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José María de Pereda
A las Indias
I
«A las Indias van los hombres,
a las Indias por ganar:
las Indias aquí las tienen
si quisieran trabajar.»
(Canc. pop. de la Montaña.)
-Madre, este carraclán está mal hecho.
-¡Jesús, qué condenao de chiquillo!... ¡Si le está que ni pintao!
-¡Tisana, que me aprieta por todas partes, y los faldones se me suben al pescuezo cada vez que me voy a quitar el sombrero!
-Di que eres un mocoso presumido, y no me rompas la cabeza.
-Diga usté que no sabe coser por lo fino.... ni esta tarascona de mi hermana... ¿Lo ve?... Lo mismo coge la aguja que las trentes. ¡Tisana, qué camisa me estás cosiendo!... ¡A ver si das más cortas esas puntadas!...
-¡El demonio del renacuajo!... ¿Cuándo soñaste tú en gastar levita? ¡Después que me llevo mes y medio sin pegar el ojo por servirle a él!... Madre, yo no coso más.
Y la censurada costurera, que es una mocetona como un castaño, arroja al suelo la camisa que estaba cosiendo, y vuelve las espaldas con resuelto ademán al escrupuloso elegante, rapaz de trece años, listo como una ardilla y tan flaco como el mango de una paleta.
Su madre, mujer de cuarenta años, aunque las arrugas del rostro y la curva de sus espaldas la hacen representar sesenta, después de comerse media cuarta de hilo para hacerle punta y que pase por el ojo de la aguja, que apenas se ve entre sus callosos dedos, pone en orden a la susceptible costurera, se acerca al muchacho, le hace girar tres veces sobre sí mismo, le estira con fuerza la levita que lleva puesta y, después de contemplar un instante su obra, vuelve a sentarse, exclamando con acento de profunda convicción:
-Que la pinte mejor un sastre.
Pero antes de ir más lejos, y para mejor inteligencia de los lectores, es justo que, como diría el inédito poeta don Pánfilo, expliquemos la situación.
Que nuestros personajes son montañeses, debe haberse deducido del estilo del diálogo; y si éste no lo ha demostrado bastante, conste desde ahora que lo son en efecto.-El lugar de la escena puede el lector colocarle en el punto de esta provincia que más le conviniere, si bien su parte oriental es preferible, por ser en ella más frecuentes que en las demás, cuadros semejantes al que voy a describir.-El escenario es aquí el ancho soportal o tejavana de una casa pobre de aldea.-Esta, como todas o la mayor parte de las de su categoría, tiene en la humilde fachada del portal tres huecos: la puerta principal en el centro, la de la cuadra a la izquierda, y a la derecha la ventana de la cocina. Sentadas en el alto batiente de la primera, cosen las dos mujeres; la segunda está entreabierta, porque acaba de entrar por ella a arreglar el ganado el bueno del tío Nardo, jefe de la familia, o esposo y padre, respectivamente, de los personajes de nuestro diálogo. Por lo que hace a la ventana, aunque no la necesitamos para nada, diré, a fuer de verídico historiador, que está cerrada, pues su destino más que dar luz a la cocina, es dejar que salga el humo de ella cuando hay fuego en el hogar, el cual está ahora tan frío como la borona que en él se coció por la mañana para todo el día...; y dicho se está con esto que la escena es por la tarde; conste también, sin que este dato sea, como parecerá a primera vista, una minuciosidad inútil, que corre el mes de septiembre. Ahora sólo nos resta consignar que el pequeñuelo interlocutor, al dirigir tan graves cargos a su madre y a su hermana, llegaba al portal, vestido con levita, pantalón y chaleco de mahón gris; agarrotado su cuello entre los revueltos y atropellados pliegues de una enorme corbata de percal con grandes cuadros rojos; medio oculta su diminuta e inteligente cabeza bajo las anchas alas de un sombrero de paja con cinta verde, y calzado, por último, con gruesos zapatos de Novales. El polvo que los cubre, el arrebatado color de la cara del muchachuelo y el garrote que éste trae en una mano, prueban bien a las claras que acaba de hacer una larga caminata. En cuanto a las razones que tiene para quejarse de las tijeras de su madre y de la aguja de su hermana, no dejan de parecer fundadas, si se mira su vestido con alguna atención; pero también es cierto que las pobres mujeres nunca las vieron más gordas, y que el intolerante rapaz se mete por primera vez bajo aquellos faldones que le estorban. También debe constar que, a pesar de lo que dijo al presentarse en escena, hay en su fisonomía algo de risueño y placentero que denota una satisfacción interior: su viaje debe haber tenido un éxito feliz... Mas para saber lo que hay sobre esto y otras cosas que nos proponemos referir, volvamos a tomar el asunto donde lo dejamos para hacer esta digresión.
Mientras la madre pronunciaba las palabras que dejamos escritas, hecho el examen de la levita de su hijo, éste se sentó en el poyo del portal, entre las dos puertas, y limpiándose luego con el pañuelo del bolsillo el polvo de sus zapatos, replicó vivamente:
-Eso lo dice usté aquí porque no hay comparanza; pero si me viera al lado de don Damián como yo acabo de verme... ¡Tisana, qué levita!... ¡Aquéllas sí que son costuras!... Ni siquiera se conocen... ¡Y qué corte! Da gloria de Dios el verla. Y no estos costurones... ¡más mal asentaos!
-Pero, condenao, ¿cómo quieres tú comparar aquel paño tan fino con este mahón de a tres reales?
-¡Qué mahón ni qué ocho cuartos! En las manos consiste toa la cencia... Si me hubiera hecho la ropa un sastre de Santander, como yo quería... Lo mismo que el chaleco... y los calzones: por un lado me sobra media fanega, y por otro no me puedo revolver adentro... ¡Y estos zapatos!... Yo no sé en qué consiste que cuanto más tocino les doy, más peor se ponen. ¡Qué zapatos los de don Damián, Tisana! Relumbran como el sol de mediodía.
-Pero, hijo mío, ¿no ves que don Damián es un señor muy rico?...
-También tú te vestirás así el día de mañana, ¿verdá, madre?
-¡Anda, anda!; ya te estás relamiendo con los vestidos que te he de regalar... ¡Como no pongas otros!...
-Ni falta que me hacen, para que lo sepas; probe nací, y con saya de estameña y tirando de la azada me han de querer...
-Calla, tonta, que lo dije por oírte; ¡miá tú qué me importará a mí el día de mañana vestirte como una señora prencipal!... ¿Eh, madre?
A la buena mujer, mientras sus dos hijos comenzaban a contender en este terreno, se le iban enrojeciendo los ojos, fenómeno que, en idénticas circunstancias, había observado de algunos días a aquella parte el tío Nardo, con no poca sorpresa; y sabiendo por la experiencia que si no combatía la emoción a tiempo no podría disimularla, dio al diálogo otro giro diverso, preguntando al muchacho:
-¿Te dio la carta don Damián?
El interrogado, que, por otra parte, parecía estar deseando que se le hiciera semejante pregunta, llevó la diestra al bolsillo interior de su levita, después a uno de los del chaleco, ocultó entre sus dedos una moneda, y sonriendo con expresión de triunfo, exclamó, alzando progresivamente la voz:
-Aquí está la carta... y aquí esto...; ¿lo ven bien? Esto... ¿qué dirán que es esto?... ¡Tisana, que no lo aciertan!... Pues esto es... ¡media onza!...
-¡Media onza!...
-¡Media onza!
-¡Media onza! -añadió el tío Nardo asomando la cabeza por la puerta de la cuadra-; ¡media onza! -repitió mientras descubría el tronco-; ¡media onza! -exclamó, en fin, trasladándose de un brinco junto al grupo que formaba su familia admirando la moneda que Andrés (y ya es hora de decir cómo se llamaba el rapaz) mostraba como una reliquia.
-¡Medía onza, sí! -recalcaba este último girando en todas direcciones-; ¡media onza más maja que el sol!... Aquí está; don Damián me la dio para mí solo... ¡Viva don Damián!
Después que hubo pasado la moneda de mano en mano por todas las del grupo, y que todas las personas que le componían la hubieron mirado y remirado y hecho sonar contra las piedras, Andrés se volvió a apoderar de ella, y reclamando la atención de toda su familia, desdobló la carta que también le dio don Damián, y leyó en ella, con mucha seguridad, aunque con bien poco sentido gramatical, lo que sigue:
«Señor don Frutos Mascabado y Caracolillo.
Habana.
»Mi querido amigo y antiguo compañero: El dador de ésta lo será, Dios mediante, el joven Andrés de la Peña, que saldrá de Santander, al primer tiempo, en la fragata Panchita, con rumbo a esa ciudad. Al efecto, me tomo la libertad de suplicar a usted le auxilie en todo lo que esté de su parte, tratando por de pronto de proporcionarle acomodo conveniente a sus circunstancias. Dicho Andrés es muchacho listo y de buena conducta, tiene excelente pluma y sabe de cuentas hasta la de compañías inclusive.
»Contando con la buena amistad de usted, me atrevo a anticiparle las gracias por lo que en obsequio de mi recomendado haga, que será, desde luego, uno de los buenos servicios entre los muchos que ya le debe su afectísimo amigo y seguro servidor,
q. s. m. b.,
Damián de la Fuente.»
Después de esta carta, paréceme excusado decir a nuestros lectores lo que significan la levita de Andrés y el inusitado movimiento de toda su familia alrededor de su equipaje.
II
Por regla general, a los niños, apenas dejan los juguetes, les acomete el afán, sobre todas sus otras aspiraciones, de hombrear, de tener mucha fuerza y de levantar medio palmo sobre la talla. Pero cuando los niños son de estas montañas, por un privilegio especial de su naturaleza, su único anhelo es la independencia con un Don y mucho dinero. Y, según ellos, no hay más camino para conseguirlo que irse «a las Indias»... Los abismos del mar, los estragos de un clima ardiente, los azares de una fortuna ilusoria, el abandono, la soledad en medio de un país tan remoto... nada les intimida; al contrario, todos estos obstáculos parece que les excitan más y más el deseo de atropellarlos. ¿No es cierto que en América es de plata la moneda más pequeña de cuantas usualmente circulan? Pues un montañés no necesita saber más que esto para lanzarse a esa tierra feliz; la vida que en la empresa arriesga le parece poco, y otras ciento jugara impávido, si otras ciento tuviera.
¿Hay quien lo duda? Ofrezca un pasaje gratis desde Santander a la isla de Cuba, o una garantía de pago al plazo de un año, y verá los aspirantes que a él acuden. Y no se apure porque el pasaje no sea en primera cámara: un montañés de pura raza atraviesa en el tope el Océano, si necesario fuese.
Díganle «a las Indias vamos», y con tan admirable fe se embarca en una cáscara de limón como en un navío de tres puentes. Este heroísmo suele ir más allá aún. Un indiano de semejante barro ve transcurrir los mejores años de su juventud de desengaño en desengaño, y no desmaya. No hay trabajo que le arredre, ni contrariedad que apague su fe: la fortuna está sonriéndole detrás de sus desdichas, y la ve tan clara y tan palpable entonces como la vio de niño, cuando, soñando sus ricos dones, se columpiaba en las altas ramas del nogal que asombraba su paterna choza.
De lo cual se deduce que la honradez, la constancia y la laboriosidad de un montañés son tan grandes como su ambición.
Nadie, en buena justicia, podrá quitar a esta noble raza un timbre que tanto la honra.
Nuestro Andresillo, pues, vástago legitimo de ella, no bien supo hablar, ya dijo a su madre que él sería indiano. Creció en edad, y la idea de irse a América fue el tema de todas sus ilusiones; y tanto y tanto insistió en su proyecto, que su familia comenzó a deliberar sobre él muy seriamente.
Un día fueron tío Nardo y su mujer a consultarlo con don Damián, indiano muy rico de aquellas inmediaciones, y de quien ya hemos oído hablar. Don Damián había hecho, es cierto, un gran caudal: esto es lo que veía toda la población de la comarca y lo que excitaba más y más a los jóvenes el deseo de emigrar, pero en lo que se fijan muy pocos, si es que alguno pensó en ello, era en que don Damián se hizo rico a costa de veinte años de un trabajo constante; que en todo ese tiempo no dejó un solo día, una sola hora, de ser hombre de bien, ni de cumplir, por consiguiente, con todos los deberes que se le imponían en las dificilísimas circunstancias por que atravesó. Además, don Damián había ido a América muy bien recomendado y con una educación bastante más esmerada que la que llevan ordinariamente a aquellas envidiadas regiones los pobres montañeses. Todas estas circunstancias, que obraron como base principal de la riqueza de don Damián, le obligaban a exponérselas a cuantos iban a pedirle cartas de recomendación para La Habana, y a consultarle sobre la conveniencia de salir a probar fortuna. Cuando semejantes consideraciones no bastaban a desencantar a los ilusos, daba la carta que se le pedía, y a las veces, su firma, garantizando el pago del pasaje desde Santander a La Habana.
Los padres de Andrés oyeron del generoso indiano las reflexiones más prudentes y los más sanos consejos, cuando a pedírselos fueron en vista de las reiteradas insinuaciones de aquél. En obsequio a la verdad, la mujer del tío Nardo no necesitaba de tantas ni tan buenas razones para oponerse a los proyectos de su hijo: era su madre, y con los ojos de su amor veía a través de los mares, nubes y tempestades que oscurecían las risueñas ilusiones del ofuscado niño; pero el tío Nardo, menos aprensivo que ella y más confiado en sus buenos deseos, apoyaba ciegamente a Andrés; y entre el padre y el hijo, si no convencían, dominaban a la pobre mujer, que, por otra parte, respetaba mucho las corazonadas, y jamás se oponía a lo que pudiera ser permisión del Señor. El párroco del lugar le había dicho en muchas ocasiones que Dios hablaba, a veces, por boca de los niños; y por si a Andrés le había inspirado el cielo su proyecto, se decidió a respetarle en cuanto le pareciese deber hacerlo así.
Sobreponiéndose, pues, a las reflexiones del indiano la fuerza de voluntad de Andresillo y la buena fe de su padre, el primero prometió su protección al segundo; y desde aquel día no se pensó más en la casita que conocemos que en arreglar el viaje lo más pronto posible.
Los preparativos al efecto eran bien sencillos: sacar el pasaporte y hacer el equipaje.
Este se componía:
De tres camisas de estopilla.
Un vestido completo de mahón, de día de fiesta.
Otro ídem íd. íd., para diario.
Una colchoneta y una manta, y
Un arca de pino, pintada de almagre, para guardar, durante el viaje, la ropa que Andrés no llevase puesta.
Del pago del pasaje se encargó don Damián hasta que Andrés supiera ganarlo.
El producto de la única vaca que tenía el tío Nardo, vendida de prisa y al desbarate, dio justamente para los gastos de equipo del futuro indiano y para el pequeño fondo de reserva que debía llevar consigo, fondo que se aumentó con medio duro que el señor cura le regaló el mismo día que le confesó; con seis reales del maestro que le dio últimamente lecciones especiales de escritura y cuentas, y con la media onza de que tiene noticia el lector. Y no se arruinó completamente la pobre familia para «echar de casa» a Andrés, gracias al generoso anticipo del indiano; de otro modo, hubiera vendido gustosa hasta la cama y el hogar. Los ejemplos de esta especie abundan, desgraciadamente, en la Montaña.
El día en que presentamos la escena a nuestros lectores era el último que Andrés debía pasar bajo el techo paterno: le había destinado a despedidas, y ya tuvimos el gusto de ver el resultado que le dio la de don Damián; día que, dicho sea inter nos, había costado muchas lágrimas a la pobre madre, a escondidas de su familia, pues no podía resignarse con calma a ver aquel pedazo de sus entrañas arrojado tan joven a merced de la suerte, y tan lejos de su protección.
Pero las horas volaban, y era preciso decidirse. Cuando Andrés acabó de leer la carta, su único amparo al dejar su patria, y a vueltas de algunos halagüeños comentarios que se hicieron sobre aquélla, la pobre mujer, a quien ahogaba el llanto, mandó entrar en casa a su hijo para que su hermana le limpiara la ropa que llevaba puesta y se la guardara, mientras ella daba las últimas puntadas a una camisa.
Andrés, entonando un aire del país, obedeció, saltando de un brinco sobre el umbral de la puerta; pero su madre, al ver aquella expansiva jovialidad en momentos tan supremos, fijos en él sus turbios ojos mientras atravesaba el angosto pasadizo, abandonó insensiblemente la aguja, y dos arroyos de lágrimas corrieron por sus tostadas mejillas.
-¡Pobre hijo del alma! -murmuró con voz trémula y apagada.
Tío Nardo, más optimista, por no decir menos cariñoso que su mujer, no comprendiendo aquel trance tan angustioso, hacía los mayores esfuerzos por atraerla a su terreno.
-Yo no sé, Nisca, -le dijo cuando estuvieron solos-, qué demonches de mosca te ha picao de un tiempo acá, que no haces más que gimotear. Pues al muchacho no soy yo quien le echa de casa, que allá nos anduvimos al efecto de embarcarle...; y por Dios que no lo afeaste nunca bastante, ni te opusiste de veras.
-Y ¿qué había de hacer yo? Tampoco hoy me opongo, aunque cuanto más se acerca la hora de despedirme de él... ¡Pobre hijo mío!... Dícenme que puede hacerse rico...; ¡y nosotros somos tan pobres! ¡Ofrecen tan poco para un hombre estos cuatro terrones que el Señor nos ha dado!... ¡Ay, si Él quisiera favorecerle!...
-Pues ¿qué ha de hacer, tocha? ¡No que no!.... ahí tienes a don Damián...
-¡Siempre habéis de salirme con don Damián!
-Y con muchísima razón. ¿Qué mejor ejemplo? Un señor que vino al pueblo cargado de talegas; que a todos sus parientes ha puesto hechos unos señores; que no bien sabe que hay un vecino necesitao, ya está él socorriéndole; que alza él solo casi todas las cargas del lugar; que corta todos los pleitos para que no se coma la Justicia la razón del que la tiene y el haber de la otra parte, y que no quiere por tanto beneficio más que la bendición de los hombres de bien. ¿Qué más satisfacción para nosotros que ver a nuestro hijo en el día de mañana bendecido como don Damián?
-¡Ay, Nardo!; en primer lugar, don Damián fue siempre muy honrado...
-No viene Andrés de casta de pícaros.
-Después, Dios le ayudó para que hiciera suerte.
-Y ¿por qué no ha de ayudar a Andrés?
-Don Damián fue un señor desde sus principios, y cuando salió de aquí llevaba muchos estudios y sabía tratar con personas decentes...; y había heredado la levita, que esto vale mucho para bandearse fuera de los bardales del lugar.
- ¡Bah, bah!.... ríete de cuentos, Nisca, que todos los hombres nacimos de la tierra y tenemos cinco dedos en cada mano.
-Valiera más, Nardo, que en lugar de fijarnos en ejemplos como el de ese buen señor para echar de casa a nuestros hijos, volviéramos los ojos a otros más desgraciados. ¡Cuántas lágrimas se ahorrarían así!... Sin ir más lejos, ahí está nuestra vecina, que no halla consuelo hace un mes, llorando al hijo de su alma que se le murió en un hospital al poco tiempo de llegar a La Habana.
-Sí; pero ese muchacho...
-Era tan sano y tan robusto como Andrés, y como él era joven y llevaba buenas recomendaciones. También las llevó el del tío Pedro y murió pobre y desamparado en lo más lejos de aquellas tierras... Bien colocado estaba el sobrino del señor alcalde, y malas compañías le llevaron a perecer en una cárcel; y Dios parece que lo dispuso así, porque cuentan que si sale de ella hubiera sido para ir a peor paraje. Veinte años bregó con la fortuna su primo Antón, y, por no morirse de hambre, anda hoy de triste marinero ganando un pedazo de pan por esos mares de Dios. Bien cerca de tu casa tienes al pobre hijo de Pedro Gómez esperando a que se le acabe la poca salud que trajo de las Indias al cabo de quince años de buscarse en ellas la fortuna, para que Dios le lleve a descansar a su lado; pues ya, pobre y enfermo, ni vale para apoyo de su familia, ni para el pueblo, ni para sí mismo, que es lo peor...; y bien reniega de la hora en que salió de su casa...
-¡Anda, anda!...; ¡echa por esa boca desventuras y lástimas! ¿Por qué no te acuerdas del hijo del Manco y de el del alguacil, que dicen que gastan coche en La Habana y que están ricos que no saben lo que tienen?
-¡Mal año para ellos, que dejan morir de miseria a sus familias, que se arruinaron por embarcarlos, y ni siquiera se acuerdan de la tierra en que vieron el sol!... Mucho quiero a ese pobre hijo que se va a ir por ese mundo; pero antes que verle mañana sin religión, olvidado de su familia y de su tierra (Dios me perdone si en ello ofendo), quisiera la noticia de que se había muerto.
-Vaya, Nisca, que hoy te da el naipe para sermones de ánimas... Todavía me has de hacer ver el asunto por el lado triste.
-¡Dichoso de ti, Nardo, que no le has visto ya!
-No seas tonta, que yo no puedo ver esas cosas como tú las ves... Porque este lugar haya sido poco afortunado para los indianos...
-Calcula tú cómo andarán los demás... cuando en este rincón sólo hay tanta lástima. ¡Ay, Nardo!; aunque yo no lo tocara con mis manos ni lo viera con mis ojos, los consejos de don Damián, con la experiencia que tiene, serían de sobra para que yo llorara al echar, sola por el mundo, a esa pobre criatura.
La salida de Andrés interrumpió este diálogo. Traía puesto su traje de camino, nuevo también, pero de corte más humilde que el que se había quitado para que su hermana se le guardase.
Tía Nisca se enjugó apresuradamente los ojos al ver a su hijo, y plegó con esmero sobre sus rodillas la camisa que había concluido.
Toda aquella tarde se invirtió en arreglar el equipaje de Andrés, y al anochecer se rezó el rosario con más devoción que nunca, pidiendo todos a la Virgen, con esa fe profunda y consoladora de un corazón cristiano, amparo para el que se iba, y, para los que se quedaban, resignación y vida hasta volver a verle.
III
Ahora, si el lector lo consiente, que sí lo consentirá, pues no le cuesta dinero ni cosa que lo valga, vamos a trasladarnos con la escena a otra parte.
Estamos en el magnífico Muelle de Santander.
Como de ordinario, multitud de carros, bultos de mercancías, básculas, corredores, dependientes, comerciantes, marineros, pescadores, vagos y curiosos forasteros, en el más agitado y bullicioso desorden, le hacen intransitable desde la Ribera al café Suizo. Fijémonos un momento en este último punto, como el más despejado. Frente a la puerta pasan tres personas que nos son muy conocidas, y siguen, sin detenerse un segundo ante las vidrieras del establecimiento para ver sus espejos y divanes, hacia la punta del Muelle. Estos personajes son Andrés, su padre y su madre. El primero en medio de los otros dos, metidas las manos en los bolsillos de sus anchos pantalones, tiradas hacia la espalda las solapas de la levita consabida, y el hongo muy calado sobre el cogote. El tío Nardo a la derecha, con su vestido nuevo de paño pardo, y su mujer al otro lado, con muselina blanca a la cabeza, la saya morada de los domingos colgada al hombro, y terciado en el brazo opuesto un gran paraguas envuelto en funda de percal rayado. Los tres caminan sin decirse una palabra: tío Nardo, con las más visibles muestras de indiferencia; su mujer abismada, como siempre, en su pena, y mirando, al través de sus lágrimas, el barco fatal que espera a su hijo meciéndose sobre las aguas a una milla del Muelle. En cuanto a Andrés, a juzgar por su resuelto continente y por su sonrisa desdeñosa, puede asegurarse que acaricia la ilusión de construir por su cuenta, a su vuelta de América, un barrio tan elegante y monumental como el que va recorriendo.
Tres días hace que llegaron del pueblo. Despachados los papeles y demás diligencias indispensables a todo pasajero, sólo se pensó ya en complacer a Andrés y en proporcionarle cuantas distracciones estuvieran al alcance de sus recursos. Tuvo éste a su disposición dos días y cerca de veinte duros. De modo que a la hora en que le volvemos a encontrar, no cuenta un solo deseo que no haya visto satisfecho; es decir, se ha bebido, vaso a vaso más de media cántara de agua de limón «fría como la nieve»; ha comido, de seis en seis, más de un ciento de merengues; ha convidado a cuantos paisanos y conocidos hallaba al paso; ha comprado una sinfonía en una tienda de alemanes, y ha oído una misa mayor en la Catedral. Total de gastos, con hospedaje y alimentos de las tres personas en el Cuartelillo: cinco napoleones. Nada, pues, le quedaba ya que ver, como él decía, cuando le avisaron que era preciso embarcarse, porque estaba la fragata lista para darse a la vela.
Esta noticia, que no le sorprendió lo más mínimo, acabó de anonadar a su madre y sacó, por un instante, de su habitual atolondramiento a tío Nardo.
Sigámosles ahora por el Muelle. En la última rampa se embarcan en un bote, que se dirige en seguida a la fragata, que aún no ha contemplado Andrés más que de lejos, sin que por ello la haya perdido de vista un solo día desde su llegada a Santander; por consiguiente, no ha podido formarse todavía una idea exacta de lo que ella es.
A medida que se aproximaban los tres al buque, éste va desarrollando a sus ojos sus gigantescas proporciones; su negra mole parece que surge del agua, y tía Nisca, aunque jamás se forja ilusiones ni las toma en cuenta para nada, lo cree como el Evangelio. Y cree más: para ella, aquel volumen enorme tiene una fisonomía, fisonomía satánica, imponente, que la mira siempre y con un gesto terrible que hiela la sangre en sus venas. Los gritos de adentro y el sinnúmero de caras que asoman sobre la borda mirando a los del bote que llega, le parecen el alma diabólica y multiforme de aquel monstruoso cuerpo en cuyos antros va a desaparecer, quizá para siempre, el hijo de su amor. El atezado rostro de tía Nisca se vuelve lívido.
Andrés, por el contrario, se entusiasma más y más según que se acerca a la fragata. La magnitud de su casco, la elevación de sus palos, el laberinto de su jarcia, todo le enamora y hasta le enorgullece. ¿Qué vale la pobre choza de su aldea junto a aquel flotante palacio que va a habitar durante mes y medio?
En cuanto a tío Nardo, si hemos de ser justos, desde que pudo apreciar la magnitud real y efectiva del barco hasta que llegó a su costado, no pensó más que en calcular cómo no se iría a pique un cuerpo tan pesado, siendo el cuerpo tan duro y tan blando el elemento que le sostenía; cuestión que trató con sus vecinos más de una vez, a su vuelta a la aldea.
Otro cuadro más raro tienen que contemplar nuestros tres conocidos al llegar sobre cubierta: montones de jarcia, cajas de provisiones, una res acabada de desollar, enormes jaulas conteniendo vacas, cerdos y carneros, y otras menores con gallinas; grupos de marineros acá izando una verga, allá bajando pesados bultos a la bodega; y por último, revueltos y deslizándose entre tanto obstáculo, más de un centenar de muchachuelos del corte de nuestro aspirante a indiano. Todo esto junto produce un ruido infernal. Tío Nardo se marea, su mujer solloza y Andrés observa impávido.
De aquella turba de niños, algunos lloran, otros meditan tristemente reclinados contra la borda, otros miran atónitos cuanto les rodea..., ¡muy pocos ríen! Todos, como Andrés, van a América buscando la fortuna; todos van, como él, poco más que a merced de la casualidad... Seamos exactos: muchos de ellos no llevan ni siquiera una carta como la de don Damián.
De todos los que acompañan a Andrés, acaso no encuentre uno solo lo que va buscando; quizá todos ellos contemplen por la última vez de su vida tierra sobre que han nacido.
Tía Nisca logra ver el sitio que se destina a su hijo en la fragata.
Sobre la carga que ésta lleva en sus bodegas, se han tendido unas tablas de pino; entre estas tablas y la cubierta, espacio mucho más bajo que la talla de un hombre, se han colocado en fila tantas colchonetas como son los pasajeros: una de ellas es la de Andrés. Este departamento es el que se conoce con el nombre de sollado. La pobre madre se estremece al ver la mezquindad del sitio destinado al reposo de su hijo. Aquello es insano, no tiene bastante ventilación... ¡Si Andrés se pusiera enfermo!...
No corre, vuela en busca del capitán... Quiere gratificarle..., comprar un poco de comodidad para aquella inocente criatura. Se palpa los bolsillos, rebusca los de su marido; pero sólo puede reunir... ¡medio duro! ¡Y el capitán es un señor tan elegante! ¿Con qué cara le ha de ofrecer ella diez reales? Pero nota, en su defecto, que tiene la mirada muy noble. Se decide a hablarle, y entre lágrimas y sollozos:
-Señor -le dice-, el hijo mío que va a La Habana es Andrés, aquel muchacho tan guapo y tan listo que está mirando hacia acá. Créame usted, señor: no va en primera cámara, porque ni aun vendiendo la camisa hubiéramos podido reunir tanto dinero si habíamos de dejarle algo al pobre muchacho por lo que pudiera sucederle fuera de su casa. Le juro a usted que es la pura verdad lo que le digo. Pero yo no sabía que el sitio donde tenía que ir era tan angosto, que si no, ¡ay, Dios mío!... Mire usted, señor, somos unos pobres; pero si al mi Andrés le atendieran algo por el camino... No es esto decir que yo desconfíe de usted, ¡ave María Purísima! Usted es hombre honrado, y no hay más que mirarle para... voy al decir, que... ¡Hijo mío de mi alma!... Yo no sé ya lo que digo ni lo que he de hacer por que lo pase más a gusto.
Las lágrimas ahogan a la pobre mujer, y el dolor perturba su razón.
El capitán, respetándole en todo lo que vale, promete a la afligida madre un sitio en primera cámara para su hijo en cuanto se hagan a la mar, y trata de consolarla con cariñosas aunque breves palabras.
Esta misma táctica ha seguido siempre con todas las madres de los pasajeros que han ido a su cuidado, porque es de advertir que todas ellas han solicitado para sus hijos lo mismo que la tía Nisca para Andrés. Convengamos en que, en la imposibilidad de complacerlas, es muy recomendable esta manera de engañarlas a todas.
Tía Nisca vuelve más animada adonde está su hijo, a quien refiere entre bendiciones la buena acogida que le dispensó el capitán. Después, abrazándole estrechamente, le recomienda de nuevo mucha devoción al escapulario bendito de la Virgen del Carmen que lleva sobre su pecho; que sea bueno y sumiso; que huya de las malas compañías; que piense siempre en su pobre choza y en su patria..., en fin, cuanto es de necesidad que recomiende una madre cariñosa a un hijo querido en el instante supremo de una larga o tal vez eterna separación.
Pero el sonido metálico y vibrante del molinete se oye: comienza a levar anclas, y es preciso separarse.
La desdichada madre siente que hasta la voz le falta para decir el último «adiós». Andrés comprende por primera vez lo que es perder de vista su hogar y su patria, y lanzarse niño y solo a los desiertos del mundo, y también por primera vez llora, y acaso se arrepiente de su empresa; tío Nardo mira hacia el Muelle y procura no hablar para que no se vean las lágrimas que al cabo vierte, ni descubra su voz la pena que hay en su pecho; y deseando abreviar aquella escena por afligir menos a su hijo, estréchale en silencio entre sus brazos, coge por otro bruscamente a su mujer y desciende con ella al bote, imponiéndose la dura penitencia de no mirar a la fragata hasta que llegue al Muelle.
Cuando en él desembarcan, tía Nisca se deja caer en el umbral de la primera puerta que hallan al paso. Con los codos sobre sus rodillas, la cabeza entre las manos, los ojos fijos en la fragata y la cara inundada en llanto, espera inmóvil, como una estatua del dolor, a que el buque desaparezca. Tío Nardo, de pie a su lado, pero algo más tranquilo, respeta la situación de su mujer y no se atreve a separarla de allí.
Transcurre media hora.
La fragata despliega al viento su blanco velamen; hunde la proa en las aguas, como si dirigiera un galante saludo de despedida al puerto, y, deslizando rápidamente su quilla, desaparece en breve detrás de San Martín.
Al perderla de vista no cayó la pobre aldeana exánime sobre las losas del Muelle, porque Dios ha dado a estas criaturas una fuerza y una fe tan grandes como sus infortunios...
IV
Aquella misma tarde, a la caída del sol, atravesaban tío Nardo y su mujer la extensa sierra que conduce a su lugar. Mustios iban los dos y cabizbajos, el uno en pos del otro. Pensaban en Andrés. Pero tía Nisca, de imaginación más activa que su marido, examinaba interiormente el cuadro de sus pesares, ¡y no le faltaban causas con que justificar toda la amargura de los dolores que sentía! Por eso no pudo menos de dirigir un duro apóstrofe a la tierra que pisaba, viéndola poblada de ásperos escajos, y cuya aparente esterilidad alejaba de ella a sus hijos para buscar en país remoto lo que la madre patria no podía darles. ¡Cargo injusto, por cierto, y que, perpetuamente en boca de tantos ignorantes, sostiene en esta provincia la plaga de emigración que la despuebla!...
Pero antes que de la pluma se me escapen ciertas reflexiones, más propias del periodista que del pintor, volvamos a nuestros personajes, aunque no sea más que para despedirnos de ellos.
Es ya inútil: pasada la sierra, han desaparecido por una estrecha y larga calleja formada por dos frondosas seturas, verde y pintoresco toldo, cuyas paredes no pueden atravesar los débiles rayos del sol que va a ocultarse; tampoco se columbra un alma en la campiña; y sólo turba el silencio de aquella soledad la voz de una mujer que, desde el fondo de la calleja, canta a grito pelado:
«A las Indias van los hombres,
a las Indias por ganar:
las Indias aquí las tienen
si quisieran trabajar.»
Esta mujer ha debido de encontrar, yendo a la fuente a tía Nisca y a su marido. Quizá al verlos caminar silenciosa y tristemente a su casa, ha recordado esa estrofa que, por otra parte, viene como de molde para dar fin a este cuadro, porque precisamente es la síntesis de él.