Un mundo de conocimiento
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    José María de Pereda

    Santander

    (Antaño y ogaño)

    I

    Las plantas del Norte se marchitan con el sol de los trópicos.

    La esclavizada raza de Mahoma se asfixia bajo el peso de la libertad europea.

    El sencillo aldeano de nuestros campos, tan risueño y expansivo entre los suyos, enmudece y se apena en medio del bullicio de la ciudad.

    Todo lo cual no nos priva de ensalzar las ventajas que tienen los Cármenes de Granada sobre las estepas de Rusia, ni de empeñarnos en que usen tirillas y fraque las kabilas de Anghera, y en que dejen sus tardas yuntas por las veloces locomotoras nuestros patriarcales campesinos...

    Pero sí me autoriza un tanto para reírme de esas largas disertaciones encaminadas a demostrar que los nietos de Caín no supieron lo que era felicidad hasta que vinieron los fósforos al mundo, o, mejor dicho, los fosforeros, o como si dijéramos, los hombres de ogaño.

    Y me río muy descuidado de la desdeñosa compasión con que hoy se mira a los tiempos de nuestros padres, porque éstos, en los suyos, también se reían de los de nuestros abuelos, que, asimismo, se rieron de los de sus antepasados; del mismo modo que nuestros hijos se reirán mañana de nosotros; porque, como es público y notorio, las generaciones, desde Adán, se vienen riendo las unas de las otras.

    Quién hasta hoy se haya reído con más razón, es lo que aún no se ha podido averiguar, y es probable que no se averigüe hasta que ría el último; pero que cada generación cree tener más derechos que ninguna otra para reírse de todas las demás, es evidente.

    He dicho que el hombre se ríe de cuanto le ha antecedido en el mundo; y he dicho mal: también se ríe de lo que le sigue mientras le quedan mandíbulas que batir.

    Resultado: que el hombre no halla bueno y tolerable sino aquello en que él toma parte, o en que la toman los de su lechigada. Mientras es actor en los sucesos del siglo en que nace, todo va bien; pero desde el momento en que, gastado el eje de su vida, se constituye en mero espectador, nada es de su agrado. -Abrid la historia de las pasadas sociedades; leed al filósofo crítico más reverendo, y le veréis, mientras se jacta de haber dado ensanche al patrimonio ruin de la inteligencia que heredó de sus mayores, lamentarse de los locos extravíos de la de sus hijos.

    Y cuando a los nuestros entreguemos mañana el imperio del mundo, palparemos más evidente esta verdad. Una vez apoderados ellos del cetro, veréis lo que tarda nuestra generación, entonces caduca e impotente, en llamarlos dementes y desatentados; casi tan poco como en que ellos nos miren con lástima, y, alumbrados por el sol de la electricidad, se rían a nuestras encanecidas barbas de los resoplidos del vapor de nuestras locomotoras.

    Y esto ¿qué significa?

    Que la humanidad siempre es la misma bajo los distintos disfraces con que se va presentando en cada siglo.

    Y si el lector al llegar aquí, y en uso de su derecho, me pregunta a qué conducen las anteriores perogrullescas reflexiones, le diré que ellas son lo único que saqué en limpio de mi última sesión con mi buen amigo don Pelegrín.

    Don Pelegrín Tarín es un señor fechado aún más allá de la última decena del siglo XVIII; uno de esos hombres cuyo conocimiento se hace en el café con motivo de una jugada a las damas, o la duda de una fecha, o el relato de un episodio de la guerra de la Independencia; un señor chapado y claveteado a la antigua, y en cuyo ropaje y fachada se puede estudiar la historia civil y política de su tiempo, del mismo modo que sobre un murallón cubierto de grietas y de musgo se estudia el carácter de la época en que se construyó... y no sé cuántas cosas más, según es fama.

    La verdad es, sin que importe el cómo, que don Pelegrín se hizo amigo mío, y que raro es el día en que no me echa un párrafo de historia antigua, apenas entro en el café, su morada habitual desde las tres de la tarde hasta las ocho de la noche, y me siento en mi rincón preferido... Y ahora recuerdo que la coincidencia de buscar los dos el ángulo más apartado, a la vez que el sofá más mullido del café, dio origen a nuestro conocimiento.

    Comenzó el buen señor por aburrirme muchas veces, hablándome de la guerra del francés, como él dice, y del duque de Wellington. Hablábame también a cada paso de la política del Rey y de los puntales del Tesoro, del pingüe resultado de los gremios... Y qué sé yo de cuántas cosas más; y haciendo sus aplicaciones a las modernas doctrinas y al presente sistema administrativo, sacaba las consecuencias que te daba la gana, porque yo a todo atendía menos a contradecirle. Pero comenzó un día a hablarme del Santander de sus tiempos y de las costumbres de su juventud, y, sin darme cuenta de lo que me sucedía, halléme con que me iba interesando el viejo don Pelegrín. ¿Y cómo no interesarme si es la mejor crónica del pueblo, la única tal vez que nos queda? Desde entonces estreché más mi trato con él, y di en agobiarle a preguntas. Pero el bendito señor, sea efecto de sus años o de su carácter vehemente, tiene la costumbre de comentar todo lo que dice y de meterse a filosofar y a hacer digresiones sobre la cosa más trivial; de suerte que nunca pude obtener un cuadro exacto y bien detallado del Santander de antaño, tal como yo le quería para dársele a mis lectores, seguro de que me le agradecerían como una curiosidad. Lo más acabado que salió de su descriptivo-crítico ingenio, es lo que ustedes van a leer (si tanta honra quieren dispensarme).

    Malo o bueno, ello es de la propiedad de don Pelegrín, y en él declino mi responsabilidad...

    II

    Después de un vago preámbulo, exclamó así el buen señor:

    -Mire usted, amigo mío: yo no estoy literalmente reñido con esa batahola infernal, con ese movimiento que forma hoy la base de la sociedad en que ustedes viven, no señor: comprendo perfectamente todo lo que vale y el caudal inmenso de ilustración que representa; pero esto no puede satisfacer las humildes ambiciones de un hombre de mis años. Desengáñese usted, yo no puedo menos de recordar con entusiasmo aquellas costumbres rancias, tan ridiculizadas por los modernos reformistas: ellas me nutrieron, entre ellas crecí y a ellas debo lo poco que valgo y el fundamento de esta familia que hoy me rodea, y, aunque montada a la moderna, respeta mis manías, como ustedes dicen, y me permite vivir cincuenta años más atrás que ella. No tengo inconveniente en decirlo: mis vigilias, mis anhelos, todos mis afanes materiales han sido y aún son para mis hijos; pero lo demás... ¡ah! lo demás, incluso el traje, como usted está viendo, todo lo rindo en honor de aquellos felices tiempos de mi juventud.

    Dicho lo cual sin resollar y con visible emoción, don Pelegrín, como de costumbre, disertó sobre la sencillez de las costumbres de sus tiempos, afanándose por convencerme de que eran mucho más recomendables que las nuestras, con la cual intención, asegurándome que la historia de los hombres de entonces, socialmente considerados, era, plus minusve, una misma en cada categoría, trazóme de la suya lo que ad pedem literae voy a copiar:

    -A los diez y siete años -dijo-, había terminado yo la escuela; sabía las cuentas hasta la de cuartos-reales, y tenía una forma de letra que, como decía mi maestro, se escapaba del papel. A los diez y ocho entré con los Padres Escolapios a estudiar latín; a los veintitrés era todo un filósofo apto para emprender cualquier carrera literaria.

    Mi señor padre (que Dios haya), fundándose en que ya había en la familia un fraile, un guardia y un empleado en las Covachuelas de Madrid, se empeñó en que yo fuese jurisconsulto, por lo cual había escrito a Salamanca, un año antes de terminar yo la filosofía, en demanda de hospedaje y de recua que me condujese, en retorno de una de sus expediciones semestrales de garbanzos, juntamente con los otros dos estudiantes que, según se murmuraba por el pueblo, debían marchar también con igual destino que yo... ¡Me parece que fue ayer cuando, por primera vez en mi vida, salí a correr el mundo!...

    En el mesón del Monje, que estaba al principio de la calle de San Francisco, monté sobre un macho cargado de azúcar y campeche, después de haber recibido la bendición de mi señor padre que me contemplaba con sereno rostro, aunque con el alma acongojada por la idea de separarse de mí. También estaban allí los padres de mis dos compañeros de expedición, los amigos de todos ellos y los curiosos que nos habían visto confesar el día antes; medio pueblo, amigo mío, nos rodeaba en el mesón; medio pueblo que nos siguió hasta el Cristo de Becedo, que estaba en el lugar que después ocupó el Peso público, y últimamente esa gran casa que llaman también del Peso. Allí rezamos un Credo, postrados todos de hinojos, eché algunos cuartos en el cepillo del santuario, volví a montar sobre el macho, y con un «buen viaje» de todos y una mirada de mi señor padre que hizo brotar las lágrimas de mis ojos, partimos mis dos amigos y yo para Salamanca, adonde llegamos sanos y salvos, después de mil divertidos episodios, que tal vez le cuente en otra ocasión, a los diez y nueve días, ocho horas y catorce minutos.

    -¿Es posible -dije interrumpiendo a don Pelegrín-, que sólo tres estudiantes salieran de Santander en un año?

    -Y era mucho salir -me contestó en tono enfático-. Repare usted que estaba carilla la carrera de letrado. Solamente el arriero costaba al pie de quince duros, aunque era de su obligación mantenernos a su costa durante el viaje; y la estancia anual en Salamanca no nos bajaba a cada uno, con ropa limpia y derechos de Universidad, de mil quinientos a dos mil reales.

    -¡Cáspita! -exclamé yo muy serio, acordándome de lo que había gastado en los tres días del último carnaval de mi vida de estudiante-. ¡Ahí era un grano de anís!... Pero no sabía yo, don Pelegrín, que fuese usted abogado.

    -Y no lo soy, ¡cá!... porque verá usted lo que pasó. En las primeras vacaciones que me dieron, y en recompensa de la buena censura que obtuve del sinodal en el examen, me permitió mi señor padre que hiciese un viaje de recreo adonde más me acomodase y por todo el tiempo que me pareciese prudente. Entonces estaba muy de moda entre los jóvenes pudientes de aquí, irse a San Juan de Luz y a Bilbao, con motivo de unos célebres partidos de pelota que había a cada paso entre vascongados y bayoneses. Yo elegí el último punto por la comodidad con que entonces se hacía el viaje; pues había un paquete quincenal entre aquel puerto y éste; un quechemarín que se ponía junto a la botica del doctor Cuesta... ¿Se admira usted? Es que entonces ni existía la plaza de la Verdura, ni en su existencia se pensaba, porque llegaba la marca muy cerca del Arco de la Reina. Pues, señor, tomé pasaje en el quechemarín, cuyo capitán era conocido de mi padre; y en la confianza de que tardaríamos día y medio en llegar, como era costumbre del barco, según decían, y por eso se llamaba el Rápido, hicímonos a la mar. Pero dio en soplar un vientecillo del Nordeste apenas montamos el cabo Quejo, que nos echó sobre Llanes cuando pensábamos alcanzar a Portugalete. Allí se armó un zipi-zape del Noroeste con tal cerrazón y tales celliscas, que al cuarto día amanecimos mar adentro y sin ver una pizca de tierra. El capitán, según entonces nos confesó, nunca había navegado más que por la costa de Vizcaya, ni conocía la altura en que nos hallábamos, ni, lo que era peor, el modo de averiguarlo: así fue que, encomendándonos a Dios, pusimos la popa al viento, trincamos el timón, y a los siete días de tormenta nos colamos de noche en un boquete que al capitán se le antojó Santoña; mas al preguntar, cuando amaneció, al patrón de un patache que teníamos al costado, en donde nos hallábamos, supimos que en Castropol. Para abreviar, amigo mío: a los diez y siete días de nuestra salida de Santander volvimos a fondear en las Atarazanas, después de habernos equivocado en todos los puertos de la costa, y sin poder tropezar con el que íbamos buscando. A mi familia, que en todo ese tiempo no tuvo noticias mías, figúrese usted qué entrañas se le habrían puesto: por lo que hace a mi padre, juró que en su vida me volvería a separar de su lado, y así sucedió.-Ahora comprenderá usted por qué abandoné la carrera.

    Veinticinco años había cumplido cuando entré en una de las pocas casas de comercio que había en Santander, con ánimo de instruirme en el ramo para poder bandearme después por mi cuenta. ¡Qué vida aquella, cuán diferente de la de ustedes... Y qué placentera, sin embargo! y eso que no teníamos bailes de campo en el verano, ni fondas en el Sardinero, ni trenes de recreo como ahora. No hablemos de los días de labor, porque en éstos se daba por muy contento el que de nosotros sacaba permiso para ayudar una misa en Consolación o para cantar un responso con los Padres de San Francisco; pero llegaba el domingo ¡válgame Dios! y ya no nos cabía en el pueblo tan pronto como se acababa el Rosario de la Orden Tercera, durante el que (Dios me lo perdone) nunca faltaba un ratoncito que soltar entre los devotos, o alguna divisa que poner en la coleta de algún currutaco. ¿Ve usted esas casas primeras de la Cuesta del Hospital? Pues en su lugar había un prado que cogía parte de la plaza de San Francisco. Allí jugábamos al jito y a la catona, hasta sudar la gota de medio adarme; también jugábamos a las guerrillas y al rodrigón, juegos muy en uso entonces, que los había traído un salmista de Cervatos, emigrado por cierto pique que tuvo con un prebendado de aquella Colegial. Otras veces nos íbamos a echar cometas al Molino de Viento, o a chichonar grilleras a los prados de Viñas, según las estaciones del año, o a saltar las huertas de San José, que a todo hacíamos, como jóvenes que éramos... Yo, sobre todo, con este genio tan francote y acomodado que Dios me dio, gozaba con todo mi corazón. Tenía dos amigos en la calle de San Francisco que parecían nacidos para mí. El uno tocaba el pífano y el otro el rabel, entrambos de afición: pero ¡qué tocar!... Yo también era aficionadillo a la música, y punteaba en la guitarra un baile estirio y dos minuetes. Pues señor, nos poníamos los tres al anochecer de los domingos del verano, después de nuestra partida de jito, a la puerta del balcón, y dale que le das a los instrumentos, llegábamos a reunir en la calle una romería. Personas de todas edades y condiciones, cuanta gente volvía de pasear o de la novena, se plantaba al pie del balcón hasta que nosotros nos retirábamos... Y vea usted, qué demonio: en cuanto llegó a hacerse de moda en aquella calle la reunión del pueblo, nos prohibió tocar el señor Corregidor. Yo no sé qué se corría entonces por la ciudad sobre francmasonería. La guerra del francés había dejado a las gentes muy recelosas y asombradizas, y la nota de afrancesado todavía quitaba el sueño a más de cuatro españoles. Lo cierto es que por entonces comenzaron a gastar los elegantes el pequé sobre el sortut, y las madamitas la escofieta con sus airones de a media vara; también se introdujeron en la mesa la sopa a la ubada, el principio de pulpitón y el postre de compota, que de allí data el que ustedes usan... en fin, que las señas eran fatales; que se temía una logia a cada vuelta de esquina, y que reímos muy natural la prohibición del señor Corregidor, que temblaba, como él nos dijo, toda reunión que pasara de tres individuos.

    III

    -Pues señor, volviendo al asunto, y en la imposibilidad de referir punto por punto toda la historia de mi juventud, porque no acabaríamos hoy, le diré a usted que a los cinco años de mi práctica de comerciante, habiendo conocido perfectamente el manejo de los negocios y a una joven vecina de mi principal, monté de cuenta propia un establecimiento de géneros de refino, y me casé el día mismo en que cumplía treinta y un años; cosa que me costó mis trabajillos, porque los once meses de Salamanca me habían procurado una reputación de calavera de todos los demonios.-Casado ya, mi vida tomó un giro enteramente diverso del de hasta entonces. Desde luego fui nombrado síndico del gremio de zapateros, procurador municipal de dos pueblos agregados a este ayuntamiento, vocal perpetuo de una junta de parroquia, tesorero de la Milicia Cristiana y asesor jurado de una comisión calificadora para los delitos de sospecha de traición a la causa del Rey. Con todos estos cargos me puse en roce con las personas más importantes de la ciudad y me dieron entrada en palacio, que era todo mi anhelo ya mucho tiempo hacía, porque Su Ilustrísima era hombre de gran eco entre las gentonas de Madrid, y lo que por su conducto se averiguaba en Santander, no había que preguntar si era el Evangelio. Tenía Su Ilustrísima tertulia diaria de ocho a nueve de la noche, y la formábamos un médico muy famoso por sus chistes, que hablaba latín como agua; el P. Prior de San Francisco, hombre sentencioso y de gran consejo; un abogado del Rey, caballero de Carlos III; mi humildísima persona y un Intendente de rentas, hombre de bien si los había, temeroso de Dios como ninguno, servicial y placentero que no había más que pedir... Por cierto que murió años después en Cádiz, de una disentería cuando el sitio del francés. Éstas eran las personas constantes alrededor de Su Ilustrísima; además había otras muchas que alternaban cuando les parecía oportuno.-Para que usted se forme una idea del carácter del bendito señor Intendente, voy a referirle un suceso digno, por otra parte, de que se imprimiese en letras de oro.

    Presentóse una noche en la tertulia algo más tarde de lo acostumbrado y con aire de hondo disgusto en su fisonomía. Tratamos de averiguar la causa, y después de mil ruegos, hasta del señor Obispo que le quería mucho, pudimos arrancarle estas palabras: -«Señores, tenemos comediantes en la ciudad»; palabras que hicieron en la tertulia una impresión desagradabilísima, porque faltaban diez y siete días para la cuaresma, y el pueblo, con la guerra y con las ideas locas que se iban apoderando de la gente, más que comedias necesitaba sermones. Pues señor, tratóse seriamente sobre el particular, y se autorizó al fin al Intendente para que él lo arreglara a su antojo. Y, efectivamente, al otro día se presentó al director de la compañía, que ya había arrendado una bodega en la calle de las Naranjas, diciéndole que era preciso que a todo trance saliese de Santander.-El pobre hombre se quedó hecho una estatua al oír la proposición.-« Señor, le dijo, mire V.S. que vengo desde más allá de Becerrilejo; que traigo ocho de familia y cuatro caballerías para ellos y para los equipajes; que he pagado adelantado el alquiler de la bodega, y he gastado mucho en colocar la tramoya que V.S. está viendo. Si me marcho sin dar media docena de funciones, me pierdo para toda la vida.-¿Cuánto pueden valerle a usted las seis funciones?, le preguntó el Intendente. -Yo cuento, señor, con que no baje de quinientos reales después de pagar la bodega, las luces y los dos tamborileros que han de tocar durante los intermedios.-Pues ahí van mil, contestó el bendito señor, dándole un cartucho de monedas que ya llevaba preparado al efecto; pero es preciso que ahora mismo desaloje usted el local, y sin perder un solo minuto salga con su gente de Santander.» El comediante vio el cielo abierto, hizo lo que deseaba el Intendente, y, sin salir éste de la bodega, se desarmó la tramoya, se cargaron las caballerías, montaron los comediantes... Y nadie volvió a acordarse de ellos. ¿Pero usted cree que cuando el Intendente, lleno de júbilo, entró por la noche en la tertulia, hallábamos medio de hacerle tomar la parte que nos correspondía de los mil reales? ¡Que si quieres! Fue preciso que Su Ilustrísima se lo suplicara con mucho empeño. «He hecho una obra buena, decía; ¿qué mejor aplicación he podido dar a esa parte del caudal que el Señor me ha confiado...?» Le digo a usted que era todo un bendito de Dios el señor Intendente.

    Reíme de veras con el sucedido de los comediantes.

    -¿Es posible -dije a don Pelegrín-, que tal idea se tuviese entre ustedes del teatro? ¿que así le tomasen como foco de desmoralización?

    -¿Y qué le diré yo a usted? -me contestó-: entre nosotros no faltaba quien dijera, como ustedes hoy, que era, más que escuela de vicios, cátedra de moralidad; pero, sin embargo, yo opinaba mejor (y cuidado que no soy fanático) con el padre Prior que decía, cuando de ello le hablaban: «Podrán los devotos del teatro asistir a él como a una cátedra de virtudes; pero lo cierto es que en ninguna parte se predica más moral y más clara que en el púlpito, y si se pusiera la entrada a dos cuartos, tal vez ni los monaguillos nos escucharan.» De todos modos, el pueblo no echaba en falta esos pasatiempos: ¿a qué empeñarnos en dárselos cuando, por lo menos, le habían de crear una nueva necesidad?

    -Según ese sistema -repuse-, aún estaríamos como el indio Caupolicán. Sepa usted, don Pelegrín, que es un deber para el hombre adoptar todo aquello que puede dar ensanche a su inteligencia. Los progresos materiales...

    -Ya pareció el peine -me interrumpió con cierto despecho-; ¡como si hasta que ustedes vinieron al mundo no supiera el hombre lo que era dignidad!

    -No se ofenda usted, don Pelegrín, y óigame con calma. En todos tiempos y en todas épocas ha habido hombres ilustres: no hago al talento ni a la dignidad patrimonio de nuestros días; pero ¿a que en los suyos echaban esos mismos hombres muchas cosas de menos? ¿a que hallaban un vacío en la sociedad, como si adivinaran algo de la gran revolución que muy pronto iba a operarse en las costumbres? Usted mismo...

    -¡Qué vacío ni qué calabaza! -exclamó mi viejo amigo, verdaderamente sulfurado, y con unos ademanes que no me dejaban duda de que había cometido una torpeza en tocarle este resorte, precisamente cuando necesitaba e iba yo a saber grandes cosas de la tertulia de Su Ilustrísima. -Lástima -continuó-, me causan ustedes cuando les oigo hablar de esa manera. Ustedes, ustedes son, por el contrario, los que desean siempre algo, y este algo es precisamente lo que nosotros teníamos de sobra: la paz del espíritu. Ustedes tienen la sensibilidad encallecida, expuesta al roce de todos los sucesos del siglo en su atropellada marcha; el alma rendida de vagar por un espacio enmarañado y de atmósfera deletérea, y las ideas revolviéndose en una órbita insegura y desequilibrada, que no les permite encariñarse con un objeto sin que otro nuevo venga a borrar su huella.

    Nosotros, merced a lo que hoy se llama ignorancia, teníamos las afecciones más limitadas, y con la sensibilidad casi virgen, nos preocupaba el suceso más común en la vida de ustedes; nuestras ilusiones eran pequeñas, es cierto, pero fuertes, y, sobre todo, consoladoras. Nosotros, por lo mismo que ambicionábamos poco, nos satisfacíamos al instante; pero ustedes, cuya ambición no conoce límites, no se satisfarán jamás. Yo, únicamente, que he pasado por las dos épocas, comprendo cuánta verdad encierra lo que le estoy diciendo: para que usted lo comprendiera del mismo modo, sería preciso que tocase y palpase aquello cuyo recuerdo le merece tan desdeñosa compasión; es decir, que junto a este Santander de cuarenta mil almas, con su ferrocarril, con sus monumentales muelles, con su ostentoso caserío, con sus cafés, casinos, paseos, salones, periódicos, fondas y bazares de modas, surgiese de pronto la vieja colonia de pescadores, con sus diez mil habitantes y seis casas de comercio provistas de Castilla por medio de recuas, o de carros de violín, la vieja Santander sin muelles, sin teatro, sin paseos, sin otro periódico propio o extraño que la Gaceta del Gobierno, recibida cada tres días. Era preciso que usted pudiese apreciar vivos estos dos cuadros para que no dudase sobre cuál de ellos cernía más el tedio sus negras alas, y qué generación vivía más tranquila y más risueña, si la que se cubre con el oropel de la moderna sabiduría, o la cobijada bajo los harapos de nuestra vieja ignorancia. Seguro estoy de que no serían mis contemporáneos los que en esta exposición presentasen más arrugas en el alma. Por lo demás, amigo mío, pobres teníamos y pobres tienen ustedes; ricos avaros existían junto a ellos, y ricos insaciables existen. Es verdad que a nuestros pobres envilecían los mismos privilegios que hacían odiosos a los ricos; pero ustedes, quemando con la luz que han dado a los primeros las prerrogativas de los segundos y dejando las fortunas como estaban, han hecho pobres orgullosos, y ricos que a ciencia y conciencia son sordos a la voz del infortunio, y ciegos al aspecto de la miseria... ¡Luces, ilustración!... todo estaría bien si a su claridad hallase pan el hambriento y abrigo el que tirita de frío; pero, desgraciadamente, la tan decantada luz sólo sirve para hacer más patentes la miseria y la opulencia, y más insoportable para el pobre este eterno contraste... Si esto es una preocupación mía, que lo diga la historia política y social de Europa de algunos años a esta parte. El mismo tiempo hace que le dijeron al hombre desheredado de la fortuna: «no tienes oro, pero tienes derechos que conquistar, que al fin te valdrán oro»; y desde entonces se está rompiendo el bautismo en las calles, detrás de las barricadas, para que se los arrebate el mismo que le provoca a la lucha; para no dejar de ver, ni por un solo instante en la sociedad, junto a uno que se muere de hambre, otro que revienta de harto. ¿Qué es esto, amigo mío? Pues todo ello ya lo teníamos nosotros sin tanta música ni tanto cacareo de dignidad y de derechos; y aun teníamos más, porque, con la misma desigualdad de fortunas, había buena fe en los de arriba y resignación en los de abajo. Resultado: que había paz en los pueblos, alegría en los hogares, y grandes virtudes en el corazón. Ahora, si estas menudencias no valen nada para ustedes, la cuestión cambia de aspecto; y si el destino del hombre sobre la tierra es otro que hacer risueño y apacible el grupo de una familia cobijada al calor del hogar doméstico, confieso sin repugnancia que nuestras patriarcales costumbres fueron un borrón que manchó a la humanidad en los tiempos del oscurantismo.

    Aquí don Pelegrín se limpió los labios con su pañuelo, arregló la capa sobre las rodillas, sacó la caja de rapé y tomó un polvo con marcial desenfado. En vano le llamé al orden y le rogué que continuase hablándome de la tertulia de Su Ilustrísima: le había tocado su cuerda más sensible, y, como siempre, se engolfó entre sus rancias memorias: no hallé medio de dirigirle una pregunta sin obtener por respuesta parrafadas como la anterior. En vista de ello, supuse una ocupación urgente, despedíme de él y salí del café, haciendo que me reía de sus lucubraciones, o, lo que es lo mismo, comentando la sesión en términos iguales o parecidos a los que han servido de introducción a este bosquejo.




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