puertas abiertas; pero donde se echan los botones y se amarran la cintura con la indispensable correa es en el balcón. Y esto en invierno; que en verano, o cierro la puerta de mi antepecho, o he de contemplarlos hasta en la menor particularidad de su vida íntima, tanto de día como de noche... Por hacerme partícipe de sus costumbres, estas pobres gentes, hasta me despiertan a mí al mismo tiempo que a ellas el penetrante e intraducible grito de ¡apuyááá! con que les llama, a las tres de la mañana en verano y a las cinco en invierno, para ir a la mar, otro marinero que tiene por esta obligación algunos gajes.
De todo lo cual resulta, lector, aun sin mi decidida afición a reparar en achaques de costumbres, más de lo suficiente para que comprendas cómo, sin poner trabajo alguno de mi parte, y sin que en mi obsequio se le tomara nadie, pude adquirir los datos que apunté en las primeras páginas de este bosquejo.
Ahora, pues, previa tu indulgencia por estas digresiones, y suponiéndote orientado en el terreno de nuestros personajes, voy a tratar del verdadero asunto de mi cuadro.
II
Hace pocos días empezó a llamarme la atención el aspecto que presentaba la casuca de enfrente. La buhardilla del Tuerto apenas se abría, ni en ella se escuchaban las risas, los lloros y los golpes de costumbre.
El tío Tremontorio trabajaba en sus redes al balcón algunas veces, pero siempre mudo y silencioso, cual era su carácter cuando sus convecinos le dejaban en paz y entregado a sus naturales condiciones.
Los dos viejos del segundo piso se daban muy pocas veces a luz, y en algunas de ellas vi enrojecidos los arrugados y enjutos párpados de la mujer de Bolina. Indudablemente, pasaba algo grave en aquella vecindad.
Un tanto preocupado con esta idea, puse toda mi atención en la casuca, con el objeto de adquirir la verdad.
Las ahumadas puertas del balcón de la buhardilla se abrieron al cabo, después del mediodía, y lo primero que en el interior descubrieron mis ojos fue un hombre vuelto de espaldas hacia mí, con camiseta blanca de ancho cuello azul tendido sobre los hombros, y gorra de lana, también azul, ocupado en colocar en un gran pañuelo de percal, desplegado sobre el arcón que conocemos, algunas piezas de ropa. Después que hubo anudado las cuatro puntas del pañuelo que contenía el equipaje, se incorporó el hombre, volvió la cara..., y conocí en ella a la del Tuerto; pero más oscura, más triste, más ceñuda que nunca. El pintoresco traje del pobre pescador me explicó en un instante la causa del cambio operado en aquella vecindad.
Hecho el lío de ropa, pasó el Tuerto su brazo izquierdo por debajo de los nudos, metió dentro de la gorra algunos mechones de pelo que le caían sobre los ojos, tiró de una bolsa de piel mugrienta que guardaba en un bolsillo de sus pantalones, sacó de ella tabaco picado, hizo un cigarro, encendióle en un tizón que le trajo su mujer, que lloraba, aunque en silencio; fijóse en los chicuelos, que también lo rodeaban, y, haciendo un gran esfuerzo, dijo con voz insegura:
-¡Ea!, sobre que ha de ser, cuanto más pronto.
La sardinera, al oír a su marido, rompió a llorar a todo trapo; sus hijos la siguieron en el mismo tono.
-¡A ver si vos calláis con mil demonios! -exclamó el pescador con visible emoción- Y tú -añadió dirigiéndose a su mujer-, ya sabes lo que se va a hacer. Estas criaturas se vienen ahora mesmo conmigo, y se las dejo a mi madre al tiempo de bajar. Allí se estarán con ella hasta que yo güelva.
-¡No, por todos los santos del cielo! -gritó la mujer, que al fin era madre-. Yo soy muy capaz de cuidarlas, y no quiero que naide más que yo dé de comer a mis hijos.
-Lo que eres tú me lo sé yo muy bien; y no me acomoda que el mejor día amanezcan los ángeles de Dios aterecíos a la puerta de la calle. Y sobre too, no te los tiro a la mar; bien cerca te quedan; too el día te puedes estar abajo con ellos... Pero ya se lo he dicho a mi madre: «Antes que dejarlos subir aquí, rómpales una pata...» Y esto sacabó. Vámonos pa bajo... Y cuidao con que te vengas al Muelle detrás de mí, que no tengo ganas de perendengues; y cuanto más solo esté uno, mejor... Así como así, estoy yo tan satisfecho, que si me descuido con la escotilla se me va el alma de la bodega, ¡puño!... Andando, hijos míos...
Y el desventurado Tuerto se bajó para coger al menor de los muchachuelos, que le miraban llorando. Entonces, su mujer, cediendo a un irresistible impulso de su corazón, echó los brazos al cuello de su marido, y con el torrente de sus lágrimas arrancó al fin ¡las primeras, tal vez! de los torvos ojos de aquel rudo marinero.
Pero éste no era hombre que se entregaba rendido a semejantes debilidades; así es que, desprendiéndose de los brazos de su costilla, cogió entre los suyos al menor de sus hijos, mandó a los otros que le siguieran, obligó a su mujer a quedarse en casa, y salió de ella precipitadamente, cerrando detrás de sí la puerta de la escalera.
Pocos minutos después estaba en la calle, con su lío al brazo, en compañía de Bolina y Tremontorio. Los tres iban cabizbajos, taciturnos y caminando con repugnancia. Casi al mismo tiempo que ellos en la calle, aparecieron en sus respectivos balcones la mujer de Bolina, rodeada de sus nietos, y la del pobre Tuerto, sola, desgreñada y dando alaridos de desconsuelo. Sus hijos y su suegra, aunque sin gritar tanto como ella, vertían también abundantes lágrimas.
Al oír este coro desgarrador, los tres marineros apretaron el paso, los vecinos de la calle salieron a sus balcones, y yo me decidí a seguir a mis conocidos hasta el desenlace de la escena cuyo principio había presenciado. El dolor tiene su fascinación como el placer, y las lágrimas seducen lo mismo que las sonrisas.
Tomé, pues, el sombrero y me largué al Muelle.
Una apiñada multitud de gente de pueblo se revolvía, gritaba, lloraba e invadía la última rampa, a cuyo extremo estaba atracada una lancha. En esta lancha había hasta una docena de hombres vestidos de igual manera que el Tuerto; y también como él, llevaba cada cual un pequeño lío de ropa al brazo. De estos hombres, algunos lloraban sentados; otros permanecían de pie, pálidos, inmóviles, con el sello terrible que deja un dolor profundo sobre un organismo fuerte y varonil; otros, fingiendo tranquilidad, trataban de ocultar con una sonrisa violenta el llanto que asomaba a sus ojos. Todos ellos se habían despedido ya de sus padres, de sus mujeres, de sus hijos, que desde tierra les dirigían entre lágrimas, palabras de cariño y de esperanza. Entretanto, algunos otros, tan desdichados como ellos, se deshacían a duras penas de los lazos con que el parentesco y la amistad querían conservarlos algunos momentos más en tierra. Por eso las palabras «padre», «madre», «hijo», «amigo» eran las únicas que dominaban aquella triste armonía de suspiros y sollozos. ¡Terrible debía ser la pena que hacía humedecerse aquellos ojos acostumbrados a contemplar serenos la muerte los días entre los abismos del enfurecido mar!
Sin calmarse un momento la agitación de la gente de tierra, los marineros que aún quedaban en ella fueron poco a poco pasando a la lancha; el último entró el Tuerto, después de haber dado un estrecho abrazo a su padre y a su vecino, que le acompañaron hasta la orilla. Nada quedaba de común, sino el corazón, entre los embarcados y la gente de tierra. El servicio de la patria era el árbitro de la vida y de la libertad de los primeros durante cuatro años, a contar desde aquel momento; y ante deber tan alto, tenían que romperse los lazos de la familia y los de la amistad.
Los remos habían tocado ya el agua, y aún permanecía la lancha atracada a la rampa, y sujeta a ella por un cabo que tenía entre sus manos, por el extremo de tierra un viejo patrón que contemplaba atónito la escena.
-¡Suelte! -le dijeron desde la lancha más de una vez, con débil voz.
Pero el viejo patrón, o no oyó las advertencias, o se hizo sordo a ellas, que es lo más probable, por disfrutar algunos instantes más de la presencia de sus compañeros.
-¡Que suelte! -le volvieron a repetir más alto.
Y nada: el viejo, clavado como una estatua a la orilla del mar, no soltó el cabo.
Pero el Tuerto, a quien el llanto de su padre y el recuerdo de sus hijos estaban martirizándole el alma, temiendo ceder al cabo al peso de la aflicción que ya enturbiaba sus ojos, al ver el poco efecto que en el patrón habían hecho las órdenes anteriores.
-¡Larga! -gritó con ruda y tremenda voz, dominando con ella los alaridos de tierra, y fijando su torva mirada en el viejo marino.
Este obedeció instantáneamente; el cabo cayó al agua, crujieron los remos, oyóse un «¡adiós!» infinito, indescriptible; y la lancha se deslizó hacía San Martín, en cuyas aguas esperaba, humeando, un vapor que había de recoger a los pasajeros de ella.
En instante tan supremo, las mujeres que quedaban a la orilla redoblaron sus lamentos, abrazaron a sus hijos, a sus padres, a sus hermanos, a sus amigos, y se confundieron todos en un solo torrente de lágrimas.
Hay situaciones, lector amigo, que no a todos es dado describir, y ésta es una de ellas. Para sentirla, basta un buen corazón como el tuyo y el mío; para pintarla con su verdadero colorido, se necesita la fresca imaginación de un poeta, y yo no la tengo.
Recuerdo que, dos años ha, mi amigo Eduardo Bustillo, el inspirado cantor de nuestras glorias nacionales, delante de una escena idéntica a la que voy describiendo, desde el mismo sitio, acaso sobre la misma piedra que yo, lloró con su alma las penas de las pobres familias a quienes una leva sumía en el abismo de todos los dolores, y puso en labios de una esposa desvalida estas palabras sencillas, pero tiernas y elocuentes:
-Mi pobre niña inocente
el amor perdido siente.
Mas ya ¿quién pondrá en mis manos
su pan y el de sus hermanos?
¡Ay, Señor!,
que en mi profundo dolor
presiento males prolijos;
que en este afán angustioso,
lloro, más que por mi esposo,
por el padre de mis hijos.
Supla esta bella estrofa las frases que yo no encuentro para pintar la desolación de aquella escena. Se lloraba al padre, al esposo, al hijo, que se iban, quizá para siempre; pero que, al irse, se llevaban el pan de los que se quedaban...
III
Cuando la lancha llegó al costado del vapor, la multitud, que se había quedado en la rampa del muelle, no distinguiendo más que un pequeño bulto negro en la superficie del agua, se fue retirando poco a poco y reduciendo a un solo grupo, formado por las familias de los marineros ausentes. Este grupo unido, compacto, como si en semejante cohesión hallase cada uno más pequeña su desgracia, comenzó a andar tristemente, consolando los hombres a las mujeres y éstas a los niños.
Sobre las figuras de aquel triste cuadro se destacaban los hombres y la cabeza de Tremontorio, que, como no tenía familia propia, adoptaba por suyas a todas las demás. Hombre corrido por los mares y desgraciado en levas, pues le habían cogido dos, como dije al principio, era el refugio a que acudían aquellas pobres gentes para saber algo de la suerte que esperaba a los objetos de su cariño.
-Y diga, tío Tremontorio, ¿es verdad que los castigan mucho, que los pegan a bordo? -preguntaba, entre sollozos, una pobre mujer.
-¡Quita d'ay!...; pataratas, y na más que pataratas... ¡Qué los tienen de pegar, tiña! ¡Pus no faltaba más! Eso era en un principio... Yo no acancé ya el chicote; conque feúrate... Además, el tu marido es hombre que sabe cumplir con su obligación, y lo pasará bien... Lo que es a bordo, como no salga nostramo con malas entrañas, no hay cuidao. Ahora, si es de esos atravesaos que dan al diablo que hacer, y le torna a uno sobre ojo, ¡válgame Dios!, lo mejor que se le antoja es mandarle a uno a fregar la perilla del mastelero de mesana, o a tomar un riso a la gavia más alta, sin necesidad, en una noche de borrasca... Pero, ¡quiá!, ya no se ve de esto... Ahora da gusto servir en barco de rey.
-¿Y aónde los echarán ahora?
-Pues, por de pronto, van al Ferrol. Estarán en el departamento unos días; dempués a éste en la freata, al otro en el bergantín, al de más allá en el vapor, me los van embarcando a toos poco a poco. Unos se quedarán en da que guardacostas por los mares de acá, y se refiere tó ello a ná, a barloventar, como quien dice, de este puerto al otro, y a correr un chubasco de vez en cuando; pero como nos conocen estas aguas, no hay cuidado por ello. Otros irán a la otra banda, al apostaero. Allí la cosa tiene de too; poco trabajo, buena ginebra, buen tabaco y buen café; pero hay que sudar el quilo a cada paso... Dispués, hoy que la cólera, mañana que el gómito negro... ¡Tiña, y qué intención más mala tienen estos incomenientes con el pobre marinero!... Al que acanzan con el bichero, hasta que le matan no le dejan. Si a usté le encajan en Manila, hasta el pan se conjura contra uno; el cuerpo no es más que una remanga en aquella tierra: lo mismo da llenarle, que no llenarle, que hace más agua que un casco viejo; y en cuanto se desembarca, no le queda una gota adrento. Un mes en aquellos mares, deja al hombre que no, le conoce la madre que le parió...; ¡tiña, más amarillo y más relambío se pone!... Guerras no hay ahora que le obliguen a uno a soltar un par de andanás a cada instante...; y como nusotros, en la Ferrolana, vimos cuantos mares Dios crió y cuanto mundo se pué ver, ¿a qué ha de ir naide ya por onde nosotros fuimos? ¡Tiña!, no lo quiera Dios...; que hoy se asa usté vivo, mañana se aterece de frío, aquí calenturas, más allá sarna...; ¡hombre, qué climen más endino!...; ¡y qué gente, me valga Dios!; más colores tiene que una julia. -Tocante a las campañas de hoy, no hay que tener cuidao... Conque.... ánimo, ¡tiña!, que de menos nos hizo Dios... Y aquí estoy yo que no me he muerto, y ha hecho la suerte conmigo cuanto puede hacer un tiburón detrás de un bote... Y no digo más.
El bueno de Tremontorio siguió largo rato consolando, a su manera, a aquellas pobres mujeres, hasta que el grupo, compacto siempre y cada vez más numeroso con la turba de chiquillos que se le iban agregando a su paso, cambió de rumbo al llegar al Consulado, y se internó en la población, y yo, que maquinalmente le había seguido escuchando a Tremontorio desde la Punta del Muelle hasta aquel sitio, perdíle en él de vista y continué hacia la Ribera, vivamente impresionado con las escenas de que había sido testigo aquella tarde.
Cuál sería la base de todas mis meditaciones, se adivina fácilmente; qué remedio fue el primero que se me ocurriera para evitar males tan considerables como el que deploraba entonces, no debo decirlo aquí, por dos razones: la primera, porque, en mi buen deseo, puedo equivocarme; y la segunda, porque, aunque acierte, no se ha de hacer caso alguno de mi teoría en las altas regiones donde se elabora la felicidad de los nietos del Cid. Pobre pintor de costumbres, aténgome a mi oficio: copiarlas como Dios me da a entender y hasta grabarlas en mi corazón.
Por eso, mientras expongo este bosquejo a la consideración de los hombres que pueden, dado que se dignasen echar sobre él una mirada, puesta mi esperanza en Dios, que es la mayor esperanza de los desgraciados, me limito a exclamar, desde el fondo de mi corazón, con mi tierno amigo Bustillo:
¡Ay, Señor!
Pues la ley en su rigor
los afectos no concilia,
haz que los hombres se hermanen,
porque al luchar no profanen
el amor de la familia.