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José María de Pereda
Los baños del sardinero
A vista de castellano rancio
-¿Y en qué coche vamos?
-En el primero que encontremos en la Plaza Nueva.
-Ahí tiene usted tres... cuatro...
-Todos ellos son peores; pero vamos a tomar aquél que se está ocupando ya, porque será el primero que salga. Iremos en la delantera, si a usted le parece.
-Perfectamente: con eso veré mejor el paisaje. A mí me gusta mucho la campiña de aquí. Además, ya sabe usted que no he visto aún la mar, porque me guardo esa sorpresa para hoy: quiero verla de sopetón, como si dijéramos... ¡Oiga! ¿Sabe usted que son de rechupete estas dos madamitas que van en el interior? ¡Caracoles, y qué bien les cae el sombrerito ladeado!... Pues mire usted la señora que está en el rincón de mi derecha: ocupa ella sola medio coche... y parece joven y muy bonita; digo, si el velo del demonio del gorro que lleva puesto no me engaña.
-Que todo podrá ser.
-¿Le parece a usted?
-Lo que a mí me parece es que está usted muy animado para ser tan tempranito.
-¡Qué quiere usted, hombre! Viene uno de aquel demonches de Campos donde todo se ve de un color, y ese malo, y parece que aquí se ensancha el corazón entre tanto verde, y, sobre todo, entre tanta gracia como Dios echó encima de estas criaturas... ¡Zape! qué mal movimiento tiene este coche... ¡Buenas casas son éstas!... ¡digo, pues es nuevo todo el barrio!... Una iglesia en construcción...
-Por construida pasa hoy.
-Hará poco que se empezó.
-Muy poco, unos trece años.
-¡Anda! ¿pues y eso? Escasearía el dinero.
-No, señor: con lo que han costado esas paredes se hubiera hecho una catedral en cualquier otro pueblo.
-Pues no lo comprendo.
-Ni yo tampoco.
-¡Qué repecho tan penoso!... y se llama «Calle de Moctezuma». ¡Y qué fea es la condenada de la calle!... ¡Hola!, ya estamos en el camino real... Me parece que aquello es la plaza de toros, ¿eh?
-Precisamente.
-¡Bien, canario! le confieso a usted que se me hincha la vanidad de castellano cuando veo entrar a los pueblos por esas reformas. Una plaza de toros no debe faltar nunca en ninguna población nuestra que se aprecie en algo. O somos españoles o no lo somos. ¿No-verdá-usté?
-Claro... y ¡viva la Pepa!
-Ya se ve que sí. Con tal de que haya trigo en Castilla para los que quieran pagarle bien...
-¡Cabales! aunque coman los pobres de allá y de acá centeno y borona.
-Esa es la derecha, que así lo quiso Dios: por eso los dedos de la mano no son iguales. Dejemos al extranjero, que no tiene riquezas propias, arreglárselas con sus industrias, o sus brujerías, como dice el señor cura de mi pueblo, que ellas le darán el pago... ¡Canario, qué vuelta tan en corto! Por lo que se ve, es recién hecho este camino.
-Sí, señor: es más recto y menos penoso que el antiguo, que es el que hemos dejado.
-¡Bonitas praderas! Arbolado, huertos, casitas; la bahía detrás y más allá las montañas... ¡bien, retebién! ¡esto me gusta! Pero calle: eso que se ve ahí junto a los árboles del camino viejo, ¿es una fábrica?
-Sí, señor; de estearina y jabón.
-¿Y qué es eso de estearina?
-Para hacer bujías.
-¿Y qué son bujías?
-Velas.
-¡Acabaras! Pues me gusta el aquel de la fábrica. Y ¿con qué muele?
-¿Cómo que con qué muele?
-Quiero decir, con qué anda; porque no veo el río por ninguna parte.
-Con vapor.
-¡Ah, ya! Velay-usté por qué ahuma tanto la chimenea. Y a todo esto, ¿cuándo se ve la mar?
-Ahora vamos a verla, en cuanto lleguemos a aquellos árboles.
-¡Sopla, y qué airecillo tan fresco me ha dado en la cara de repente! ¿Será de la mar, eh?... Ya estamos arriba... ¡María Santísima, qué vista tan hermosa se descubre ahora!... Pero no veo la mar por ninguna parte.
-¿Cómo que no? Fíjese usted entre esas dos puntas de tierra que se ven a derecha e izquierda.
-Ya me fijo, pero no veo más que cielo... Pero deja, que allí salta una cosa contra aquel peñasco... ¡Anda, morena! ¡pues si es la mar!... ¡Virgen del Tremedal, y qué grande es! Ya se ve, como tiene el mismo color que el cielo, ya podía yo estar mirando una semana entera hacia acullá-lante... ¡Hombre, cuánto hace Dios con sus divinas manos! Y diga usté, ¿por dónde se ve a la América?
-Pues, hombre, por esos mares de Dios.
-Pero, ¿a qué mano se echa la embarcación?
-¡Bendito sea el Señor que tanto da! Y ¿qué torre es aquélla que está sobre ese peñasco aislado?
-Ese es un faro que se ilumina todas las noches para que los barcos que se dirigen al puerto...
-Ya comprendo; para que no se den de testerazos contra la isla. Pues allá, a la izquierda, se ve otra torre más grande.
-Otro faro aún mejor que el de Mouro.
-¿Cuál es el de Mouro?
-El que está sobre el peñasco y del cual toma el nombre.
-¡Soberbio es todo esto! ¡Y decir a Dios que hay en el mundo tantísima gente que se va a la eternidad sin verlo!... Pero ocúrreseme que estará muy hondo.
-¿Cuál?
-¡Toma! el mar.
-Calcule usted.
-¿Y cómo mil diablos se baña uno allí sin ahogarse? Bien que se bañará la gente a la orillita. Y digasté: aquello que revolotea allá lejos ¿son gorriones?
-Hombre de Dios, si son lanchas pescadoras.
-Pues mire usted, así de pronto lo parecían... ¡Canastos, y cómo corre el coche por esta cuesta abajo! Allí vienen otras dos diligencias llenas de gente... ¡Anda, y qué cara traen de frío los pasajeros! Estos ya van bien remojados... ¿Es el parador alguna de estas casas?
-No, señor: son de campo, menos esa grande de la derecha, y esa que la sigue, y la otra de más allá, que son fondas.
-¿Luego ya estamos en el Sardinero?
-Ahora mismo va a parar el coche.
-¿Le parece a usted que dé la mano a las señoras del interior para que bajen?
-Es usted muy fino; pero está usted dispensado de esa atención.
-Con franqueza, que en este punto quiero más pecar por rumboso que por encogido... Le digo a usted que me gustan mucho las compañeras del sombrerito... ¡Y qué torneadas están las indinas... miusté, miusté!... ¡El demonches del estribo ya sabe lo que se hace!
-¿Se pescó algo, eh?
-Un poquillo, de refilón... Pero por aquí no se ve arte de baño ni de cosa que se le parezca... ¡Santa Bárbara, qué ruido!... ¿es que truena?
-No, señor, son las olas. Ahora las verá usted, bajando por esta rampa...
-¡Digo! ¡lo que yo más quería, lo que me encargaron las hijas del procurador!
-¿Y qué es?
-¿Qué ha de ser? Cascaritas, caracolillos. ¡Pues ahí es nada lo del ojo! Sepa usted que en mi pueblo se pirran por esto desde que la sobrina del cura llevó de aquí una peregrina de cáscaras, con su cayado y todo: al demonio del muñeco no le faltaba más que hablar. Y digasté, y perdone, ¿podré yo hallar otro?
-Sí, señor; pero antes vamos a tomar cuarto en la casa de baños.
-Es bastante cómoda esta bajada... ¡Hombre, qué hermoso está el arenal! Vea usted, vea usted qué tal salta el agua en él... ¡Zambomba!, ¡cómo se estrelló esa ola!... Ahora ya sé en qué consiste el ruido que oí antes... Y digasté, ¿para qué son estas casetas con ruedas que hay arrimadas a la casa de baños?
-Para los enfermos, o para usted, si quiere desnudarse y vestirse a la orilla del agua.
-Vea usted si discurre la gente para sacar el ochavo.
-Ya estamos en la casa de baños.
-Pues la tenía a mi vera, y mal pecado si la había visto... Pues no fue por no ser vistosa, que está bien pintada, de verdá; ni por ser chiquitica, que ¡digo si es grande!... Pues no te digo nada del corredor éste; ¡cuidado si es largo!... Pues anda con los cuartos que tiene a las dos manos... y cada uno con su avío bien decente... Y aquí el mostrador para el amo... y detrás de estos cortinajes más cuartos...
-Alto ahí, que ése es el departamento de las señoras.
-¿Y está acotado?
-Sí, señor.
-Pues no he dicho nada... A ver esto otro... Vamos, es el recreo, como quien dijo... ¡anda, qué solana!... con sus pilaritos y su techo. Le aseguro a usted que se puede pasar aquí la mañana recreando la vista.
-No lo niego. Pero usted ¿piensa bañarse?
-Hombre, le diré a usted: con ese ánimo salí de casa; pero según me voy acercando a la mar la voy tomando un respetillo... Quisiera, si a usted le parece, dejar el primer baño hasta mañana.
-Corriente.
-Pero usted puede bañarse si quiere.
-Muchas gracias; prefiero consagrarme hoy enteramente a usted, porque se me antoja que aún le quedan muchas preguntas en el cuerpo.
-Es verdad; pero no lo deje usted por eso: mañana será otro día.
-Es que no respondo de estar mañana de tan buen humor como hoy.
-Pues adelante. Y dígame, por de pronto: ¿para qué son esas dos cuerdas tan largas que van desde la orilla hasta mar adentro?
-Para agarrarse, si quieren, a la de la derecha los hombres y a la de la izquierda las mujeres.
-Calla, pues es verdad, que allí veo una porción de bultos que son cabezas de mujer. ¡Anda, y cómo chillan!... ¡Cataplum!... ahí va esa ola... ¡las tapó! Le digo a usted que son valientes las condenadas de las hembras. Ya sale una. ¡María Santísima, qué visión!... ¡Y cómo se le azota el saco! Sí, híspele, híspele con las manos, que ya adelantarás bastante!... Ya sale otra; ¡ésa sí que está de buen año! parecen la l y la o. Y vienen hacia aquí muy serias. ¿Sabe usted que, a lo que veo, maldito el inconveniente habría en que se bañaran juntos hombres y mujeres? Esos trajes son capaces de quitar la ilusión al más regioso.
-No tanto como usted cree.
-¡Oiga! estas dos que salen ahora del cuarto son nuestras compañeras de viaje. ¡Bendito sea Dios, qué rollizas y graciosísimas están así! Vea usted cómo saltan sobre la arena los diablejos. Pues dígote los pies: yo juraría que eran panecillos de nácara. Vamos, me los comería. ¿Y quién es ese hombre a quien se agarran?
-Un bañero.
-¡Ay! yo quisiera ser bañero... ¡Plafs!... se zambulleron en el agua... Agua quisiera yo ser ahora... ¿Se ríe usted? Pues hace usted mal, porque soy capaz de echarme a las olas sólo para ver cómo se bañan.
-¡Miren el tonto! Pero ¿no decía usted que perdía las ilusiones al ver esos trajes y esas fachas?
-En primer lugar, esos trajes no son como los que antes vimos; y después, ¡ay, amigo! no eran los trajes, sino las mujeres, lo que me quitaba la ilusión... Pero ésta otra que sale al baño, ¿no es la que también vino con nosotros y que parecía llenar ella sola medio carruaje? Sí, no hay duda, es la misma. Pero, señor, ¿dónde ha dejado las carnes? ¡Mire usted qué engaño, hombre! ¿Y cómo se consiente eso?... ¡Uf! ahí va ese rebaño de ovejuelas... más de doce... ¡Anda! pues allá van los lobos por el otro lado, es decir, los hombres... Amigo, es preciso ser justos: por regla general estamos nosotros, en ropas menores, más graciosos que las mujeres... Cuando yo era niño, recuerdo haber gastado los días de fiesta un traje del mismo corte que el que aquí se ponen los hombres para bañarse; sólo que el mío estaba abierto por detrás. Por cierto que, porque se me salía a menudo por la abertura el faldón de la camisa, me sacudía mi madre cada lapo que cantaba el credo... ¡Juich! por un tris no se queda en cueros aquella infeliz: una ola le ha levantado el saco hasta cerca del cogote. Noto que los hombres no salen de su jurisdicción. Me gusta esa honradez, que, al cabo, nadie está libre de... ¡Ay! ya salen las mías... Mírelas usted qué azotadicas vienen... por aquí van a pasar... ya llegan... ¡Uy, cómo les chorrea el agua a las infelices!... ¡Toma! y el otro fantasmón las saluda muy fino... Valiérale más afeitarse las pantorrillas y los brazos al muy descortés... Pues mire usted, en medio de todo, no deja de gustarme esa franqueza salvaje que reina aquí entre ambos sexos. Esas señoritas se guardarán muy bien de enseñar en la calle media pantorrilla, y aquí no se les da una higa por correr en pernetas por el arenal y recibir a sus amigos en camisa... Está visto que en hombres y mujeres, todo, todo es hijo de la costumbre y de las circunstancias... ¡Anda, el otro que corre al agua! Sospecho que es un presbítero... ¡Cómo se le distingue la corona! ¡Pum! de cabeza se ha tirado el muy reverendo. Ahora resopla y se friega la panza. Ese hombre debe gozar mucho en el baño... Ahí salen tres mujeres: que Dios no me salve si no parecen tres disciplinantes de los que van en la procesión de mi pueblo el Viernes Santo... ¡Un vapor!... ¡un vapor! mírele usted qué hermosísimo va: parece que se le puede alcanzar con la mano... y se dirige al puerto. ¿Vendrá de América, eh?
-No, señor, de Andalucía probablemente.
-¡Cómo viene por la mano izquierda!... Pues ahora asoma por detrás de la isla un barco de vela: ¡éste sí que va gracioso! Le digo a usted que esta solana es un coche parado... ¿Y qué hay a la parte de allá en esa punta de tierra?
-Otro arenal más grande aún que éste. Iremos a verle, si usted quiere.
-Pues vamos andando... ¿Y se baña gente en ese otro arenal?
-Sí, señor; más que en éste, y con mayor economía.
-¿Cuánto cuesta?
-Nada.
-Barato es.
-Venga usted detrás de mí, con mucho cuidado, porque vamos, para abreviar el camino, a trepar por las rocas.
-¡Canario, qué puntiagudas son!... ¡Zape!
-¿Qué ocurre?
-¡Chist!... Mire usted con el rabillo del ojo y con mucho tiento, a tres varas delante de nosotros, en el hueco de esas dos peñas manchadas de verdín... ¿Eh?, ¿qué tal? Rollizota es la muchacha. Pues, calla, que dos pasos más a la derecha hay una familia entera acurrucada en otro hueco, mudándose de traje... Ya veo el arenal; ¡qué grande es y qué limpio!... ¡Jesucristo, qué rebundio!...[1] Hombres, mujeres, chiquillos, todos en el mismísimo traje de la inocencia. Pero, señor, ¡esto es el valle de Josafat!... ¿Cómo es que hay tanto rigor en el otro arenal y en éste tanta tolerancia?
-Pues ahí verá usted.
-Esa no es razón.
-No creo que tenga otras de más peso la autoridad que así lo consiente.
-Y noto que hay por estas alturas mucha gente que no viene a bañarse.
-Está en igual caso que nosotros; viene a recrear la vista en ese agradabilísimo y pintoresco desorden.
-¡Y qué lástima de arenal!
-Le prevengo a usted que aquí se bañaba la reina cuando estuvo en Santander.
-¡Hombre, qué me cuenta usted? ¿Y se bañaba también al aire libre y entre esta clase de gente?
-¡Está usted loco? Tenía una rica y cómoda caseta que bajaba, resbalando sobre rails hasta muy adentro de las olas.
-¡Ajá!... Una cosa así quisiera yo para bañarme completamente tranquilo; pero, ya se ve, ¡como soy un pobre castellano!... ¡Uy, cómo retozan los condenados muchachos en el agua!... Y los que se visten encima de aquel montón de arena son soldados, si no me engaño... y mujeres las que se desnudan a dos varas de ellos. ¡María Santísima! Le digo a usted que el cuadro tiene que ver.
-¿Está usted bien enterado de él?
-Hombre, así al pormayor, bastante.
-Pues otro día le verá usted en detalle: ahora volvámonos por donde hemos venido, porque debe estar aguardándonos el coche.
-¿No nos dará tiempo para que yo compre unos caracolillos?
-Le van a llevar a usted un dineral por lo que puede coger de balde otro día en el arenal: lo mejor será que compre usted en Santander esa peregrina que tanto desea.
-Aprobado, y vamos al coche... y aprisica, porque ya veo a las dos compañeritas que entran en él.
-Cuando le digo a usted que le han mareado esas dos criaturas.
-La verdad, me gustan mucho... Ya se ve, está uno hecho a aquel gentío de Campos... que lo que es bueno, por decir bueno, ya es; pero... vamos, le falta, como si dijéramos, la salazón que tiene esto de por acá... Conque nosotros ¿otra vez a la delantera?
-Si usted no prefiere ir adentro para ofrecer sus respetos a las consabidas...
-¡Quiá, hombre, quiá! ¡pues estoy yo ahora de buen pelaje para echármela de fino con gente tan emperejilada!... Una cosa es que me gusten y otra que yo me alborote... Vamos, vamos a la delantera... Pues ahora entra la del rincón... y ha vuelto a ser gorda otra vez... ¡Anda, y dile a tu padre que te dé para libros; y el que no te conozca que te compre! Lo que yo veo es que delante de la cara de Dios no valen trampas, y han de salir muchas a relucir el día del juicio, porque allí todos hemos de estar peor vestidos que los bañistas del Sardinero chico, por no decir tan desnudos como los del Sardinero grande... ¡Cómo jadean estas pobres bestias! ¿Están en este trajín todo el día?
-Justamente.
-No le envidio las ganancias al empresario.
-Y por de pronto, ¿qué opina usted de estos baños, tal cual hoy los ha visto? Vamos a ver; cuénteme usted sus impresiones.
-¿Mis impresiones, eh? Pues le diré a usted. Me gusta muchísimo la mar, y deben ser muy provechosos los baños de ola, cuando tanto se recetan; pero les tengo un poquillo de respeto, y, a la verdad, tomándolos en coche los encuentro bastante carillos. Me entusiasma la franqueza que reina en el arenal, donde se olvidan de sus escrúpulos y etiquetas, sexos, condiciones y catigurías; y es de sentir que no se tome en la ciudá alguna parte de este sistema, ya que está probado que cabe de lo bien hasta en las señoras mujeres. Franqueza, sí, señor, franqueza. Este es el modo de que nos conozcamos a fondo los unos a los otros. Vea usted; yo tenía hasta hoy a las damas por una cosa así... vamos, que hasta el aire las hacía daño; y ahora que las he visto correr descalzas y, como si dijéramos, en camisa por el arenal, echar un párrafo con un amigo en ropas menores, y jugar con las olas como quien juega a los litos, voy creyendo que tienen más correa que nosotros. ¿Y qué me dice usted de lo físico? Es verdad que, por regla general, todas las mujeres pierden en traje de baño; pero también es cierto que la que así nos gusta le asegura a uno de desengaños para toda la vida; como que, hoy por hoy, yo me atrevería a aconsejar a todos los amantes a macha-martillo que, a no estar muy seguros, muy seguros de que al respective eran rollos de manteca, no se citasen en las olas del Sardinero... ¡Cuidado si las tales olas son enemigas de artificios y mentiras! Dígalo si no la consabida compañera del rincón... ¿pues no se quedó la indina más seca que un espárrago en cuanto se arrimó a la playa sin los ringo-rangos que ahora lleva encima!
-Eso le probará a usted que hay mentiras físicas y morales, dado que el género humano no puede ser perfecto, que son indispensables y hasta meritorias. He aquí por qué yo no perdería la ilusión si encontrase a mi novia en el Sardinero con algunas libras de peso menos de las que yo le había supuesto en el paseo... Y conste que mi opinión no vale para aquellos que eligen las mujeres por libras y trapío, como si fueran toros de lidia.
-Pues mire usted, confieso con toda franqueza que he sido siempre un poco llevado de esa debilidad.
-¿Sí? Pues en ese caso procure usted no frecuentar el Sardinero en época de baños; y sobre todo, báñese usted en él las menos veces que pueda; que si las mujeres azotadas por las olas pierden casi todos sus muchos físicos atractivos, los hombres en idéntica situación... también tenemos que ver.
-Me ha convencido usted: ya no vuelvo al Sardinero.
-Hará usted muy mal. Lo que usted debe hacer es lo que hago yo: no tomar las mujeres al peso; de este modo, y pensando siempre en mis propias flaquezas, me baño en el Sardinero sin ver las de los demás.
-¡Canario! pues creo que tiene usted razón. Desde mañana me voy a bañar a las olas, y he de tratar de contener este pícaro genio reparón, aunque pase por delante de mí la misma estampa de la muerte.
-Usted me dará las gracias si es firme esa resolución.
-¿Qué no?... Vayan a cuenta esos cinco, y abajo, que ya llegamos.
-Tome usted esos diez... y hasta la vista.