Un mundo de conocimiento
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    José María de Pereda

    Suum cuique

    I

    Don Silvestre Seturas tenía cuarenta años de edad, plus minusve, y era todo lo alto, robusto, curtido y cerrado de barba que puede ser un mayorazgo montañés que no ha salido nunca de su aldea natal más allá de un radio de tres leguas, cabalgando en el clásico cuartago, al consabido trote cochinero, como dicen por acá, o al paso de la madre, expresándonos según los cultos castellanos... de Becerril de Campos.

    El mayorazgo de don Silvestre se componía de la casa solariega con portalada y escudo; de una hacienda, cerrada sobre sí, de setenta y cinco carros de tierra, mitad labrantío, mitad prado con algunos frutales, al saliente de la casa; de diez cabezas de ganado al pesebre, y de algunos prados y heredades, sitos en diferentes llosas del lugar, y cuarenta o cincuenta reses de varias clases, en aparcería; todo lo cual venía a proporcionarle una renta anual de dos mil quinientos a tres mil reales, si no abundaban mucho las celliscas, o no se desarrollaban en la cabaña la papera o el coscojo; pues en los años de estas calamidades, lejos de percibir un real de sus colonos, tenía que adelantarles, para siembras y labores, sus pocas economías, si había de recaudar en lo sucesivo algunos maravedís. Todo esto tenía don Silvestre; y digo mal: tenía también un pleito que le consumía la mitad de sus rentas, hubiera o no celliscas, paperas o coscojo; pues el abogado trabaja a subio, y en sus minutas no cabía más enfermedad que la polilla, la cual evitaba perfectamente renovándolas con frecuencia y poniéndolas bajo el amparo de los haberes de su defendido.

    Y no se vaya a creer que este agujero del bolsón patrimonial apenaba al solariego; nada de eso. Seturas pleiteaba con la desdeñosa tenacidad de todo buen montañés para quien nada supone el bollo cuando se trata del coscorrón: lo propio hizo su padre, muerto gloriosamente de un sofocón a la puerta de la Audiencia, por llegar a tiempo a presenciar la quincuagésima-octava vista del proceso. Y aquí debo advertir que este pleito era de abolengo e inherente al patrimonio de los Seturas, quienes le defendían como punto de honra solariega, habiéndose jurado de generación en generación, las siete que contaba de fecha, gastar hasta la última teja en la rehabilitación de un derecho que estaba tan claro como la ley de Dios.

    Y los Seturas tenían razón. Figúrense ustedes que el fundador del vínculo, el primer Seturas, como premio de un anticipo que le hizo el concejo para levantar una pared medianera que le derribó una invernada, consintió en que le echasen una rodada por un prado de quince carros, lindante, de Norte a Sur, con una cambera demasiado estrecha y que, por lo mismo, era inútil para el servicio público, toda vez que no consentía ningún vecino de los lindantes con ella que se atropellasen sus propiedades bajo el fútil pretexto de la comodidad del prójimo. Mientras vivió el fundador, no se opuso nunca a que algunos de sus convecinos pisasen con una rueda de las dos de sus carros la linde del prado de la cuestión. El primer Seturas era lógico, aunque lo ignorase: mientras no pagara el anticipo del concejo, el contrato con él celebrado estaba vigente en todos sus términos, y el dicho fundador no pagó en su vida. Pero murió éste, de viejo, por más señas; y un sucesor que logró un par de años en que hubo plaga de patatas y de alubias, consiguió pagar el anticipo hecho a su ascendiente, sin desmembrar el mayorazgo, reclamando al mismo tiempo la extinción del compromiso de la rodada. Entonces el vecindario, que se evitaba un gran rodeo para servir la llosa yéndose por la linde del prado de los Seturas, reunido en sesión y asesorándose de un procurador, contestó al mayorazgo que estaba bien lo del dinero; mas que en cuanto a lo de la rodada:

    «Visto que en la obligación del primer Seturas no aparecía término alguno para su compromiso:

    Vista la necesidad que tenía la llosa de servirse por aquella cambera:

    Visto, por último, que ninguno de los vivientes del lugar la había servido por otra parte, y que la costumbre hacía ley, y

    Considerando una barbaridad y una injusticia que, aun en caso de tener Seturas alguna razón, se emplease ésta en exigir a los hijos el pago de las torpezas de sus padres, tenía a bien desestimar su pretensión, aconsejándole que se conformara con el fallo y no se metiera en más honduras, no hiciera el diablo que le reclamasen el cambio de algunas columnarias que había entregado borradas entre las restantes monedas de pago.»

    Seturas dijo que nones; pero fue condenado en juicio verbal a dejar la rodada por su linde... y a dar al concejo tres duros claros de a veinte, por doce columnarias borradas. Entonces se armó la gorda. El mayorazgo protestó contra el acuerdo del concejo, y apeló a un abogado que apoyó sus razones y se comprometió a defenderle en el litigio que se entabló en seguida. Cayeron los primeros autos sobre la mesa, agregáronseles otros nuevos; y cose que te cose fojas y más fojas, murió este cuarto Seturas, y después el Seturas quinto, y vino el sexto de la familia solariega, que ni por morir al pie, como quien dice, del proceso, consiguió adelantar la causa más que sus antecesores que no la movieron un punto; y por último, entró en posesión del vínculo nuestro don Silvestre que, por de pronto, fue tan poco feliz como sus abuelos en el asunto de la rodada, y mucho más desgraciado que todos ellos, por ser el que recibió la herencia más mermada con el perpetuo y cada vez más ancho desaguadero de la curia.

    Sabida esta última circunstancia económica, y teniendo presente que don Silvestre no carecía completamente de sentido común, no parecerá muy extraño que a la edad en que todos sus progenitores contaban por lo menos un heredero, él permaneciese célibe y con ciertos síntomas de recalcitrante. Efectivamente, don Silvestre comprendió al punto que su hacienda era harto exigua para cubrir con ella todas las necesidades de una familia, si no había de descuidar las exigencias de su pleito: para que no se extinguiera en él la raza de los Seturas legítimos, tenía que transigir con el concejo. Don Silvestre no vaciló-« Piérdase la casta, dijo; pero adelante el pleito.»

    Y aquí tiene el lector, dibujada a grandes rasgos, la perspectiva exterior, digámoslo así, de don Silvestre Seturas, pocos años antes de la ocasión en que se le presento.

    Pero en la vida moral de este personaje hay algunos detalles que no deben ignorarse, si han de admitirse dos aseveraciones: una, de sus convecinos, que era el más listo de los Seturas; y otra, de su ama de gobierno, que no era últimamente, en genio y en saber, como ella le había conocido.

    El padre de don Silvestre, ya por no tener más que un hijo, ya porque viera en él, aguzándole un poco, un instrumento más para el triunfo de sus hollados derechos, determinó mandar a su retoño a la villa inmediata para que estudiara latín con un dómine de torva catadura y de tantas narices como fama, y no era chato. Allí, a fuerza de linternazos y conjuros, que tanto podían significar sistema en el maestro como torpeza en el discípulo, aunque en este caso hay datos para creer que era por lo primero... casi tanto como por lo segundo, llegó el joven Seturas a construir oraciones de activa con de. Siete meses después de haber vuelto por pasiva una de ellas sin trocar el tiempo del verbo auxiliar, escribió a su padre que antes de un año sabría hacerlas de relativo compuestas, o que perdería las orejas (cosa nada increíble según el dómine se las trataba); pero el desventurado padre no tuvo la dicha de admirar el aprovechamiento de su hijo, porque le sorprendió la muerte a la puerta de la Audiencia teniendo la carta en el bolsillo. Pudo haberla leído antes de salir de casa, cuando la recibió; pero los minutos que en ello tardara los perdía en la vista; y «todo buen Seturas -como él decía-, antes que a sus hijos, se debe a su pleito».

    Este acontecimiento varió la faz de las cosas, y el púbero Silvestre fue llamado a su pueblo para arreglar la testamentaría. Su tutor, y tío a la vez, decidió que no estudiara más, pues, para mayorazgo, bastante sabía; y porque, por otra parte, la soga no estaba para muchos tirones. -Quedóse Silvestre en su lugar.-Aunque en la lengua de Tácito no hiciera grandes progresos, pudo, no obstante el poco tiempo que estuvo con el dómine, vencer la repugnancia tradicional de la familia a la lectura de todo documento que fuese extraño al pleito. Esto no lo conoció Silvestre mientras estudiaba; pero sí durante el primer año de su orfandad, bostezando, panza arriba, donde quiera que hallaba un palmo de sombra; enfermedad que le hizo recurrir al Nebrija como a un camarada antiguo. Repasando declinados y echándose oraciones a sí mismo, tuvo que hojear el Tesauro de Requejo y el Calepino, para traducir los ejercicios de Orodea. Como esto no le divertía gran cosa, aunque le aficionaba más a la lectura, rebuscó la casa y halló el Electo y Desiderio. El estilo de este libro patriarcal le formó cierto gusto para el diálogo; y amando, como joven, la intriga, el enredo y los desenlaces sorprendentes, diose a Bertoldo con todas las potencias de su alma. Por desgracia, la biblioteca de familia no constaba de más volúmenes que los citados y algunos montones de copias de escrituras, y el tutor no quería dar un maravedí para la adquisición de otro libro que el calendario; así es que cuando el joven Seturas, al cabo de dos años, comenzó a fastidiarse de sus libros, que ya sabía de memoria, no pareció en todo el lugar más que un Fr. Junípero el de la panza gorda, que le sacó, por unos días, de aquella galbana perruna que le amagaba otra vez, y a la cual propendía notoriamente. Y como amaba por sistema los libros, a falta de otro mejor adquirió una baraja. Lo primero que aprendió con ella fue el tute arrastrado, y después el mus. Al principio jugaba de capirotazos y vueltas a riquicho con sus contemporáneos, mientras guardaban el ganado: después jugó los pocos cuartos que tenía, y en cuanto ganó una peseta, se fue un domingo al corro, acusó las cuarenta al cura en una sección de tute, echó en otra de mus un órdago a la mayor al secretario del concejo, y se armó para toda la semana. Desde entonces ya no se aburría. Poco después, debido tanto a su precoz desarrollo como a su categoría de mayorazgo, fue admitido en el corro de bolos, donde no tardó en hacer un emboque cerrado, al pulgar, desde el último pas. Los mejores jugadores declararon que, si bien no las borneaba gran cosa, en cambio tenía mucho brazo, y que prometía. Quedó, por lo tanto, admitido entre los jugadores del lugar. Con esto y lo antedicho de los naipes, ya tuvo más de lo suficiente para dar expansión a su inteligencia, mientras la ley no le autorizase para disponer de su mayorazgo, sin necesidad de diálogos, ni den greco-latinos, ni de tumbarse detrás de cada tapia y bajo cada rama.

    Llegó por fin el anhelado instante. Don Silvestre cumplió los veinticinco y entró en posesión libre de sus bienes... Por cierto que, al entregarle su tutor las cuentas, de poco se arma otro pleito sobre no sé qué raspaduras hechas en los libros.

    II

    Dueño de algunos cuartejos, hubiera podido satisfacer el antojo de libros que tuvo años atrás; pero, sobre habérsele dormido la afición a ellos, le era imposible dedicarse a la lectura. Entre los naipes, los bolos y el pleito que corría ya de su cuenta, no le quedaba tiempo libre en todo el año más que para almorzar la cazuela de leche, tomar las once con medio de blanco, comer despacio el ollón de berzas, patatas y tocino, en compañía de su ama de llaves, echar la siesta, en verano bajo un nogal y en invierno en la pajera, cenar al anochecer otro ollón como el del mediodía, dormir diez horas, y, por último, pasar una escoba o un puñado de yerbas sobre el lomo de su ganado antes que lo llevaran por la mañana al pasto, y segar el retoño para el caballo que estaba a su cargo.

    Bien debe saber el lector de por acá, que de ninguno de estos pormenores puede prescindir un mayorazgo del corte de nuestro Seturas, si no se cruza en su vida algún incidente extraordinario, como se cruzó en la de don Silvestre años después de su advenimiento al mayorazgo.

    Llevóle el procurador una Gaceta, al cual periódico estaba suscrito en unión de otros compañeros de la curia, aconsejándole que desde aquel día la leyese siempre, cuidando él de proporcionársela, pues le convenía estar al tanto de los decretos del Gobierno por si se hallaba con alguno a que se pudiese agarrar para su pleito; no porque dudase de la inteligencia y celo de su abogado, sino porque éste había citado, más de una vez, disposiciones derogadas medio siglo hacía, y pasado en silencio otras más recientes que favorecían la causa del mayorazgo.

    Este se conformó el primer día con leer el título del periódico y el pie de imprenta y contar los renglones de una columna, para calcular los que tendría todo el papel, y los reales que sumarían, suponiendo que a él le dieran un ochavo por cada línea.

    Días después leyó un decreto; otro día leyó tres, y así sucesivamente, hasta que acabó por leerse todo el periódico y por despertar su antigua afición a lo negro, contribuyendo no poco a ello los comentarios políticos que dio en hacerle el cirujano, que recibía otro periódico, sobre los decretos que el primero le citaba casi de memoria. El romancista, que estimaba a don Silvestre porque sabía latín, le propuso el cambio de sus periódicos, y desde luego fue aceptado.

    No tardó en sucederle a Seturas con los artículos de fondo algo parecido a lo que a don Quijote le sucedió con los libros de caballerías: fascináronle sus frases y acabaron por extraviarle el poco criterio que tenía, amarrándole completamente a la opinión del diario. Su Dulcinea era la patria; sus encantadores los enemigos políticos del periódico. Faltábale a su carácter la esencia romancesca que había en el Quijano el Bueno: de otro modo, le hubiera costado muy poco hacer de su peludo cuartago un Rocinante, y, olvidado de su pleito, salir en busca de aventuras hasta romperse el alma con los verdugos de la perseguida patria.

    Seturas, a pesar de su afición, que era tal que le obligaba con frecuencia a negarse a hacer la partida a los jugadores de naipes y de bolos, no había formado una opinión política sobre un cuerpo más o menos sólido de doctrinas: en su afición era ciego y testarudo, y estaba tan encarrilado en la senda del periódico, que hubiera creído insultar la razón dudando una sola vez de sus declamaciones. Don Silvestre no veía en el diario de Madrid un papel más o menos grande, con la impresión de unas letras de plomo colocadas mecánicamente, y detrás de todo ello la pluma y la cabeza de un hombre de talla común y de vulgares ambiciones, que apreciando a su modo la dirección de la cosa pública, prestase vida e interés a aquel objeto; el mayorazgo veía en él una idea fuera de todo contacto con lo humano, el destello de una inteligencia sobrenatural, ajena completamente a las escisiones de la vida civil; el periódico del cirujano era para él el catecismo, el Evangelio, un catálogo de verdades inconcusas, indiscutibles. Por eso, al hablar de política con sus amigos, resolvía todas las cuestiones citando las palabras del diario, y con el apoyo de éste, reñía con cuantos le contradijesen.

    En fin, que se sintió, por primera vez en su vida, hasta con deseos de ver la tierra en donde tanta maravilla se realizaba, y de contemplar de cerca a los seres que las producían. Y no era sólo la política lo que le hizo pensar en la corte. Las animadas descripciones de sus fiestas públicas; la tan cacareada especie de que en Madrid hace cada quisque lo que le acomoda sin que nadie se fije en él, y la plana de anuncios del periódico, según la cual se garantizaba la salud al más enclenque, y se vendían ropa, comestibles y bebidas dando al comprador dinero encima, hiciéronle pensar en la monotonía de las fiestas de su lugar; que en él no se podía tirar un pellizco a una muchacha sin que se contase el lance en todas las cocinas; que el día en que se le antojaba trincarse tres cuartillos, en lugar de la media azumbre que acostumbraba, el tabernero lo charlaba a todo el mundo; que habiendo en una ocasión añadido cuatro dedos de paño a las haldillas de su chaquetón, llevó una silba de todos sus convecinos en el portal de la iglesia, cuando iba a misa; en una palabra, que él, mayorazgo, libre y con salud, ni gastaba levita, ni bebía lo que necesitaba, ni podía echar un requiebro en paz, si no se ponía en guerra con el vecindario. Estas consideraciones hechas a solas y exageradas por la pasión inoculada por el periódico, le arrancaron una noche estas palabras: -«Venderé una finca, o la hipotecaré para sacar dinero; pero yo no me he de morir sin saber lo que es aquello.» Aquello era la corte; pero lo otro, de que se olvidó un momento, se le opuso en seguida a su proyecto. Y lo otro era... el pleito. Los Seturas no se pertenecían a sí mismos. Siete generaciones de ellos habían vegetado en un sólo punto, fijos, inmóviles como rocas, pendientes siempre de sus entrevistas con los procuradores. Todos los días, por espacio de siete generaciones, un individuo de otras tantas de procurador, llegó a la casa solariega, y nunca se puso el sol quedando aplazada una conferencia por haber dormido fuera del hogar un Seturas: ninguno de ellos se hubiera atrevido a hacerlo sin presagiarse una sentencia fatal. Don Silvestre, al fin, era Seturas, y no quería desmentir su apellido.

    Por eso, al dicho de sus convecinos de que era el más listo de la familia, debemos añadir que fue el más desgraciado. Sus antecesores estaban, como él, atados al pleito; pero con fe, con gusto, sin el menor deseo de ver el mundo. Él, por el contrario, tras de haber recibido la herencia muy cercenada, adquirió la necesidad de irse a gastar gran parte de ella fuera de su pueblo; necesidad que tomó en él un imperio terrible después de un suceso que vamos a conocer, aunque diga el lector que divago mucho.

    Leyó un día en la Gaceta, y al pie de un documento de alta procedencia, un nombre que le sonó a muy conocido. Paróse un poco a reflexionar, y dándose un puñetazo en la frente, exclamó para sí: -«Así se llamaba uno que estudió conmigo latín; aquel madrileñito que estaba de temporada en la villa, adonde había ido su padre a tomar aires... Pero no es posible... Aquel chiquillo tan enclenque y enfermizo que me sacaba los significados, no puede haber subido tan alto... No, señor... Y ahora que me acuerdo, no me envió los tirantes de goma que me ofreció para cuando llegara a Madrid, por haber cargado yo con la culpa de esconder las disciplinas del dómine, ni me pagó nunca dos reales y medio que le presté... ¡Si fuera él!...»

    Y empezando por dudarlo mucho, acabó por enjaretar este documento, precioso por su espontaneidad:
    «Señor don Fulano de Tal. (Aquí todos los títulos que leyó en la Gaceta.)

    Madrid

    «Muy señor mío: Aunque no tengo el honor de conocerle, me tomo la libertad de dirigirle la presente para que, a vuelta de correo, me diga si eres tú o no es usted el mismo Fulano de Tal que estudió conmigo latín en la villa, y que, por más señas, me quedó debiendo dos reales y medio y unos tirantes de goma. No es que yo te los pida, caso de que seas el de marras: te los recuerdo para que caigas mejor en lo que te quiero decir.

    «Si no fuese usted el que yo deseo, dispense la curiosidad y mande con franqueza a su seguro servidor,

    Silvestre Seturas

    «P. D. -El pleito, sin novedad.»

    A los quince días de echada esta carta en la estafeta del lugar, recibió el solariego esta otra en rico papel con cantos dorados:

    «Mi querido Silvestre: Ego sum, amigo mío; yo soy el que buscas, el que estudió contigo en la villa, el que te debe dos reales y medio y unos tirantes de goma. No puedo explicarte todo el placer que he sentido al hallar, en medio de mi enojosa correspondencia oficial, tu inestimable carta, que me ha despertado uno de los recuerdos más gratos de mi vida, ni podrás sospechar siquiera todo lo oportunamente que la he recibido.

    «La suerte me ha sido favorable, ya que favor llama el mundo a que le coloquen a uno donde todos le vean y le puedan zarandear a su capricho; y no extrañes que no te lo haya participado, porque entre las atenciones de mi destino, me olvido hasta de mí propio.

    «Reconociéndote la deuda que me citas, es ahora, como siempre, tu amigo que te quiere,

    Fulano de Tal

    «P. D. -Celebro la buena marcha del pleito, aunque ignoro de qué se trata.»

    Dos impresiones causó en don Silvestre la lectura de esta carta: con la primera, que fue de placer, hizo una pirueta; con la segunda se llamó «bárbaro».

    Hizo la pirueta, porque hallaba un amigo de campanillas que, sirviéndole en el pleito, le proporcionaba motivo para ir a Madrid.

    Y se llamó bárbaro, porque recordó que, cediendo a la costumbre tradicional en la familia, que nunca tuvo más correspondencia que la del pleito, había añadido a su amigo una posdata cuyo significado ignoraba éste.

    Pero siendo la primera impresión la que más le dominó, echóse a la calle con ella, llegó al corro de bolos, pagó media a los jugadores... Y metió al alcalde en un zapato, como quien dice, en cuanto oyó, vio y palpó el reyezuelo que el solariego se carteaba con señorones. Al día siguiente le propuso el concejo una honrosa transacción; pero ¡bueno estaba don Silvestre para capitular, cuando tenía la sartén por el mango!

    III

    Desde aquel día el mayorazgo no vivió más que para sus ilusiones, y, agobiado por ellas, tornóse caviloso, taciturno y solitario; huyó de los partidos de naipes y de bolos; y si alguna vez, cediendo a las instancias de los amigos, tomaba cartas, era para dejarse acusar las cuarenta por el último zarramplín del lugar. Don Silvestre, en fin, llegó a encontrar insoportable el rincón de sus mayores.

    En esta época de su vida es cuando se le presento al lector.

    He creído necesarios los detalles apuntados para que éste hallase verosímil el aburrimiento que le aquejaba, y disculpables sus ulteriores decisiones. Porque un hombre que, como don Silvestre Seturas, tiene:

    cinco pies y medio de talla,
    tres ídem de espalda,
    tanto estómago como despensa,
    tanta salud como estómago
    y tres mil reales de renta

    que no conoce el asco, ni el ruido, ni el miedo, ni los guantes, ni el charol, no debe aburrirse nunca en el campo, o no hay en él seres felices; afirmación que negarán los poetas melenudos, de báculo y zampoña, y los novelistas sobrios, ascéticos y filósofos. Negaránla, es claro, porque precisamente en el campo es donde estos señores se han empeñado en colocarnos la felicidad terrena, ya bajo el aspecto de encanecido anciano, que perora con más elocuencia que Demóstenes y más profundidad que Sócrates, so la añosa encina, o cabe la parlera fuente; ya bajo el de apuesto galán que cultiva el fértil valle, y aunque suda al sol y come ráspanos y borona, es por la noche bastante sublime para echar un discurso a su novia, que le espera con un ramo de flores, y que no es menos gallarda, menos elocuente ni menos poética que su adorado; ya, en fin, bajo la forma de blancos manteles, doradas frutas, triscador cabrito, fiel y respetuoso can, etc, etc... y todo ello sin más inspiración que la Naturaleza, ni más mentores que los bardales, el susurro de las celliscas y las pláticas del cura. Pero estos señores poetas y novelistas sin duda han estudiado la campiña en el mapa, o en el Museo de pinturas.

    Y no entro con ellos en pelea para decirles cuatro cosas que se me vienen a las mientes, porque tal vez lo vaya haciendo insensiblemente, y sobre todo, porque me llaman al orden los asuntos del mayorazgo, los tacos de sus dos mozos de labranza, y los aspavientos de su ama, a causa, de que, con sus recientes ilusiones, el solariego descuida el caballo, no siega nunca el retoño, deja todo el peso de la labranza a los criados y no habla más que de Madrid y de su amigote.

    Entre tanto, volvió a escribir a éste, dándole cuenta de sus proyectos de viaje y explicándole al pormenor el estado y motivo de su pleito.

    Al contestarle le aconsejó el de la corte que, tanto por el bien de su pleito como para satisfacer sus deseos de conocer a Madrid, se pusiese en camino cuanto antes; añadiéndole que él tenía gran interés en verle para arreglar cierto proyecto que había concebido.

    Don Silvestre no vaciló más: envió el alguacil a casa de algunos colonos que le debían dinero, hízoles aflojarlo más que de prisa; y como no era mucho, consiguió que el cura le adelantase el resto. Al día siguiente, tempranito, trancó la bodega, después de encerrar en ella la ejecutoria y algunas escrituras; colgó la llave, por el anillo, de un tirante de su pantalón, puesta ya su mejor ropa; guardó en un pañuelo un par de camisas de estopilla, y pendiente este lío de un garrote de acebo chamuscado que se echó al hombro, partió hacia el camino real a esperar la primera diligencia que pasase con dirección a Madrid.

    IV

    Con el breve monólogo de don Silvestre al encontrar el nombre de su amigo en la Gaceta, tienen los lectores lo suficiente para saber quién era y de dónde venía el personaje de Madrid; me dispenso, en obsequio a la brevedad, aunque hollando la costumbre, el relato de su historia desde que le perdió de vista el solariego hasta que le volvió a encontrar. Supóngase, y esto baste, que muerto su padre, en cuanto llegó a Madrid, y solo en el mundo, se dedicó a gacetillero, a repartidor de prospectos... a padre de la patria, a cualquiera cosa; pues por todos estos escalones y otros mil idénticos, hemos visto subir a otros muchos hasta la altura en que habitaba oficialmente, el amigote de don Silvestre.

    Tampoco detallaré los efectos que en el mayorazgo causaron la bata persa de su amigo y las tapicerías de la habitación en que le recibió. Conocido el tipo, es muy fácil la deducción de estas menudencias.
    He aquí el discurso que le dirigió el de la bata, pasadas las primeras formalidades del saludo y del abrazo:

    «Amigo mío: estás en tu casa, elige la habitación que más te agrade y establécete en ella con toda libertad. Yo almuerzo solo, a la una, y como a las ocho de la noche. Tendría mucho gusto en que me acompañaras a la mesa; pero si estas horas no te acomodan, puedes escoger otras para ti. Un carruaje estará siempre a tus órdenes, y mis criados lo son tuyos a la vez. La índole de mis ocupaciones no me permite acompañarte a ver las curiosidades de la corte; pero este caballero, que es mi secretario particular (y señaló a un elegante joven que escribía a su lado, y que saludo cortésmente), tendrá mucho gusto en sustituirme, y estoy seguro de que ganarás en el cambio. Ni la casa, ni el carruaje, ni toda la ostentación que te ofrezco, te asombren ni te acobarden; soy el mismo Fulano de la villa... el que te debe dos reales y medio y unos tirantes de goma. Corre, pues, investiga y goza a tus anchas, que luego que te canses hablaremos de tu pleito y de mis planes, y entonces te rogaré que me dispenses lo que pueda haber de egoísmo en lo que ahora estás contemplando como un fenómeno de cariñoso agasajo, poco común en la historia de los hombres de mi talla.»

    Don Silvestre era llanote y sencillo; oyó estas palabras con los oídos del corazón, y todas las proposiciones del personaje fueron acertadas, menos la de sentarse a la mesa a distintas horas que él, pues de esta suerte hubiera creído ofender la generosidad y delicadeza de su amigo. Quedó, pues, instalado en la casa el mayorazgo, revolviéndose en ella con el mismo desembarazo que si en ella hubiese nacido. Los extremos se tocan. La falta de aprensión de don Silvestre le prestaba la desenvoltura que a veces no dan las preocupaciones del gran mundo.

    Su primera salida quiso hacerla a pie: había ido a la corte para enterarse de todo, y lo conseguiría mejor así que encerrado en un carruaje. Afeitóse bien su barba de ocho días; vistióse una camisa, cuyos cuellos, aunque doblados por arriba un par de dedos, le cubrían la mitad de las orejas; cepilló y se puso su chaquetón pardo y su sombrero de copa negro-verdoso; empuñó su bastón de acebo chamuscado; aseguróse bien de que no falseaban las correas de sus zapatos de becerro, y dijo al elegante secretario de su amigo, como si toda la vida le hubiese tenido a su servicio: -Vamos andando.

    Algo disgustaba al elegante ir convertido en cicerone de un ente tan grotesco; pero la intimidad con que le trataba el personaje cortesano le hizo ver en el de la aldea un mandarín inculto, una potencia electoral, un reyezuelo de provincia. Su momentáneo desagrado se trocó bien pronto en solicitud deferente y hasta respetuosa.

    Nada de particular halló don Silvestre por las calles, fuera del ruido de los carruajes y del incesante movimiento de la gente. Teníale el estrépito ensordecido, y tan atolondrado, que tropezaba con todos los transeúntes, y rompió siete cristales de otros tantos escaparates por huir de los coches, pensando que le atropellaban. El secretario estaba en ascuas, y lo estuvo más cuando notó que los cuellos del solariego y su cara avinatada llamaban la atención de muchas personas. El mayorazgo, afortunadamente, no lo conocía, pues descansaba en la persuasión de que «en Madrid todo pasa.»

    Al retirarse, al anochecer, y bajo una temperatura africana, don Silvestre se achicharraba, y quiso refrescar. Entraron en un café. El secretario pidió un sorbete, su acompañado, ignorando lo que aquello sería, pidió otro. Sirviéronles los sorbetes. El de Madrid descogolló el suyo de un bocado, con la mayor limpieza imaginable; el aldeano, que desde que vio llegar los refrescos vacilaba en el modo de acometerlos, imitó a su compañero, ¡en mal hora para el desdichado! Lo mismo fue hincar sus dientes en el gélido amasijo, que revolverse en el café el ruido de un huracán. La inesperada impresión del frío del sorbete produjo en don Silvestre los efectos más estrepitosos.

    Del primer resoplido, al morder el helado, fue éste con la copa hasta la mesa inmediata; y como el que ha tragado polvos de salvadera, Seturas escupía, se sonaba las narices y gritaba pidiendo agua, empeñado el iluso en que aquello abrasaba; y, por último, comenzó a estornudar... ¡pero de qué modo!: cada estornudo era un cañonazo bajo los relucientes techos del café, acompañando a cada explosión una lluvia menuda que fue la delicia de los inmediatos parroquianos, durante las quince o veinte veces que las mucosas de don Silvestre le dijeron «agua va». El estrépito duró un par de minutos.-Cuando las detonaciones se hicieron más débiles y más tardías, como las de una tormenta que se va alejando, la atención pública, hasta entonces en suspenso, comenzó a agitarse, cruzándose entre los parroquianos sonrisas, carcajadas y epigramas, que, afortunadamente, no comprendió el que era objeto de ellos; antes al contrario, pensando sólo en el fatal efecto del sorbete, y durándole aún la sed, comenzó a sacudir garrotazos sobre la mesa y a llamar con toda la fuerza de sus pulmones.

    Un mozo se presentó, no poco alarmado con el estrépito.

    -¿Qué demonios se puede tomar aquí para quitar la sed, que no se parezca a esa melecina condenada que me has dado? -le preguntó el mayorazgo, señalando el estrellado sorbete.

    -Lo que usted pida, señor, -contestó el otro, luchando por contener la risa.

    -Pues tráete... media de tinto.

    -¡De tinto! ¿Cómo?

    -¿Cómo? En sangría.

    -No le entiendo a usted, -dijo el mozo, trocando su sonrisa en expresión de sorpresa.

    -Pues la cosa es bien sencilla, -añadió el mayorazgo-: ¿no hay aquí agua? ¿no hay azúcara? ¿no hay rioja?... ¿Pues qué taberna de los demonios es ésta?

    Algo como carcajada estalló entre los concurrentes del café; y en seguida comenzaron los epigramas y los apóstrofes más cáusticos. Hubo para los cuellos del mayorazgo, hubo para su colmena, para su cara, para su garrote, y hubo... que contener a don Silvestre, que, embravecido como un toro con aquellas banderillas que tan inhumanamente ponía a su inofensivo desparpajo cerril la intransigente civilización, quiso acometer a garrotazos a aquella turba de enclenques, famélicos, petardistas, vagabundos y tahúres que poblaban el salón, disfrazados de personas decentes.

    Enmedio del aturdimiento consiguiente a la escena en que acababa de ser actor, don Silvestre, al marcharse, en lugar de salir por donde entró, se fue hacia la sala de los billares: su acompañante, que temía otro escándalo, le llamó; pero ya era tarde. Una vez en ella, se olvidó de lo pasado ante el aspecto de las bolas de marfil, cuyos choques le admiraron como a un niño; y más que las bolas, la locuacidad de un joven de rizadas patillas, gafas y pelo escarolado, que al paso que jugaba carambolas con otro aficionado, era el deleite de los cien curiosos que rodeaban la mesa, sentados sobre duras banquetas, con una profusión de chistes y una procacidad tan verde y desaliñada, que en un cuartel de blanquillos no le hubieran valido menos de un mes de cepo o una carrera de baquetas.

    Don Silvestre no se extrañaba tanto de la desvergüenza del elegante jugador como del eco que en la concurrencia hallaban sus torpezas; parecíale insoportable la impudencia del uno, pero mucho más imperdonable la aquiescencia de los otros.

    Y como desconocía el verdadero valor de aquellas baladronadas, tomábalas muy a pechos, y hasta resuelto estuvo a interpelar muy seriamente al de las patillas, cuando le ocurrió preguntar a su acompañante, aún preocupado con el lance del sorbete, qué clase de hombre era aquel que tan bien manejaba la lengua.

    -El redactor principal del N... -le contestó el secretario-, director de una sociedad filantrópica, caballero de Carlos III, por una oda dedicada al rey, socio honorario de todos los clubs revolucionarios de París, por una elegía a Marat...

    -¡Redactor del N...! -exclamó admirado el interpelante-. ¿Entonces hay en Madrid dos periódicos de ese nombre?

    -No, señor don Silvestre.

    -¡Jesús me valga! ¿Con que es decir que aquel periódico que yo leía en mi lugar con tanta fe, está escrito por este hombre; y aquellos artículos en que tanto se clamaba por el orden, por la moralidad, por el bien de los pueblos, eran dictados por un anarquista cínico y desmoralizado? ¿Con que esas palabras de humanidad, filantropía, compañerismo, religión, hogar, derechos, lejos de ser una verdad en semejantes periódicos, son una burla sacrílega, un insulto a Dios y a los hombres, una explotación innoble de la pública buena fe?

    El secretario se encogió de hombros por toda contestación, como diciendo: -«este mozo ha estado en el limbo, cuando a su edad ignora lo que aquí saben los chicos de la escuela»; pero don Silvestre, que no entendía de mímica, no supo traducir aquella expresión; y careciendo de otra respuesta, por no romperse el alma (son sus palabras) con el periodista, rogó a su acompañante que se fueran a la calle.

    No deseaba éste otra cosa.-Media hora después, limpiándose el sudor con su pañuelo de percal aplomado, hacía don Silvestre en casa de su amigote un resumen exacto de los acontecimientos de su primera salida por las calles de la corte.

    V

    El primer consejo que le dio el personaje fue el siguiente: «tanto para que te presentes con la debida decencia en los sitios que deseas ver, como para quitar todo motivo a las burlas de la gente, debes vestirte a la moda, porque, amigo mío, dum Roma fueris... lo que sigue».

    Por más que a don Silvestre repugnara el desprenderse de sus cómodos hábitos, al día siguiente tuvo que empaquetarse en los nuevos que le trajeron de una elegante ropería; pero como el diablo las carga, si bien, con trabajillos y todo, parecieron pantalón, levita, chaleco y sombrero, para las piernas, tronco, cuello y cabeza hercúleos de don Silvestre, no hubo un par de botas para sus pies en toda la corte, pues, como decían los zapateros a quienes se acudió, «hormas de tal tamaño no se hacían en Madrid sino de encargo».

    De aquí resultó un chocante contraste: lo fino de los pantalones con lo grosero de los zapatos viejos del mayorazgo, que nunca vieron más lustre que el que les daba una corteza de tocino frotada sobre ellos cada ocho días. Y si al dicho contraste se añade el que formaba todo el don Silvestre con su equipaje, al que desaliñaba más y más metiendo los dedos de sus manos entre el pescuezo y la corbata que le molestaba, hasta dejar ésta debajo del cuello de la camisa, dígame el lector qué le pasaría al pobre hombre cuando en semejante arreo se echó a la calle, sin escuchar los consejos del amigote ni las protestas del elegante guía que, sin el miedo de perder su destino, se hubiera negado a acompañarle.
    Sucedióle, claro está, que no bien se hubo mostrado al público, cuando éste la tomó con él. Primero le miraron, después se sonrieron, hasta concluir por interpelarle irónicamente, y por reírse a sus barbas. Pero este nuevo insulto colmó la medida del sufrimiento de don Silvestre.

    -«¡Canario! -exclamó al hallarse en medio de un grupo de calaveras;-conque ayer, porque iba al uso de mi tierra, os reíais de mí; y hoy que, por complaceros, me visto como vosotros, me toreáis también, sin duda porque no sé llevar esta librea. Pues tanto, tanto, no lo sufrió jamás un Seturas.»

    Y, sin otras explicaciones, largó una bofetada al más cercano, a quien metió de cabeza en el escaparate de una pastelería. Hubiera acometido a los restantes; pero al volverse hacia ellos ya habían desaparecido. Si todos los calaverillas madrileños hubieran presenciado esta escena, es más que probable que el mayorazgo no hubiera tenido que sentir más en igual género; pero como no todos los susodichos traviesos estaban allí cuando la primera bofetada, tuvo que pegar la segunda un poco más abajo, y la tercera más adelante, hasta que juzgó prudente ir a vestirse con su traje provincial, renegando de la independencia madrileña y de la educación y tolerancia de las «personas decentes».

    Con este desencanto sobre su alma, y envuelto en el burdo ropaje de sus mayores, con el que, si no iba elegante, andaba sumamente cómodo, echóse a ver lo que le faltaba; empresa que resumiremos, en la imposibilidad de seguir al mayorazgo paso a paso y en cada una de sus impresiones.

    Siendo la política su caballo de batalla, después de ver en los cafés que todos los periódicos que leía decían de sí propios lo mismo que el del cirujano de su lugar escribía de sí mismo y de su partido, es decir, que eran unos santos, al paso que renegaban de todos los demás, fuese al Congreso, donde esperaba oír aquellos discursos que, impresos, le admiraban, y aquellos hombres que, pronunciándolos, le parecían semidioses, o criaturas de distinta naturaleza, forma y color que el resto de la humanidad. Mas ¡oh desengaño! en el palacio de las leyes halló de todo menos discurso.

    Presenció en el seno de la Asamblea nacional disputas acaloradas, y encontró en los diputados unos hombres de talla común, que tenían el mismo prurito que los periódicos: la inmodestia de decir cada uno de sí propio, corampopulo, lo que todos los demás les negaban: que eran lo mejorcito de la casa, y de lo, poco que en virtudes cívicas, y hasta domésticas, se encontraba por el mundo. De aquí resultaba mucho de: -«¿Qué has de ser tú? -Más que tú. -Tú lo serás de lengua. -Esa es la que a ti te sobra. -Pues a mí nunca me han perseguido por revoltoso. -Justo, porque en ti es de familia ser un mátalas-callando. -¡Al orden! -No me da la gana.»-etc, etc. Preguntó, con este motivo, si había dos Congresos de diputados en Madrid, y que en dónde se pronunciaban aquellos discursos tan arregladitos y tan elocuentes que él acostumbraba a leer; y cuando supo algo de lo que pasaba en la redacción del Diario de Sesiones: -«¡Cáscaras! -dijo-, pues con un buen redactor, también habría oradores en el concejo de mi pueblo.»

    VI

    Curado con estos desengaños de la pasión política, diose a lo de puro recreo; y quiso contemplar de cerca lo que tanto admiró desde lejos: la casa de fieras. -Que me aspen-, dijo, cuando la examinó jaula por jaula, -si el corral de mi casa no tiene que ver más que esto: para cuatro pavos, dos mastines y un mico, no necesitaba el Gobierno un presupuesto y un personal como los de esta casa, cuyo título es una burla completa de lo que sus verjas debieran encerrar.

    Ya que en el Retiro estaba, quiso, lleno de entusiasmo, recordando las campiñas y bosques de su tierra, tenderse un rato bajo aquella frondosidad tan decantada; mas, fuese culpa de la intensidad del sol, o de la ruindad de los árboles, es lo cierto que en una extensión de media legua de bosque no halló tres dedos de sombra, ni dos docenas de yerbas donde tender su cansada humanidad. Esto le hizo recordar que el famoso Prado era un arenal completo en el que había de todo menos verdura y poesía; que el mismo desierto de Sahara no estaba más reñido que él con la vegetación, ni presentaba un aspecto más triste y desconsolador a las tres de una tarde de verano. Iba a preguntarse, por cuarta o quinta vez, si el título de prado sería irónico, chocándole que cupiese en cabeza humana (ignoraba don Silvestre la historia del célebre paseo), la idea de llamar una cosa con el nombre que menos le conviene; pero recordó lo que acababa de ver con el de casa de fieras, y días atrás, con los de puertas de Segovia y de Atocha, y se convenció de que Madrid era una pura ilusión.

    Por fortuna, don Silvestre era muy poco artista y mucho menos literato, y con ello se ahorró otros muchos desengaños.

    Pero, en cambio, era curioso y antojadizo, y nunca satisfizo un capricho de los muchos que le provocaban el aspecto y baratura de las mil trivialidades que veía en los escaparates de las tiendas, sin que al tomar el cambio de una moneda no recibiera un par de ellas falsas; monedas que, al entregarlas más tarde en otros establecimientos, le costaban serios disgustos.

    Si iba al café, aun sacrificando sus apetitos al gusto de los demás parroquianos, por evitar escenas como la consabida del sorbete, notaba que los mozos le servían más tarde y peor que a todo el mundo; porque en el centro de la tolerancia y de la despreocupación se juzga y se respeta a los hombres en razón directa de la excelencia del corte y calidad de sus vestidos.

    Los cocheros le trataban como al sentido común, es decir, inhumanamente; al verle con aquella estampa, ni se tomaban la molestia de aullarle con el brutal ¡jeeé! cuando le hallaban al paso, para indicarle que se apartara.

    El buscar una calle cualquiera le costaba los cuartos que le exigía el brutal gallego por servirle de guía; y como las calles eran muchas y las conocía mal, y como no estaba dispuesto a pagar prácticos a todas horas, cuando salía solo, no se atrevía a caminar por no desorientarse.

    Esta circunstancia le hizo fijarse todas las tardes, al anochecer, en el famoso crucero de las Cuatro Calles, sitio en que podía recrear su vista sin necesidad de cicerone. Allí, entre los mil objetos y personas que cruzaban en todas direcciones, observó que, a semejanza de los aviones que en las calorosas tardes de verano revoloteaban incansables alrededor del campanario de su lugar, discurrían por una y otra acera, pasaban, volvían a pasar, y siempre las mismas, aunque en incalculable número, mujeres de incisiva y elocuente mirada, beldades de esbelto talle y desenvuelta marcha; mujeres que, sin saber por qué, le arrancaban del echo hondos suspiros.

    Mas ¡ay! en vano su ilusión le forjaba planes de seductores... Aquellas mujeres, cuyas miradas devoraban a los transeúntes, con cuyos movimientos, con cuya voz, en ocasiones, intentaban seducirlos, sólo para don Silvestre eran ariscas y desaboridas; para todos había sonrisas, guiños y hasta flores; para el infeliz mayorazgo escupitinas, desaires y malas razones. Don Silvestre recordaba entonces que en su pueblo se honraban las mozas con sus pellizcos, que sólo el temor a las lenguas de las envidiosas le hacían economizarse en las empresas galantes; y lanzando un suspiro angustioso, abandonaba su puesto favorito y marchaba hacia su casa, preguntándose por los placeres de la corte y suspirando por el aire de su aldea.

    -«¿Dónde está lo que yo venía buscando? De todo lo prometido, ¿qué es lo que encuentro? El calor sofocante, el polvo caústico, el infernal estrépito de los carruajes, el peligro de ser por ellos atropellado, los pillos callejeros y algunos otros mercaderes, el rescoldo de las bebidas, el veneno de los estancos, la brutalidad de los cocheros, el vandalismo de los revendedores, la inhospitalidad de todo el mundo, el materialismo, la usura de la civilización: éstas son para mí las únicas verdades de la corte.»

    Y eso que el buen hombre, gracias a su amigo, no había caído en la mayor ratonera de Madrid; no había sido martirizado en el más cruel de todos sus potros: en las casas de huéspedes; ni había, gracias a su corteza ruda y a su sencilla educación, visitado la corte por dentro. Si con su sencillez de aldeano perdía la brújula a la superficie del mundo, ¿qué le sucedería surcándole por lo más hondo de sus tempestuosos senos?

    En algo parecido a esto debió pensar después de la última escupitina con que le espabilaron las sirenas de las Cuatro Calles, porque, apenas llegó a su casa, hizo su pequeño lío, atravesó el garrote de acebo por entre los picos anudados del pañuelo que le formaba, dejóle así sobre una silla de su cuarto, y se dirigió al de su amigo, a quien endilgó un discursillo que, reducido a otras frases menos desaliñadas, decía lo siguiente:

    -«Bajo dos aspectos me interesaba la corte, vista desde el rincón de mi cocina: como centro en que se elaboraba esa política en que tan ciegamente creía, y como patria común a todos los hombres amantes de la libertad social y enemigos de los mezquinos chismes de corrillo. Muy pocos días he necesitado para conocer, a pesar de mi poca experiencia del mundo, que la tal política es una indigna farsa; que sus partidos, lejos de representar ideas de saludables recursos para la patria, no son más que posiciones que los ambiciosos ocupan para conquistar mejor los grandes destinos, que son el móvil principal de todos los políticos. De aquí que el poder tenga tantos opositores, y que éstos no convengan entre sí más que en hacer la oposición. De aquí que, siendo la verdad una sola, y habiendo doscientos que, opinando de otras tantas maneras, pretenden todos hablar con ella, comprenda al cabo el desapasionado ciudadano que todos mienten, que todos lo saben, y que todos le explotan.-Entre el Congreso de diputados y el concejo de mi lugar no hay más diferencia que el traje de los concurrentes y la índole de las cuestiones: la intención es la misma: primero «yo», después «mi partido», lo último «el país». «Yo tengo siempre razón, mi partido es el santo, el justo; mi vecino es un egoísta, su partido la ruina de la patria.» Dispénsame la parte que de mi juicio te alcance, y concédeme que tengo razón.

    Madrid como pueblo tolerante y centro de placeres para todos los gustos y para todas las inclinaciones, ya sabes, por mis relatos, lo que me promete. Aquí, según lo que me ha pasado, todo el mundo puede hacer lo que más le acomode, sin perjuicio del prójimo, por supuesto; pero es a trueque de romperse el alma con todos y cada uno de los que opinen de otro modo: esto es lo que yo ignoraba y lo que menos me conviene. En una palabra, para que yo viviera a gusto y disfrutara de todos los placeres con que brinda Madrid a los desocupados, sería preciso que olvidase todas mis costumbres y se cambiasen las condiciones de mi naturaleza; esto es tan imposible como que yo vuelva a leer un artículo de fondo, después que sé cómo y por qué se escriben. No por ello me pesa el viaje, pues te he dado un abrazo y he conocido lo que vale el inculto rincón de mis mayores, trocándole por la civilización. Ésta valdrá lo que quieras, pero a mi lugar me atengo; en él estoy como el pez en el agua, y a mi lugar me vuelvo. Con que, quédate con Dios».

    Don Silvestre se hubiera largado muy serio sin decir una palabra más; pero su amigo, agarrándole por las haldillas del chaquetón, le rogó que le escuchara.

    «Has hablado, Silvestre, como un libro; y guárdeme Dios de refutar lo más mínimo de tu discurso. Pero sabe que yo también reniego de la corte, y que la aborrezco con todos mis sentidos. Las atenciones de mi alto puesto me agobian, y las enemistades y miserias que él me produce entre las conexiones de la esfera en que habito, me desalientan; esfera, amigo mío, que por tu dicha no conoces. Soy rico, soy solo en el mundo, sencillo en mis gustos, inclinado a hacer el bien que puedo, refractario a la envidia y a la maledicencia, y no puedo contemplar, sin estremecerme, los dardos que me arrojan las rivalidades que cercan mi puesto, y la baja adulación de los que me necesitan o me ternen. No concibo que un hombre honrado se pueda acostumbrar a desayunarse todos los días con dos docenas de discursos impresos, en los que se le acusa de venal, de despilfarrador, o, cuando menos, de estúpido; y el tratar en términos parecidos, si no peores, a los hombres de mi altura, es la ocupación de las tres cuartas partes de la prensa periódica; porque ésta misma que en España se lamenta de que las letras, las artes y la industria, están en pañales y necesitan consejos y academias, consagra todos sus desvelos a calumniar, a fiscalizar el poder, cuando en él no están sus hombres, o a adularlos servilmente cuando están al frente de la cosa pública. Sin más razón que la de ser yo lo que oficialmente soy, tiene derecho cualquier gacetillero hambriento, el último zascandil de la prensa periódica, a dudar de mi probidad, a llamarme inepto y a disponer contra mí la opinión pública. Estas innobles guerrillas que dirige y exacerba el hambre, o cuando mucho, la ambición de mando o de destinos, no puede sufrirlas un día y otro ningún hombre que aprecie en algo su hidalguía y sienta aún el rubor de su dignidad calentarle las mejillas cuando una torpe lengua o una envenenada pluma le hieren en el sagrario de su honra; que ésta no transige, ni ser puede más que una, ora se albergue bajo el burdo ropaje del campesino, ora bajo los bordados ostentosos del hábito de un magnate.

    Por eso, mientras tú te aburrías en esas calles, yo me desembarazaba de todos mis cargos y esperaba tu resolución para comunicarte la mía, que es el asunto de que había prometido hablarte. Esperábala para decirte: amigo mío, colmadas todas mis ambiciones y agobiado por los desengaños, quiero abandonar la corte y respirar el aire libre de tus montañas, única campiña que he visitado en mi vida, y en la cual espero realizar todas las ilusiones que he adquirido con mi lectura favorita. Soy fanático admirador de la vida patriarcal y de los placeres del campo, de la poesía pastoril. ¡Lejos de mí el ruido del falso mundo, el seco afecto, el materialismo de la civilización! Como el venerable, tierno y sencillo poeta,

    «Vivir quiero conmigo,
    gozar quiero del bien que debo al cielo,
    a solas, sin testigo,
    libre de amor, de celo,
    de odio, de esperanza, de recelo.»

    ¡Bien hayan tus campiñas y tus bosques! ¡Allí, con la conciencia del hombre honrado, verás, verás, Silvestre amigo, cuánto placer encuentro!... sobre todo, cuando piense en el infierno de pasiones que aquí se agitan incesantemente, y cuando, mientras considere que en el mundo

    «... se están los hombres abrasando
    en sed insaciable
    del no durable mando,
    tendido yo a la sombra esté cantando

    He aquí mi mayor ambición de hoy; ambición que acaricio años ha, y que tus noticias y tu presencia han venido a provocar hasta el extremo de hacerme tomar una resolución invariable.-Ahora bien: mientras olvido mis hábitos de mundo, mientras me aclimato a ese paraíso de tus valles, necesito tu compañía, un rincón en tu casa y un puesto en tu mesa; pero sin que en tu sistema de vida hagas la menor alteración, sin que mi presencia aumente un solo manjar a tus comidas. Con estas condiciones aceptaría tu hospitalidad. Para regalarme con el veneno de nuestras cocinas y con la vida muelle de estos gabinetes, me quedaría en la corte. Este es el egoísmo a que me refería cuando llegaste a mi casa. Con franqueza, amigo Silvestre; ¿te parece aceptable mi plan?»

    El mayorazgo, que desde el principio del discurso de su amigo tenía un palmo de boca abierta, pero de puro placer, al oírle renegar de Madrid, y que, por otra parte, era generoso, sensible y hospitalario, y no había echado en saco roto que todo un personaje le hubiera reconocido, a él, con su corteza de campesino, al cabo de tantos años de ausencia y sin otro motivo que una frívola amistad de la infancia, tendióle los brazos por toda contestación, en los que estrechó al personaje, quien, en premio de su cariñoso ofrecimiento, y con la promesa de no serle gravoso, si en ello no le ofendía, le anunció que dejaba muy bien recomendado su pleito y que contara con ganarle, deshechos algunos enredos que dificultaban el triunfo de su causa, debidos a los manejos de sus adversarios.

    Este notición colmó el entusiasmo de don Silvestre, que tornó a abrazar a su amigo, quejándose de que le hubiera creído capaz de cobrarle pupilaje.

    Pocos días después, salieron entrambos en una silla de posta, que debía dejarlos algunas leguas antes de llegar al pueblo, pues el amigote de don Silvestre quería hacer poco ruido para conservar el más rigoroso incógnito, a fin de gozar más a sus anchas y en completa libertad todas las delicias que se prometía de la vida campestre y descuidada.

    Por eso se despidió de todos sus amigos y allegados para el Mediodía, y no faltaron periódicos que anunciasen, con esa perspicacia y exactitud que les son peculiares, su feliz llegada «a la ciudad de los Califas».

    VII

    Aquellos de mis lectores que hayan visitado el país del cuco después de haber vivido algún tiempo en la clásica Castilla, y especialmente los que a esta última circunstancia reúnan la de ser hijos de este poético suelo, me ahorrarían, de fijo, la pintura del efecto que en nuestros dos personajes causó el aspecto de la Montaña apenas hubieron perdido de vista la última llanura tórrida, monótona, infinita, de ese famoso granero de España. Me la ahorrarían, digo, porque ellos habrán sentido lo mismo que don Silvestre y su amigo al acercarse a este bello rincón del mundo por aquel camino. Pero como no todos los lectores se hallan en igual caso, diré, sólo para los que no conozcan esta comarca, que al acercarse a ella después de atravesar las planicies de Castilla o de la Mancha, enfrente de tanta belleza se siente... no tener cerca de uno a todos los moradores de las grandes capitales del mundo civilizado, orgullosos con sus prodigios de arte, para decirles: -«Mirad esa naturaleza, y pasmáos, porque junto a ella, todo es pequeño y raquítico. Ved aquí reunido y palpable cuanto de bello y de fantástico ha cantado la poesía.»

    Y, a propósito: no hay trovador novel ni poeta melenudo que se haya creído dispensado de echar un parrafito a las orillas del manso Guadalquivir, o del aurífero Darro, o a las aguas del histórico Guadalete, sembrando aquí o allá bosques y florestas, frondosidad y fragancia, césped y lirios, que así existen donde los colocan los vates, como yo soy arzobispo; en cambio, cuando alguno de aquellos ingenios ha pisado el suelo de la Montaña, en lugar de cantar lo que ella le mostraba, en lugar de darle lo que se le quita para engalanar ajenas hermosuras, se ha ocupado en escribir a la «civilización» si los moradores de aquende comen borona, andan descalzos y gastan los calzones más o menos remendados, como si se tratara de un aduar de Marruecos o de la isla de Annobón. Pero dejaría la poesía de serlo, si los poetas cantaran la verdad una sola vez en su vida... Y vuelvo a mi cuento.

    Dando resoplidos de pura satisfacción don Silvestre, y recitando su amigo los más tiernos idilios que recordaba a la vista de los fantásticos paisajes que descubría a cada paso, llegaron ambos al solariego albergue de los Seturas, donde los dejaremos descansar un largo rato; al de Madrid, entre sus bucólicas ilusiones y bajo el incógnito más rigoroso, y al otro, bajo la impresión de sus recientes desengaños, y, por lo mismo, más satisfecho que nunca al verse dentro de las recias y ahumadas paredes de su casa.

    VIII

    Faltábale tiempo al de Madrid, en cuanto se levantó a la mañana siguiente, para correr por la solana, tumbarse bajo un nogal y caminar errante por las mieses; para gozar, en fin, con la loca expansión de un colegial en vacaciones. Y tan abstraído estaba, que al volver a casa, al crepúsculo de la tarde, no se acordaba de que no había comido al medio día, ni echó de ver que llevaba desgarrados los pantalones y sangrando una rodilla, caricias debidas a las espinas de los setos por los cuales tuvo que saltar.

    En ocupaciones análogas pasó los primeros días, cada vez más alegre, más satisfecho y más juguetón. La bazofia y los condumios del ama de gobierno le parecían los manjares más deliciosos; el duro taburete en que se sentaba, mucho más blando que un sillón ministerial; y el aspecto rústico que tenían todos los objetos que encontraba y de que se servía en casa de su amigo, eran el complemento de sus mejores ilusiones. Pero cuando gozaba extremadamente era por las noches, después que, oído el toque de ánimas y rezadas las oraciones de costumbre por el mayorazgo, a quien contestaban unísonos todos los de casa, se sentaban en el ancho balcón del mediodía. El canto incesante de las ranas, el aroma de la campiña, el susurro elocuente y misterioso de la naturaleza, los relámpagos fantásticos e incesantes que en el horizonte presagiaban, según el ama de llaves, fuertes calores para el siguiente día; de tiempo en tiempo el canto monótono del labrador que iba a dar agua a una pareja, cuyas sonoras campanillas le hacían el acompañamiento; el vuelo rápido del murciélago que cruzaba indeciso a cada instante por delante del balcón; los regaños del ama en la cocina, que entre el charrasqueo de la sartén se destacaban, con poco placer de los criados a quienes iban dirigidos, y tantos otros ecos y fenómenos que en las noches de verano se perciben en el campo, abstraían de tal modo al forastero, que no hubiera cambiado entonces el balcón de don Silvestre por el trono más elevado del mundo.

    Y cuando por las mañanas, al romper el día, le robaban el sueño el cencerreo del ganado que salía al pasto, los silbidos de los criados, las seguidillas de las mozas que iban a la mies, el toque al alba, los ladridos del perro, el cacareo de las gallinas y los relinchos del caballo, lejos de incomodarse, bendecía en sus adentros el instante en que se le ocurrió trocar el agitado torbellino de pasiones de la corte por el oscuro rincón de la vivienda de los Seturas.

    Con la contemplación de éstos y otros cuadros a cual más sencillos, su lectura favorita adquiría para él cada vez mayor encanto; y hasta las tiernas églogas de Garcilaso le parecían la expresión más fiel de la verdad, y todos los recuerdos de todos los patriarcas descritos hasta entonces le asaltaban las mientes, y veía los trasuntos de todos los cuadros pastoriles del siglo de oro, y hasta sentía el calorcillo de sus venerandos y rústicos hogares; y tal era el dominio que sobre él ejercían estas ideas, que, fingiéndose extraviado, sorprendía a un vecino comiendo, entraba en la choza de otro cuando, sentado éste al frente del grupo de su familia, rezaba el rosario antes de acostarse; pedía aquí candela, más allá un guía, y por donde quiera aliviaba la miseria, complaciéndose en dejar oculta una moneda de plata, ya en el regazo de un niño que jugueteaba arrastrándose a la puerta de su casa, ya sobre el poyo de la cocina. Y todo esto lo hacía el buen señor, excepto lo de las limosnas, en verdad sea dicho, sin darse de ello la menor cuenta. No reflexionaba ni estudiaba aquello que veía, porque los cuadros y las impresiones se sucedían con la rapidez del pensamiento.

    Pero a los quince días de estancia en la casa de don Silvestre, comenzó a notar que no descansaba bastante en la, aunque mullida, incómoda cama que le habían puesto; que la bazofia le agriaba el estómago, y que, por falta de cielo raso en la alcoba, le escocían los ojos con el polvo que caía del desván, cada vez que (y esto sucedía todas las noches), cada vez que las ratas armaban sus jaleos acostumbrados entre las panojas sobrantes de la anterior cosecha.-Con este motivo, la rancia morada de los Seturas abrió por primera vez sus puertas a la civilización, que entró en la mejor alcoba de la casa en forma de colchón de muelles, cama de hierro, techo de yeso y papeles de colores, traído todo de la ciudad y colocado a expensas del huésped de Madrid, y con no poca delectación del mayorazgo, del ama y de todos los vecinos del lugar, que acudieron, por turno rigoroso, durante una semana, a contemplar las maravillas de la alcoba del madrileño, cuando éste se largaba a hacer sus excursiones de costumbre.

    Éstas eran siempre por el campo, donde cada día buscaba un paisaje distinto y al antojo de su poética fantasía. Y, preciso es confesarlo: las praderas y valles del lugar de don Silvestre, como toda La Montaña, superaban en perspectiva a todos los cuadros que se imaginaba el señor de la corte: en esta parte era feliz el amigo de don Silvestre. Pero no lo era tanto cuando se acercaba a gustar prácticamente las delicias que, desde el fondo de los alfombrados gabinetes de las populosas ciudades, descubren los poetas entre el follaje de los bosques y sobre el blando césped de las campiñas.

    Es decir, que si el madrileño, siempre con sus libros debajo del brazo y en busca de paisajes, encantado por el aspecto de un artístico murallón cubierto de verde y tupida hiedra, se recostaba contra él, sentado sobre césped de un palmo de espesor, no bien se ponía a leer a cualquiera de los poetas, desde Gonzalo de Berceo hasta el último bucólico de nuestros gacetilleros y romancistas, y exclamaba, por ejemplo, con el primero:

    «Nunca trobé en sieglo lugar tan deleitoso.»

    o con alguno de los modernos otra frase equivalente en menos rancio castellano, cuando llegaba el impertinente tábano, que le hacía girar como las aspas de un molino, para defenderse de sus iras, o cantaba a su lado la chicharra, o se punzaba las asentaderas con alguna zarza traidora, o caía una lagartija sobre la más sentimental y pastoril de las estrofas de su libro. Con cualquiera de estos contratiempos concluía el apasionado madrileño por sacudirse la ropa y marcharse punzado, aturdido y tiznado en busca de otro lugar no menos bonito, aunque más cómodo.

    -¡Oh magnificencia! -exclamaba una vez contemplando un nuevo sitio; -¡esto excede a la más sublime creación del más sublime de todos los poetas; a la región del más tierno pastor de cuantos ha creado la poesía!

    «Corrientes aguas, puras, cristalinas,
    árboles que os estáis mirando en ellas,
    verde prado de fresca sombra lleno,
    aves que aquí sembráis vuestras querellas,
    hiedra que por los árboles caminas
    torciendo el paso por su verde seno...»

    todo esto, y mucho más, veo yo, oigo y toco. ¿Y por qué el sensible Nemoroso no ha de ser posible en estos valles? ¿Qué distancia hay de ellos a las imaginaciones de Garcilaso? ¡Oh divina poesía! te veo y te palpo... Pues señor, aquí, tras este tupido zarzal, cabe el arroyuelo que murmura a mis pies, sobre la florida y olorosa pradera, a la sombra de estos seculares castaños, voy a entregarme a mis gratos ocios. ¡Y dirán las almas de prosa que la poesía es una quimera!

    Y al contemplar aquella lozana vegetación, tan caprichosamente distribuida como no pudiera imaginárselo el más diestro jardinero, exclamó, hasta con fe en las palabras del poeta:

    «Oh driades, de amor de hermoso nido,
    dulces y graciosísimas doncellas,
    que a la tarde salís de lo escondido,
    con los cabellos rubios, que las bellas
    espaldas dejan de oro cobijadas...»

    esperando, tal vez, que abriéndose las zarzas dejaran libre paso a la misma Galatea. Así es que al oír agitarse la enramada inmediata, no se sobrecogió lo más mínimo, en espera, como estaba, de algún prodigio. Pero cuando en lugar de los cabellos de la Ninfa vio, atropellando las enmarañadas árgomas, madreselva, espinas, zarzas, juncias y ortigas, las afiladas astas de un novillo de cuatro años, descendiendo de la sublime región a donde se había elevado con sus pensamientos, a la clásica morada de los revolcones y de los ojales en la piel, despojóse hasta de sus libros para mayor desembarazo, y no paró de correr hasta la portalada de los Seturas.

    IX

    Este y otros percances análogos y un tabardillo que le produjo al fin tanta y tanta insolación como tomaba, buscando por el campo la sombra de la poesía, le obligaron a desistir de sus excursiones ordinarias, conformándose después con la sombra del nogal solariego para los pocos ratos que consagraba a la lectura desde el último desencanto. Y como no tenía una sola persona a quien hacer confidente de sus impresiones, pues don Silvestre, nacido entre los prodigios de aquella naturaleza, de nada se pasmaba, como que nada hallaba que le chocase, y fuera de la naturaleza rústica y virgen, no conocía a fondo más que sus recientes desengaños, le pareció muy fastidiosa la contemplación de los fenómenos naturales durante las primeras horas de la noche, desde la solana del mayorazgo; halló también insoportable la noche misma hasta la hora en que se acostaba; y como el sueño era acaso el mayor placer que experimentaba ya en el campo, incomodábale de veras el tener que despertarse a las cinco de la mañana entre la gritería del ama de llaves, los silbidos de los criados y el cencerreo del ganado, después de haber dormido mal toda la noche, desvelado a cada instante por los ladridos del mastín, cuya vigilancia llegaba a ser impertinente, a fuerza de ser escrupulosa.

    Agréguese a esto que la prodigalidad del señor de don Silvestre, como llamaban en el pueblo al de la corte, había corrido de cocina en cocina por todo el vecindario, y que, por lo mismo, no hubo en él una sola persona que no se creyese con derecho a pedirle dinero, pretextando necesidades, unas veces ciertas y justificadas, otras fingidas e indignas de la largueza y caridad del forastero; de suerte, que ni siquiera le quedó el placer que experimentaba aliviando la desgracia, pues temía equivocarla con las consecuencias de la haraganería, y contribuir al fomento de más de un vicio, procurando socorrer la verdadera miseria.

    Una de las impresiones más agradables que recibió en la aldea, fue al ir por primera vez a oír la misa de la parroquia. Bajo la tejavana, o portal, que se extendía a todo lo largo de dos fachadas de la iglesia, como en todas las de las aldeas de la Montaña, estaban reunidos y en espera del toque de campanilla que les avisara la salida del sacerdote al altar, todos los viejos, jóvenes y niños del lugar que no tenían un impedimento justificado que los eximiese de aquella obligación de conciencia. Todos con el mejor vestido, y formando corrillos en los que se departía a gritos, como es costumbre entre la gente de campo, no porque el furor sustente los debates, sino por hábito adquirido viviendo casi siempre fuera de techado; todos, repito, se entregaban a aquel primer momento de ocio, después de una semana de rudas fatigas, con las más expresivas señales de satisfacción, buscándola especialmente en comunicarse unos a otros las observaciones, planes y labores que cada cual había hecho desde el domingo anterior. Cuando el de Madrid, al lado de don Silvestre, se acercó al portal de la iglesia, el rumor que veinte pasos antes llegara bien claro a sus oídos, cesó de repente; levantáronse los hombres que estaban sentados, suspendieron los muchachos sus juegos y carreras, y descubriéndose todos respetuosamente, abrieron calle al madrileño y a su amigo hasta donde el primero juzgó oportuno detenerse. Esta muestra de deferencia y de respeto afectó al huésped del mayorazgo, acostumbrado al frío y egoísta contacto del pueblo de las grandes ciudades; y en prueba de su reconocimiento, trató de mostrarse afable y cariñoso, mas aún de lo que era de ordinario, con el dueño del rostro más cercano, entre los varios que le contemplaban inmóviles desde su llegada.

    A las primeras palabras dirigidas afectuosamente al aldeano, los que detrás de él formaban silenciosos, adelantaron un paso, y a la cuarta pregunta del de la corte, un círculo compacto de curiosos le envolvía, disputándose todos la ocasión de oír la voz del señor forastero, y de seguir de cerca con la vista el movimiento de sus brazos y la dirección de su mirada. Esto duró hasta que se oyó el repiqueteo de la campanilla; porque entonces, los chicuelos rompieron la humana valla que a duras penas habían atravesado para ver al caballero más de cerca, los viejos apagaron sus pipas, los jóvenes restregaron el fuego de sus cigarros contra el poste más inmediato y se guardaron las puntas en el bolsillo del chaleco, los que tenían la chaqueta tirada sobre los hombros se la vistieron, y todos corrieron al templo atropelladamente para llegar a él antes que el párroco pisara las gradas del altar.

    -¡Qué feliz he sido hoy enmedio de esos honrados aldeanos! -decía a don Silvestre su amigo durante la comida.-¡Cuánta poesía en aquel cuadro que me rodeaba! Porque su expresión no era la que dan la bajeza ni la ignorancia, sino la mansedumbre del justo, o el rubor de la inocencia.

    Don Silvestre hubiera hecho algunas enmiendas al panegírico de su amigo; pero tan habituado le tenía éste a semejante lenguaje, que ya no se cansaba en contestarle siempre que con él le hablaba.

    X

    Las escenas del portal de la iglesia se repetían cada día festivo, no solamente en este sitio, sino en el corro, adonde iba el madrileño a ver bailar y jugar a los bolos. Pero llegó a notar este fanático personaje que el círculo de curiosos que siempre le envolvía era cada vez más estrecho; que entre los espectadores, antes mudos como estatuas, había muchos que se permitían sus apartes intencionados y con presunciones de graciosos; que los que este título llevaban entre los convecinos, a trueque de conquistarse sus carcajadas, faltaban aliquando al de Madrid, siempre digno y prudente, con una grosera impertinencia; que los chicuelos, que antes le contemplaban con la boca abierta y las manos en los bolsillos del pantalón, se le acercaban hasta tocarle con un dedo la cadena del reló, mientras a la descuidada tentaban con la otra mano el paño de su levita, cuya finura les admiraba; y, por último, que las mozas del lugar, a quienes dirigía delicadas galanterías y que al principio no se atrevían a mirarle a la cara, le volvían ya cada fresca que le dejaba helado. De modo que, después de la metamorfosis de Galatea en novillo uncidero, dándose a reflexionar durante la convalecencia del tabardillo sobre el carácter de la gente del campo donde habitaba, a despecho de sus ilusiones se concedió a sí mismo que pedir prudencia, saber, dulzura y poesía a unos seres cuya sociedad constante son las bestias, cuya educación son las rudas tareas del campo, y cuyas aspiraciones están limitadas a salir del año sin morirse de hambre, es una exigencia que toca en lo ridículo. ¡Harto harán, los pobres, sabiendo saludar en turbio castellano! Demasiado es en ellos esa suspicacia extremosa que forma su carácter, primer testimonio de que no carecen de criterio. ¡Ojalá supieran educarle, y entonces no emplearían aquélla en dudar de todo el mundo, ni se acarrearían esas guerras intestinas que los lleva a cada instante a disputar sus derechos ante los tribunales de justicia, consumiendo en empresas tales el fruto de sus faenas, mientras sus hijos se arrastran desnudos, pidiéndoles un pedazo de pan que no siempre reciben!

    Merece consignarse otro de los incidentes que más contribuyeron al desencanto de nuestro personaje.

    Departiendo una mañana en el portal de la iglesia con el alcalde del pueblo, brindóse de muy buena gana a traer, de su cuenta, un reló de torre para la iglesia del pueblo, como un regalo que dedicaba a los honrados vecinos entre quienes tan buenos ratos había pasado. El alcalde, al oír la palabra regalo, abrió unos ojos de a tercia, y diose a reír de pura satisfacción; pero cuando se puso a reflexionar sobre el motivo de tanto desprendimiento, tornóse serio, y dijo al personaje, con la mejor cara que pudo, que al día siguiente le daría la contestación. Éste, que atribuía a modestia o a cortedad semejante respuesta, no volvió a pensar más en ella, y en cuanto se separó del alcalde, no dudando que su proposición sería bien acogida, se puso a discurrir sobre el modo de que el reló llegase al pueblo lo más pronto posible. Entre tanto el alcalde, apenas pronunció el cura el «Ite, missa est.» se acercó al campanero y le dijo con ansiedad: -Toca a concejo.

    Como el edificio en que las sesiones se celebraban, o sea la casa consistorial, estaba a dos pasos de la iglesia, a medida que ésta se desocupaba iba llenándose la otra, deseosos los vecinos de saber de qué se trataba, pues ni había carreteras que componer, ni arbitrios que rematar, ni repartos que hacer sobre el territorial, ni sorteo de mozos para el ejército, ni siquiera ajustes de puertos y pastores.

    -Señores -dijo el alcalde, tan pronto como el alguacil pasó lista a los asistentes y vio que, legalmente, se podía celebrar sesión: -se trata de que el señor forastero quiere regalar un reló de campana para la torre de la iglesia del pueblo.

    -Pues Dios se lo pague, -contestaron a coro la mayor parte de los concurrentes.

    -A mí me parece que no habrá compromiso en que le cojamos por la palabra, -añadió el alcalde, dejando entrever ya el fondo receloso que, como opinaba muy bien el personaje, forma el carácter de los aldeanos montañeses.

    No necesitaba tanto el vecindario para calcular los inconvenientes que, en su concepto, podría traer al pueblo la aceptación del regalo; así es que al oír la palabra «compromiso» en boca del alcalde, cada vecino se volvió hacia su colateral, con una expresión en la cara que, aun cuando de pronto parecía de estupidez, leyéndola bien se podía traducir en estás palabras: -«¿Qué te parece de esto? ¿nos cogerá de primos!»

    Pero tan franco, tan claro era el ofrecimiento, que ni aun con la mala fe de que ellos eran capaces encontraron en el primer cuarto de hora una sola objeción que hacer al generoso forastero. No obstante, lejos de decir explícitamente «aceptamos», todos, y el primero el alcalde, dirigieron sus miradas inquietas a un rincón de la sala donde estaba sentado un viejo con calzón corto remendado, montera bajo la cual asomaban, entrecanos y nada limpios, dos mechones de pelos, uno sobre cada sien y de un palmo de largos, según la antigua moda, chaqueta al hombro y un garrote chamuscado con el que hacía garabatos sobre el polvo del suelo, fingiéndose distraído.

    El tío Merlín, que así llamaban al viejo de las sucias greñas, era la notabilidad del pueblo, donde se le había dado el nombre que llevaba por la reputación de listo que le acompañaba desde sus contemporáneos, que, al emigrar de este mundo, se le recomendaron a la generación heredera como un dije inestimable, como una providencia. El tío Merlín reunía a la condición de listo la fama de célebre, nombre que entre los aldeanos equivale a decidor, oportuno, chistoso; circunstancia que, por sí sola, dice bastante para que todos los lectores comprendan el dominio que el tío Merlín ejercería sobre sus convecinos. Porque en aquel lugar, lo mismo que en el mundo de la cultura, un hombre a quien los demás escuchan con la sonrisa en los labios y dan el apellido de gracioso, tiene amplias facultades no solamente para provocar la risa sin ofender a nadie, sino para ser importuno, molesto y hasta grosero donde y cuando le acomode, sin que a nadie se le ocurra darse por ofendido. ¿Y cuál no será la influencia de un hombre de éstos entre los que le rodean, cuando sobre su carácter de gracioso lleva la fama de sabio, como el tío Merlín? Por eso a este personaje se le encontraba presidiendo todos los acontecimientos del lugar. Bodas, bautizos, entierros, juntas, tertulias... en cualquier acto de estos y otros muchos, lo primero que la pública curiosidad buscaba anhelante era la presencia del tío Merlín; porque aquí para provocar la risa, allá para dar un consuelo y en el otro lado para ilustrar el juicio de los demás, su presencia era tan indispensable, que sin ella no se encontraba alegría, ni lágrimas, ni consuelo, ni parecer.

    Y es de notar que el tío Merlín jamás era explícito en sus dictámenes, y que sus admiradores, al repetir a otros las ocurrencias del célebre viejo, apenas hallaban por donde cogerlas; y es claro: el tío Merlín, como casi todos los decidores del mundo, tenía todo su chiste en aquello que callaba, y lo que callaba era lo más importante. Así es que la reticencia era su fuerte, y con un interrogante, unos puntos suspensivos y un gesto de «¡qué pillo soy!» resolvía todas las cuestiones, arrancaba a su placer las carcajadas al auditorio y enredaba a sus convecinos cada día en un berenjenal de pleitos y rencillas, extraviándoles más y más la justicia con lo vago de sus maliciosos pareceres. Pero su fama era bastante más vieja que todos sus convecinos, entre quienes el buen criterio no pudo nunca aclimatarse, y el tío Merlín era siempre listo y célebre... Y por eso en el concejo se buscaba su opinión al tratarse de aceptar o no la oferta del rumboso madrileño.

    -¿Qué dice de esto el tío Merlín? -preguntó el alcalde después que, como todo el concejo, le hube mirado por algún tiempo en silencio, estudiando hasta el rumbo más vago de su garrote.

    El interrogado, sin dejar de hacer garabatos, miró de reojo a todos los circunstantes, fijóse en el alcalde, que inclinado sobre la mesa enseñaba unos dientes tan grandes como habas cochineras, ansiando la respuesta del viejo, y después de arreglar la chaqueta sobre los hombros, contestó muy pausadamente:

    -¿Conque... qué digo yo de esto, eh?... Pues digo que... ¡Jummma!...

    Esta carraspera arrancó al concejo una carcajada que duró medio cuarto de hora.

    -Vamos al decir, tío Merlín, de que usté cree...

    -Que la cosa no trae malicia, señor alcalde... ¡Jui! que las pillo yo al vuelo...

    -Pero, señor, fegúrese usté que el hombre me llama y me ice: «doy el reló pa la torre sin el menor aquel de gastos pa el respetive: yo pago too el jaleo, y pueen ustedes desde hoy avisar a los carpinteros y albañiles que han de juriacar la paré, porque la cosa estará aquí en toa la semana que viene.»

    -¡Hola!... ¿Con que hubo too eso? ¿Con que le ice a usté ese señor que busque carpinteros y que juriaque la paré de la torre... y entoavía no atisba usté la entruchá?

    -Hombre, -repuso el alcalde con cierta humildad que le imponía la sagacidad del viejo, -no diré yo que no viera algo de ella, y por eso mandé tocar a concejo... Pero ello, ¿qué es lo que usté teme?

    El tío Merlín bajó la cabeza, sonrióse, volvió a hacer rayitas en el suelo, y por toda contestación largó otro ¡jummmaaá! que produjo el mismo efecto que el anterior. Al cabo de un rato añadió:

    -Señores, en el juriaco que se quiere abrir en la torre, ¿no ven ustedes ná?

    Los circunstantes se encogieron de hombros.

    -Lo dicho -continuó el viejo-, no ven ustedes un buey a cuatro pasos... Pues yo veo que por ese juriaco se nos mete en casa el forastero; que el reló es una trampa que se nos quiere armar para dejarnos a toos en cueros vivos en el día de mañana.

    Una exclamación de sorpresa fue la contestación del concejo.

    -Eso no puede ser, tío Merlín, objetó luego el alcalde; -la cosa no trae tanta malicia. ¿Y a qué se agarra usté pa creer?...

    -¿Que a qué me agarro?... Esa es cuenta mía. Nos vio aldeanos, le gustó el pueblo, y dijo, «a pescar lo que se pueda»... Porque, señores, pinto el caso de que uno cualquiera de ustedes va al lugar de ese señor, y tiene tanto dinero como él: por mucho que el lugar le guste, ¿se le ocurrirá regalar un reló para la torre de la iglesia?

    -Es claro que no, -contestaron algunos.

    -Pues cátalo ahí -exclamó triunfante el tío Merlín.-¿A qué santo ese hombre nos ha de regalar un reló, sin más acá ni más allá?

    El concejo se quedó tamañito bajo tan contundente argumento.

    -De manera -dijo el alcalde-, que nos convendrá decir a ese señor que se guarde el regalo para engatusar a otros tontos...

    -No señor, «a la zorra candilazo» que dijo el otro -replicó el tío Merlín. -Aquí va a ir de pillo a pillo. Puede usté decirle que traiga el reló, pero firmando un papel.

    -¡A ver, a ver!... -murmuraron sus convecinos, llenos de curiosidad.

    -Escriba usté, secretario -dijo a éste el alcalde; -que la cosa tiene que ver. Dite usté, tío Merlín.
    Éste, después de rascarse mucho la cabeza, colocó sobre el garrote sus dos manos, sobre ellas la puntiaguda barbilla, y con los ojos radiantes de malicia y de satisfacción, empezó a dictar al secretario lo que, entre un aluvión de carcajadas y después de cien enmiendas y al cabo de media hora, decía al pie de la letra:

    «Digo yo, don Fulano de Tal, que por mí y por todas las generaciones y herederos que pueden venir detrás de mí y por todos mis cuatro costados, he recibido del ayuntamiento de... el valor del reló de la torre de su iglesia, traído por mi conducto y a mis expensas.

    Ítem.-Que me comprometí a ponerle por mi cuenta en el juriaco que ocupa.

    Ítem.-Que señalo una cantidad de dos mil reales al año para gastos que el infrascrito reló preduzca, o arroje de si mesmo, o séase para su manutención y conservación.

    Ítem.-Que si algún día la torre se viene abajo, en mis días o en los de todas las generaciones y herederos que puedan venir detrás de mí y por todos los cuatro costados, yo y ellas nos comprometemos a hacer otra torre nueva u otra iglesia, si el ayuntamiento lo tuviere por conveniente.

    Ítem.-Yo y las dichas generaciones y herederos nos comprometemos a pagar todos los pleitos que por causa del reló resulten en el lugar, o en las inmediaciones, y a no hacer reclamación alguna al concejo de... por conceuto del reló ni otro alguno.

    Así lo quise; y, para que conste, lo firmo en... a tantos de julio, etc.»

    -Ahora, -añadió el tío Merlín-, que firme ese señor; después que vea por ónde nos mete mano.

    Y retozándole la risa en los labios, salió del concejo entre la algazara y los aplausos de sus convecinos.

    Aquel mismo día se presentó el alcalde con este documento al forastero, diciéndole, al entregársele, con tono y expresión de triunfo:

    -Aquí está mi contestación.

    El amigo de don Silvestre no pudo menos de reírse al leer tan peregrinas condiciones, a pesar de la sorpresa que le produjeron; después se indignó al considerar tan miserable suspicacia, y, por último, rompiendo en pedazos el papel y volviendo las espaldas al alcalde por toda contestación, acabó por compadecerse de aquellas pobres gentes que, por huir de un mal que nadie les hacía, desechaban el bien que las iba buscando.

    XI

    En estas y otras, la estación avanzaba y el melancólico otoño iba iniciándose a medida que morían las ilusiones del forastero. El aterciopelado verde de la campiña se había cambiado en otro más pálido y amarillento; segada y recogida la yerba de los prados y despuntados los maíces, las mieses habían perdido toda su lozana frondosidad; y su aspecto, aunque bastante más risueño que la primavera de Castilla, infundía cierta tristeza en el ánimo que le había contemplado dos meses antes. Los bosques se enrarecían también al menor contacto del furibundo viento Sur que ya estaba en plena campaña para secar las panojas y madurar las castañas; los pajarillos enmudecían poco a poco y volaban errantes e indecisos; las noches crecían y los días acortaban; la naturaleza toda anunciaba su letargo del invierno, y no se escuchaba otro sonido de su elocuente lenguaje que el de los secos despojos de su primavera, rodando en confuso torbellino a merced del viento que cada día soplaba más recio.

    No necesitaba el forastero tanto aparato para languidecer y enervarse, después de los desengaños padecidos hasta allí. Así es, que a la vista del cuadro que se le presentaba, no tenía otro deleite que pensar en su vuelta a la corte. Y como esto no le llenaba el ánimo completamente, se complacía en colocar a su lado, para contraste, todos los disgustos que debía a su expedición a la patria de los Seturas, con el fin de amar la primera a medida que fuese aborreciendo la segunda.

    -«Vamos a cuentas, -se decía una tarde, sentado enfrente de la ventana de su cuarto, y mirando cómo se ocultaba el sol detrás de una montaña, entre vivísimos resplandores. -Llevo en este pueblo tres meses; he gozado a mis anchas y con las ilusiones de un niño, es decir; he gozado cuanto es posible en esta vida de zozobras y de aprensiones, tres semanas. En cambio he padecido después un tabardillo, tres cólicos, trescientos sustos, treinta mil molestias por esos campos de Dios buscando la sombra y la poesía, sesenta y seis insomnios producidos por el perro, por los cencerros

    Y por los golpes oídos durante la noche, e innumerables disgustos en mi trato con el vecindario: y si cuento diez indigestiones, que me produjo la bazofia de esta bendita cocinera, una oftalmía a consecuencia del polvo del techo de mi alcoba, y doscientos rasguños de espinos en la piel (todo esto durante las tres semanas contadas de placer) no hay duda que la ganancia de mi expedición, vista por este lado, ha sido bien escasa. Veámosla por la parte económica, que es por lo que más se recomienda la vida del campo. Por no reventar con tanto y tan especial menjurje, he tenido que proveerme por mi cuenta de la ciudad; y como ésta está muy lejos, entre propios, carros y otras menudencias, lo que aquí he comido, muy mal sazonado, me cuesta triple que mi alimento ordinario y relativamente exquisito de Madrid. Mi equipaje está sucio y desgarrado.

    Se me dirá que de esto me tengo yo la culpa, pues he saltado portillos y corrido por los prados, y me he sentado en ellos... Pero, señores míos. ¿es posible que a otra cosa se pueda venir al campo? Sin contar lo que he dado en limosnas, pues esto bien empleado está, llevo gastado un dineral en propinas y en pagar, triple de lo que valían, regalos que estas gentes dieron en hacerme cuando corrió la voz de mi largueza. Total, incluso manutención, obra de la alcoba, etc, según el estado de mi bolsillo y cartera, cerca del doble de lo que, en igual tiempo, gasto en Madrid con carruajes y espectáculos.

    Veamos ahora mi expedición por la parte instructiva, por la del estudio, para el cual se receta siempre el campo. Perdidas mis ilusiones por la frívola poesía pastoril, solamente la idea de salir de aquí muy pronto era capaz de hacerme leer con paciencia mis libros instructivos. No comprendo que sin un confidente con quien consultar, o con la idea de no volver a ver más el mundo, haya un hombre capaz de encerrarse entre los bosques a desentrañar los misterios de la ciencia, cuando la ignorancia completa de ella es lo primero que se necesita para vivir a gusto entre estas cerriles criaturas, ser tan rústico como ellas, y circunscribir a las suyas las propias ambiciones. Y no se me diga que esta es cuestión de carácter, porque el mío es un modelo en docilidad y acomodamiento, soy un optimista extremoso, y así y todo me ha hastiado la naturaleza y me ha repugnado la humanidad inculta. Mi lectura, pues, con la esperanza de ver el mundo otra vez, no ha sido escasa, pero no provechosa; pues con incómoda habitación, malas digestiones y preocupado con las miserias de que he sido objeto, no he sacado tanto fruto aquí en dos meses como en un solo cuarto de hora en mi gabinete de estudio en Madrid.

    Por lo que hace a robustez, que es lo que en mí busca y dice que encuentra todos los días Silvestre desde que estoy en la aldea, si algo he aumentado en volumen, debe ser consecuencia de la corteza tostada que cubre mis manos y mi cara, y del no sé qué que se ha adherido a mis cabellos que, a pesar de mi esmero, se rebelan, y están cada día más rústicos y cerdosos... Decididamente me vuelvo a la corte... Pero, ¿y el hastío que me echó de ella? ¿Será otra ilusión, como la del campo, la inclinación que hoy siento hacia Madrid? Antes de salir de aquí voy a probar el último recurso; voy a vivir a lo Robinsón. Dialogaré con la naturaleza y huiré de todo ser humano en lo que sea posible.»

    Aquí llegaba el de la corte con sus meditaciones sin notar que el sol había apagado su último reflejo, y que, por ende, la noche había dejado su habitación envuelta en la más impenetrable oscuridad, cuando un ruido estrepitoso, sobre el techo de la alcoba, le hizo dar un salto en la silla y buscar en seguida, a tientas y acelerado, la puerta, pensando que se hundía el tejado solariego.

    -¡Silvestre! ¡Silvestre! -gritó al hallarse en la sala.

    -¿Qué demonios te ocurre, hombre? -contestó a poco rato el mayorazgo, apareciendo en escena con el candil en la mano.

    -¿Qué ruido es el que he sentido sobre mi cuarto?

    -¿A que te has asustado?... ¡Já, já, já, jaaaa!

    -¡Pues el lance es para reír!

    -Y ya se ve que sí. Como que no es otra cosa que un garrote de panojas de la otra cosecha que estoy poniendo encima de tu cuarto.

    -A buena hora te has acordado de hacerlo.

    -Como los criados han estado cogiendo todo el día en la mies, no se ha podido hacer hasta ahora.

    -Ya podías haber avisado antes, o dejar la operación para mañana.

    -En lo primero tienes razón, y dispénsame el olvido; en cuanto a lo segundo, como esta noche es la deshoja, no era cosa de que se mezclaran las dos cosechas.

    -¿Qué es eso de la deshoja?

    -¡Cómo! ¿No sabías que era esta noche? ¡Bruto de mí!... Vente conmigo.

    Y así diciendo, cogió a su amigo por un brazo, y le arrastró, o poco menos, hasta la cocina. En ella le enseñó al ama de llaves que estaba fregando una enorme caldera en la que iban a cocerse media fanega de castañas que estaban en un saco cerca del fogón.

    -Todo esto es para la gente, -dijo don Silvestre señalando las castañas y un enorme jarro de vino que estaba sobre el vasar.

    -¿Para qué gente? -te replicó su amigo cada vez más sorprendido.

    -Vente y lo verás, -repuso el mayorazgo saliendo de la cocina y llevando por delante a su amigo.

    Unos pasos antes de entrar en el estragal, o sea el corredor que conduce a la bodega desde el punto en que arranca la escalera del piso alto, una algarabía atronadora de carcajadas, cantares y chillidos llamó la atención del forastero; algarabía que cesó tan pronto como éste y don Silvestre llegaron a la puerta de la bodega. En ésta, iluminada por un roñoso farol colgado de un clavo en una pared, se veía una enorme pila de panojas recién traídas de la heredad, y a su alrededor, sentados en el suelo, un enjambre de mozas y mozos del lugar ocupados en deshojarlas, echándolas después una a una, pero con extraordinaria rapidez, en los garrotes, o grandes cestos, que estaban colocados delante de los deshojadores, a razón de uno de los primeros por cada seis de los segundos. Estos garrotes suelen tener una medida dada, y por el número de garrotes, o coloños, que van llenos al desván, calcula fácilmente el labrador el resultado de su cosecha.

    La deshoja es una operación que toma la solemnidad que hemos visto en casa de don Silvestre, en las de cuantos labradores cogen maíz para todo el año, pues con el objeto de que el grano empiece pronto a ventilarse, procura el cosechero despojarte cuanto antes de la hoja que le envuelve y le perjudica mucho, después que se retira de la heredad; y como la operación es muy pesada para poca gente, es ya costumbre que se reúna toda la que quiera del pueblo, sin más retribución que un maquilero de castañas cocidas y un vaso de vino o de aguardiente, y a veces una sola de las dos cosas, para deshojar una cosecha en una noche, o en dos a lo sumo.

    El silencio impuesto por la llegada de don Silvestre y su amigo, volvió a alterarse en breve, en cuanto el último, siempre propenso a gozar con tales cuadros, se mostró muy satisfecho en medio de la concurrencia, y le dirigió algunas palabras en son de broma. Fraccionóse, pues, el círculo en secciones; y en una se contaba el cuento de Juan del Oso, en la otra se criticaba, en ésta se cantaba y en aquella se hablaba de la cosecha, sin que faltasen manotazos o coscorrones por aquí y por allá, pues aquellos mozos también eran de carne y hueso, y no siempre, buscando una panoja oculta entre las hojas apiladas, topaban con ella al momento y sin tropezar antes con tal cual pantorrilla extraviada, cuya dueña, aunque con la risa en los labios, protestaba con el puño cerrado contra la equivocación.
    Hacía un rato que la deshoja estaba en plena efervescencia, cuando una voz gritó: «¡la mona!;» y esto bastó para que las mujeres se alborotaran y chillasen, y para que los hombres se pusiesen en actitud de defensa.

    El forastero, pensando que se trataba del cuadrumano de aquel nombre, miraba a todas partes con ávida curiosidad, en tanto reía a sus anchas el bonachón de don Silvestre, quien al cabo explicó a su amigo lo que aquella voz significaba. -Llámase mona a una gran bolsa o protuberancia que sale a algunos maíces en el tallo, y que después de seca se convierte en un depósito de polvo negro y pegajoso; bolsa que suelen guardar cuidadosamente los aldeanos al coger el maíz, para untar con ella en la deshoja la cara del más cercano, cuando más descuidado esté.

    Prodújose la alarma de costumbre; pero la mona no pareció por ninguna parte. Un mocetón, colorado y mofletudo, que no pudo ver con calma a un rústico Tenorio (pues también los hay en el campo) charlando más de lo regular con una moza a quien él galanteaba, era el que había gritado con la intención de interrumpir el amoroso coloquio, ya que no había podido conseguirlo de otra manera, por hallarse colocado muy lejos de la amartelada pareja.

    -¡Diez y tarja! -cantó la voz de un hombre que, llegando a la puerta de la bodega, cruzó con una raya de yeso otras nueve paralelas, hechas una a una a cada coloño que se subía al desván.

    Chocó al forastero que el décimo, en lugar de seguir el camino de los anteriores, cayese en un rincón de la bodega, que se había aseado antes con el mayor esmero; y preguntando a don Silvestre, supo que aquel garrote de panojas, tal vez el más repleto de todos y el de las más gordas, era el primero del diezmo que pagaba a la Iglesia de Dios. Por aquel tiempo andaba aún la cosa pública... a la moda de entonces, y de nada se extrañó el forastero, sino del cuidado y escrupulosidad con que don Silvestre cumplía el mandato número cinco de los de la Iglesia. Y aún hacía más el mayorazgo: junto a la pila de panojas formada con los coloños del diezmo, había otras varias más pequeñas, hechas a costa de las nueve partes que a él le quedaban libres; porque de cada coloño que subía al desván, dejaba tres panojas para las ánimas del purgatorio; dos para alumbrar a San Antonio, patrono del ganado; seis para San Roque, abogado de la peste; seis para San Pedro, patrono del lugar, y otras seis para los pobres del vecindario que careciesen de semilla en la época de siembra. ¡Y todavía don Silvestre daba gracias a Dios por lo mucho que le quedaba!-«¡Desgañitaos, hombres de la ciencia, para ilustrar a la humanidad; afanaos en perfeccionarla para hacerla más feliz a costa de lágrimas y sudores; pero estudiad a este hombre, y tomad en cuenta la tranquilidad de su espíritu!»

    Así exclamaba, para sus adentros, el forastero al contemplar la fe y el placer con que su amigo cumplía los preceptos que se le imponían, y las exigencias de la caridad que guardaba siempre en su sencillo corazón.

    Ya comenzaba a gozar un poco el de Madrid entre los episodios de la deshoja, y una prueba de ello es que permaneció observándolo todo, sentado sobre un arcón viejo, hasta que muy avanzada la noche se presentaron los criados de don Silvestre a la puerta de la bodega, llevando con mucho pulso, entre los dos, una caldera llena de castañas, e inmediatamente detrás el ama de llaves con el jarro del vino, un vaso para escanciarse y otro jarro más pequeño para repartir las castañas. A la vista de todos estos objetos la deshoja se alborotó, y a merced de la efervescencia pudo un colindante untar a su placer con una mona la cara del celoso y rechoncho mocetón que había gritado antes, de mentirillas. El sorprendido y cerril amante, que entre las carcajadas de la gente no veía «más que con sus celos y al través del ignominioso tinte de su cara, en lugar de echar al garrote la panoja que tenía entre las manos, la arrojó furioso hacia su rival; pero éste tenía la cabeza más dura que la panoja, y habiéndola recibido cerca del occipital, resbalando sobre él el proyectil fue a parar a las narices del forastero, que estaba sentado un poco más atrás y en la misma dirección. Y gracias a la penosa sensación que en todos produjo la carambola, no hubo un lance entre los dos jabalíes rivales, que se quedaron pasmados al ver sangrar por las narices al buen señor, y al oírle decir, mientras salía de la bodega acompañado de don Silvestre y de su ama, que bufaban de rabia:

    -Esto debí yo haberlo previsto; pues a quien entre bestias anda, tales caricias le esperan.

    XII

    Curado en pocos días de las consecuencias del panojazo, juró solemnemente huir de todo contacto con tales gentes; y al efecto se proveyó de caña y escopeta para explotar, en los ramos de pesca y caza, aquellas regiones donde tantos disgustos iba pasando mientras buscaba la realidad de sus mejores ilusiones. Pero siendo tan infecundos en pesca el río y los regatos del país como en ninfas y Salicios y Nemorosos sus campiñas, abandonó la caña a los pocos días de dedicarse a ella, pues no compensaban dos anguilas y tres docenas de pececillos que pescó durante la temporada, todos los constipados y mojaduras que cogió sentado a la orilla del río, unas veces al sol y otras al agua.

    Abandonada la caña, se dedicó a la escopeta; y ya que la caza no fuera muy abundante, por lo menos el ejercicio corporal que hacía corriendo tras de las miruellas, le proporcionaba buen sueño y más que regular apetito.

    En esto había pasado un mes desde el panojazo. La naturaleza lánguida y enclenque entonces, iba quedándose, como si dijéramos, en cueros vivos; las brisas eran más frescas, y en lugar del sonido armónico y majestuoso que formaban perdidas entre el follaje de junio, gemían lastimeras al chocar contra los escuetos miembros de los árboles; lloraban fatídicas, como si fueran la voz de la naturaleza que lamentara la pérdida de sus risueñas galas. El suelo se humedecía cada vez más, porque el sol no tenía fuerza bastante para enjugarle después de los chubascos, cada día más fuertes y más frecuentes; las noches eran eternas, y sólo un sueño como los que últimamente dormía el de Madrid, era capaz de hacérselas pasar medio a gusto entre los silbidos del vendaval que penetraba fino y cortante por cada rendija de las innumerables que tenían las puertas exteriores del solariego palomar; las lumbradas que hacía el ama en la cocina solamente las soportaban ella y don Silvestre, acostumbrados a su calor desde la infancia: el forastero se abrasaba acercándose al fuego, y retirándose de él se le helaban las espaldas con el gris que corría en aquel inmenso páramo. En cuanto a la poesía del chisporroteo de los tizones y del hervir de los pucheros, así la encontró como la que había buscado entre los jarales. Roncaba el ama de llaves, roncaba don Silvestre, roncaban los criados y el gato y el perro; silbaba el viento, bramaba la cellisca contra las inseguras ventanas, y más que visión placentera, parecía aquel cuadro escena de conjuro, o ensueño de calenturiento.

    ¡Entonces sí que pensó en su gabinete de Madrid y en los salones del mundo y en el teatro de la ópera!...

    -¡Qué será un invierno pasado así, Dios mio! -se decía una noche mientras se acostaba en busca del sueño, único amparo que hallaba en medio del aburrimiento que empezaba a perseguirle.

    XIII

    Fatigado de saltar setos y regatos y de trepar sobre cerros y colinas, tornaba hacia su casa una mañana el huésped de don Silvestre, con la escopeta al hombro y sin haber podido matar más que dos gorriones y una calandria.

    Ya columbraba la ventana de la cocina solariega y hasta llegaban a sus narices los aromas de los guisotes del ama de gobierno, cuando distinguió una miruella sobre la rama más alta de una higuera.

    Agazapóse el cazador todo lo que pudo, deslizóse de mato en mato y de bardal en bardal, como una culebra, para no ser visto ni sentido del animalito, cuya vigilancia es proverbial en el país, apuntóle con la escopeta cuando le tuvo a tiro y a su gusto, y...

    Pero expliquemos la situación del cazador, por si los pormenores del suceso nos fueren más tarde de alguna utilidad.

    Apuntando el madrileño a la miruella, tenía a cuatro pasos, a la espalda, un huerto contiguo a una pequeña casa, y cerrado en todo su perímetro por una pared seca, es decir, una pared transparente, de piedras sobrepuestas medio a la casualidad, paredes que suelen durar eternidades, porque la consistencia que les falta de nuevas se la da bien pronto la hiedra que junto a ellas nace, y penetra, entretejiéndose, por todos los intersticios. La pared del huerto que tenía a su espalda el cazador comenzaba ya a consolidarse: sólo un tramo de dos varas estaba sin revestirse de las verdes ligaduras, y sostenido por un prodigio de equilibrio.

    Por lo que hace a la casa, estaba cerrada herméticamente; y en toda la extensión que alcanzaba la vista no se distinguían más seres vivientes que el cazador, la miruella y un hombre que cerca de la casa esparcía toperas en un prado, y acechaba de cuando en cuando las operaciones del topo, a cuya caza andaba. Este hombre, a quien el de Madrid no veía, era el tío Merlín.

    Hecha, pues, la puntería a placer del cazador (como que apoyaba la extremidad del cañón de la escopeta en una rama), disparó sobre el pajarraco, y éste cayó, como una masa inerte, rebotando de quima en quima. Pero al pie del árbol había un bardal bastante espeso, y en este bardal cayó la miruella.-Cerca de un cuarto de hora invirtió en buscarla el pacientísimo cazador, que al fin la encontró; pero no sin desgarrarse las manos con las punzantes zarzas.

    Con su presa en el morral, salió otra vez al camino que antes llevaba; y echándose la escopeta al hombro, marchó a largos pasos hacia su casa, pues ya había oído tocar a medio día y no le gustaba hacer esperar a don Silvestre que, de fijo, estaría arrimando las sillas a la mesa.

    Cerca ya de la portalada del mayorazgo, oyó un estrepitoso ruido. Volvióse hacia el sitio de donde éste partía, y vio que se había caído la parte flaca de la pared del huerto antes citado.

    Corno el suceso tenía muy poco de particular, no le llamó la atención; lo extraño para él era que semejantes muros resistieran un día en posición vertical.

    En esta inteligencia, siguió su camino y llegó a casa del mayorazgo, a quien encontró esperándole para comer.

    En los postres estaban, cuando un criado apareció en escena, anunciando a un hombre que deseaba hablar con «el señor».

    -Que pase adelante, -dijo éste, siempre dispuesto a complacer a todo el mundo.

    Un momento después penetró en la sala, pisando tímidamente, un aldeano de madura edad, con la chaqueta al hombro, barba de quince días, y dando vueltas en las manos a un mugriento sombrero que solamente cesaba de girar cuando el aldeano sacaba una de ellas de la arrugada copa para retirar hacia atrás las ásperas y encanecidas greñas que le caían sobre los ojos.

    -Tengan ustedes buenas tardes.

    -Muy buenas las tenga usted; y díganos en qué puedo serle útil.

    El recién venido titubeaba.

    Al cabo de un rato bien largo de toser, cambiar de punto de apoyo, manosear el sombrero y luchar con sus greñas, comenzó así el aldeano:

    -Pues, señor, yo soy, pa lo que usté mande, Cleto Rejones, y vivo aquí, a la esquierda, cancia la juenti, como el que tira a la mies del Jalecho, en una casa sola que usté habrá visto al ir a cazar esta mañana... que tiene un higar delante...

    -La del suceso que me has contado, -añadió don Silvestre, dirigiéndose a su amigo.

    -Adelante, -contestó éste, más interesado ya en saber el objeto de la visita.

    -Pues, señor, resulta de que yo, a la vera de la casa, tengo un güerto de carro y medio de tierra, que, en buen hora lo diga, es una alhaja pa el dicho de coger patatas y posarmos pa el avío de la casa... como que el viudo del Cueto me daba por él un prao de cinco carros y un rodal viejo, y no se le quise cambiar... ¡Que me muera de repente si es mentira!

    -Si nadie lo pone en duda, hombre de Dios, -repuso, riéndose, el de Madrid-. Pero vamos a ver lo que usted desea.

    -A eso voy de contao... Resulta de que yo, como decía, tengo un güerto de carro y medio de tierra a la vera de la casa, y de que ese güerto tiene una paré que le cierra sobre sí. Resulta de que esta paré se vino a tierra esta mañana, por la parte de la calleja.

    -De lo que doy fe, porque lo vi... Adelante...,

    -Resulta de que, al caer la paré, quedó un juriaco abierto.

    -Claro está.

    -Y por ese juriaco entraron después, con perdón de usté, dos de la vista baja.

    -Adelante.

    -Y estos dos de la vista baja, con perdón de usté, me jocaron el güerto, me comieron las patatas, me tronzaron los posarmos y me desbarataron dos semilleros de cebollas...

    -Hombre, ¡qué lástima! -exclamó, verdaderamente condolido, el noble forastero.

    -Como usté lo oye, señor: crea usté que para mí ha sido hoy un día desgraciao.

    Y el bueno del aldeano, al decir esto, menudeaba más y más los giros de su sombrero, y bregaba, hasta sudar, con los mechones de su áspera cabellera.

    El huésped de don Silvestre, creyendo que las pretensiones del aldeano se reducían a pedirle alguna cantidad para reparar la avería, dispúsose desde luego a dársela bien cumplida; pero no quiso hacerlo sin que el aldeano se insinuase de alguna manera, temiendo herir su delicadeza.

    -Y ¿qué es lo que usted pretende de mí? -repuso con intención.

    -Señor, -contestó el aldeano- yo quisiera que se nombrase una persona que fuera a reconocer el daño, y que le tasara.

    -No está mal pensado... Pero, ¿contra quién va usted a reclamar?

    -De modo y manera es que... la paré bien tiesa se estaba...

    -Sí... hasta que se cayó.

    -De modo es que, si no la hubieran aboticao.

    -Luego, ¿se sabe quién la tiró?...

    -Paece ser que hubo testigos...

    -Pero, en fin, ¿qué es lo que yo puedo hacer en esta cuestión?

    -Pos na, si le paece...

    -¡Explíquese usted de una vez, santo varón!

    El aldeano bajó la cabeza, volvió a cambiar de postura, y sin cesar de mirar al sombrero, continuó, al cabo de un rato y tartamudeando:

    -Yo señor; pa decirlo de una vez... porque ello es justo, ¡canario! justo como la ley de Dios, vengo a que usté me pague, o a que nombre por su cuenta el tasador.

    El forastero dio un salto en la silla.

    -¡Qué le pague yo a usted!... ¿Pues acaso tengo yo la culpa del suceso!

    -Ahí está la jaba... Yo no digo que usté lo hiciera de mal aquel; pero la paré estaba flojilla, y con una perdigoná sobraba pa echarla abajo.

    -¿Pero usted habla de veras?... ¿Usted es capaz de sostener que yo derribé la pared?

    -Yo no lo vi, no señor; pero una presona que estaba cerca cuando usté mató la miruella, me lo ha asegurao...

    -¡Esto es inaudito, Silvestre, y voy a hacer un escarmiento con esta canalla!... Figúrate que al matar el pájaro estaba yo de espaldas a la pared...

    -Pero a eso, -interrumpió el aldeano-, dice la presona que con el rustrío de la escopeta...

    -Qué rustrío ni qué... ¡Imbéciles!... Y aunque tamaño absurdo fuera atendible, ¿de qué serviría cuando la pared cayó un cuarto de hora después que sonó el tiro?...

    -¿Pero tú haces caso de esas socaliñas? -dijo don Silvestre, hasta entonces mudo espectador. -A esta gente es preciso conocerla. ¿A que anda el tío Merlín en el ajo?

    -Justamente, -contestó el pobre hombre.

    -Me lo temí; ¡es el enredador de más malas entrañas!... Quítate de delante, canalla, o te arrimo un botellazo que te rompa las muelas. ¿Cómo te atreves a acercarte a una persona decente con esas tretas de tan mala ley?...

    -Yo no tengo la culpa, -contestó tímidamente el aldeano, haciendo un cuarto de conversión hacia la puerta... -Yo soy un probe... ¡muy probe! señor don Silvestre; tengo un güerto que me da para ayudar la vida, cáese la paré, entran por ella los animales, destrózanme la probeza que había en él, dícenme: «Fulano tiene la culpa;» y... ¡qué menos he de hacer que pedir lo que en ley se me debe!... Pero, -añadió, enternecido, dirigiéndose a la puerta, -dicen ustedes que me he equivocao, y yo lo creo... Perdonar la falta... Y queden ustedes con Dios...

    -Tiene razón el buen hombre, -exclamó a poco rato el bonachón madrileño.-El infeliz no tendrá, tal vez, comida para mañana; y de él no ha salido la idea de hacerme reo de semejante delito... Llámale, Silvestre, que voy a gratificarle...

    -No te apures, hombre de Dios; yo los conozco mejor que tú... Y no son tan suaves como aparentan.

    De todas maneras, el aldeano había desaparecido, y los buenos deseos del madrileño quedaron sin realizar; pero don Silvestre tuvo que aceptar de su amigo una moneda de oro para entregársela al pobre labrador lo más pronto posible.

    Cuando al día siguiente se despertó el madrileño, su primer recuerdo fue para el aldeano; y, en su consecuencia, la primera pregunta a su amigo, en estos términos:

    -¿Le entregaron el dinero?

    -No, -contestó el mayorazgo...

    -Caramba, lo siento mucho...

    -Bah... no te apures... y, por de pronto, lee este papelito que me ha entregado para ti el alguacil del concejo.

    Tomó el huésped, lleno de sorpresa, el papel, y leyó en voz alta lo siguiente:

    «Alcaldía costitucional de...

    Por la presente, y a estancia del vecino Cleto Rejones, se cita a juicio verbal para mañana a las tres de la tarde, en la casaconcejo, al señor don Fulano de Tal, sobre pago de desprefeuto de ojeutos naturales, esistentes en una propiedad lindante al vendaval con su casa, y cerrada sobre sí a paré seca, y de cuyos ojeutos alimentivos está dicho Cleto Rejones acaeciendo.-El Alcalde costitucional, Trebucio Canales del Garojo.»

    XIV

    Si el lector desea conocer el fin de este peregrino incidente, que hubo de costar la salud al desencantado madrileño, háganos el obsequio de acompañarnos al mismo edificio dentro del cual se debatió la cuestión de aceptar o no el reló consabido.

    Pero en lugar de quedarnos en el ancho salón donde el pueblo se reunió entonces, y que a la vez sirve de escuela pública de primeras letras, vamos a subir por una angosta escalerilla abierta en un ángulo de la pared opuesta a la puerta principal. Como son las tres de la tarde, y ésta de un día de trabajo, tenemos que encontrarnos, al atravesar el citado salón, con dos largas filas de muchachos sentados ante un doble atril, sobre el que unos escriben y repasan otros la lección que han de dar más tarde en la mesa presidencial que ocupa el maestro, cuya diestra no suelta la tremenda palmeta de cinco agujeros.

    No bien asomamos las narices a la puerta, calla el discordante y atronador coro que forman los granujas lectores, quítase el maestro las gafas, pónese de pie, hacen lo propio sus discípulos, y todos a la vez, hincando una rodilla en tierra, exclaman a grandes voces: -¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar!

    Repuesto el indulgente lector de la sorpresa que le habrá causado tan extraña salutación, llegamos a la escalerilla, cuya puerta nos abre, entre mil reverencias, el sanguinario pedagogo; subimos media docena de toscos escalones, y entramos al fin en una pequeña sala donde nos hallamos al conocido alcalde de los largos colmillos, sentado ante la única mesa que allí hay, y a su derecha, pero de pie y a respetuosa distancia, al alguacil del concejo. En un banco cercano están sentados Cleto Rejones y el tío Merlín, con su habitual expresión de travesura. De pie y retratadas en su semblante la indignación y la repugnancia que la escena le produce, el madrileño, junto a su fiel amigo don Silvestre, que participa, por simpatía, de la situación moral del primero.

    Oigamos lo que allí pasa.

    EL ALCALDE.- Supuesto que ya estamos reunidos, vamos a dar principio al juicio. (Al alguacil.) Llama al señor Maestro. (Vase el alguacil y sube a poco rato acompañado del Maestro, que se coloca en supuesto de secretario.) Hable, pues, Cleto Rejones, y diga, exponga, relate y cuente lo que pide, quiere o solecita del señor demandado aquí presente. Pero primeramente, ¿Cleto Rejones trae su hombre bueno?

    EL TÍO MERLÍN.- (Inclinándose respetuosamente.) Para servir a Dios y a ustedes.

    ALCALDE.- Por muchos años. -En cuanto a este caballero, ya veo que le acompaña don Silvestre... Conque, adelante. Y digo: exponga Cleto Rejones...

    CLETO.- Tocante a eso, digo, señor alcalde...

    ALCALDE.- Calle usté el pico.

    CLETO.- De modo que como usté me manda...

    ALCALDE.- Mando, sí; pero en acabando yo de hablar. Exponga Cleto Rejones su particular.

    CLETO.- ¿Hablo?

    ALCALDE.- ¡Bárbaro! ¿Pues no me oyes?...

    CLETO.- De modo que como usté me dijo...

    ALCALDE.- ¿Cantas... o te condeno?

    CLETO.- Pos canto y digo. -Yo tengo, en primeramente, un güerto cerrado sobre sí y a paré seca. Resulta de que esta paré del güerto que yo tengo, se vino abajo por un lado, quedó un juriaco abierto, y entraron por él dos de la vista baja, con perdón de ustedes. Resulta de que estos animales jocáronme el güerto y me asolaron la probeza que en él tenía... Y resulta de que pido y reclamo que se me reconozca el daño y se me pague.

    ALCALDE.- Pues es muy justo que se te pague, porque la paré no debió haberse caído. (Mirando de reojo al madrileño.) Y al menos que denguno la haiga aboticao...

    CLETO.- Eso mesmo creo yo. (Mirando con timidez al TÍO MERLÍN.) Paece ser que hay testigos de como la paré no cayó de por sí sola.

    ALCALDE.- Eso es lo que se necesita... ¿Y qué dice a esto el demandado?

    DEMANDADO.- Que esa demanda envuelve la falsedad más indigna; que estoy resuelto a negarme a la infame exigencia del demandante, y a hacer todo lo posible por enviar a un presidio a los autores de esa impostura.

    ALCALDE.- Será según y conforme. Por de pronto, hay testigos contra usté.

    DEMANDADO.- Serán comprados.

    ALCALDE.- (A CLETO.) ¿Cuales son tus testigos?

    CLETO.- (Señalando al tío MERLÍN.) El señor.

    ALCALDE.- Pues con usté va esta música.

    MERLÍN.- Protesto.

    ALCALDE.- Eso es palique... Canta lo que sepas, y a jurar en seguida. -Pero usté, ¿qué pruebas trae contra Cleto Rejones?

    DEMANDADO.- Mi palabra de caballero, mi conciencia y algunas razones de sentido común.

    ALCALDE.- No es mucho que digamos. La ley quiere más.

    MERLÍN.- Por de pronto, la paré estábase derecha. El señor disparó su escopeta cerca de ella, y la paré cayó en seguida. No habiendo pasado nadie más que el señor en toda la mañana por aquel sitio, ¿quién si no el señor tiene la culpa?

    DEMANDADO.- ¿Y esos son todos los argumentos que usted presenta contra mí?

    MERLÍN.- ¿Y le parece a usté poco?

    DON SILVESTRE.- Tío Merlín, usted es un tunante; ¡y si no fuera por sus canas!...

    MERLÍN.- Señor de Seturas, usté me falta. -No hay en el pueblo naide que se atreva a dudar de mis palabras.

    DON SILVESTRE.- Tampoco ha habido nadie que haya querido romperle el alma, y por eso tiene usted embrollado y revuelto al vecindario.

    MERLÍN.- (Furioso) Que coste, señor alcalde... Y que se apunte todo pa el día de mañana que yo tome cuentas.

    DEMANDADO.- Dé usted antes las que le piden, y no olvide que estoy resuelto a todo, incluso a enviar a los dos a un presidio.

    CLETO.- Yo pido lo que es mío, porque me han dicho que se me debe.

    DEMANDADO.- Usted es un pobre hombre; pero antes que dejarse seducir por un malvado, debiera oír los consejos de los hombres de bien.

    MERLÍN.- Yo soy tan honrao como usté y la...

    ALCALDE.- ¡Silencio!

    MERLÍN.- No me da la gana.

    ALCALDE.- ¡Tío Merlín! que tengo malas pulgas, y conmigo no se juega.

    MERLÍN.- Que no me atienten la paciencia.

    SECRETARIO.- Usté se ha extralimitado, señor de Merlín.

    MERLÍN.- ¿Y quién le da a usté vela pa este entierro?

    ALCALDE.- ¡Canario! que haya orden, o hago una barbaridad.

    MERLÍN.- Yo estoy aquí de hombre bueno, y puedo hablar lo que me dé la gana.

    SECRETARIO.- Cuando a usted le toque, y en sentido pacífico...

    MERLÍN.- Que le digo a usté que se mete en camisa de once varas.

    SECRETARIO.- Y yo repito que usted se extralimita.

    ALCALDE.- ¡Orden!... ¡que lo mando yo! (Haciendo la señal de la cruz.) ¿Es usté (Al TÍO MERLÍN.) capaz de jurar por esta cruz que el señor demandado derribó la paré de Cleto Rejones?

    MERLÍN.- Señor alcalde, yo soy capaz de eso y de mucho más, porque cuando al hombre le asiste la justicia...

    ALCALDE.- ¿Jura usté? ¡Sí, o no!

    MERLÍN.- Primeramente, como hombre bueno que soy de Cleto Rejones, propongo que se arreglen las dos partes. A mí no me gusta hacer daño a naide cuando la cosa se puede rematar amistosamente.

    DEMANDADO.- No hay arreglo que valga; antes al contrario, estoy resuelto a pedir que se escriba el juicio, y a acudir con mi causa adonde haya lugar.

    ALCALDE.- ¿Qué dice a esto el señor don Silvestre?

    DON SILVESTRE.- Que se me está acabando la paciencia, y temo que voy a echar por la ventana a ese bribón.

    MERLÍN.- Que coste ese nuevo ultraje.

    ALCALDE.- (A MERLÍN.) Jura usté? ¡Sí, o no!

    MERLÍN.- Que no se me falte, eso es lo que digo.

    ALCALDE.- (Al secretario) Prepárese usté a escribir. (A MERLÍN.) Por tercera vez, ¿jura usté?... ¡Sí, o no!

    MERLÍN.- ¡A mí se me ha faltao!

    CLETO.- ¡Yo quiero lo que es mío!

    DON SILVESTRE.- Por eso te vas a llevar un par de guantadas.

    CLETO.- ¿Lo oye usté, señor alcalde?

    ALCALDE.- (Dictando a gritos.) Visto, que el demandante Cleto Rejones no sabe una palabra sobre el derrumbe de la paré de su huerto:

    Visto, que el único testigo que presenta del caso sabe tanto como el Cleto Rejones...

    MERLÍN.- Pido la palabra.

    ALCALDE.- ¡Silencio!

    MERLÍN.- (A gritos) ¡Yo quiero hablar!

    ALCALDE.- Visto, que, sobre ser el testigo de mala ley, se permite faltar a la Justicia con palabras subversivas...

    MERLÍN.- (Gritando) ¡Yo no falto a naide! ¡eso es una impostura!

    ALCALDE.- ¡Al orden!... Y considerando las facultades que me asisten, y asimismo la caballerosidad del demandado y sus buenos antecedentes,

    Condeno-a Cleto Rejones a quedarse con la paré derribada, si él no la quiere levantar por su cuenta, y a pagar las costas del juicio, como son:

    Una peseta de papel:
    Dos reales para el secretario,
    Y doce cuartos para el alguacil.

    Ítem-Al testigo Andrés del Jaral, por mal nombre tío Merlín, a la multa de dos celemines de maíz para las ánimas, y media azumbre de blanco para los enfermos del lugar, por insubordinación y faltas de mayor calibre al alcalde y demás personas presentes al juicio celebrado el día tantos de tal mes, a las tres de la tarde. (A CLETO y MERLÍN.) Y esto no vos lo levanta ni la caridad.

    CLETO.- Señor alcalde, yo soy inocente. El señor tiene la culpa de que yo citara a juicio a mi contrario. Yo soy un probe... y ya me había conformado con las razones que el señor me dio en su casa.

    MERLÍN.- ¡Hola, tunante! ¿con que me echas la culpa? Señor alcalde...

    ALCALDE.- ¡Silencio, digo!... (Al demandado.) Está usted servido, caballero.

    CLETO.- (Al demandado.) Señor... por la Virgen santísima, no me tome enquina; que me habían dicho que, en josticia, me debía usté levantar la paré y pagarme los daños del güerto.

    DEMANDADO.- Lo sé, y de mí no tema usted nada, mucho menos ahora que el señor alcalde ha sabido administrar recta justicia. Y en prueba de que ningún rencor guardo hacia usted.. ahí va por los daños del huerto (Dándole unas monedas.) ; y yo me encargo de pagar las costas y hasta la multa del señor, que harto castigo es para él su conciencia, si algún día la siente, y el pesar del daño que con su funesta oficiosidad ocasiona a sus convecinos.

    CLETO.- (Llorando de agradecimiento.) ¡Ah, señor, Dios le bendiga por donde quiera que vaya!

    ALCALDE.- ¡Bien, canario!... Vengan esos cinco, que también a mí me gustan los hombres de corazón (Apretando la mano del demandado.). Ya veis, canallas (A los contrarios.), la diferencia que va de vusotros a este caballero, que es presona decente.

    DON SILVESTRE.- (A su amigo.) Vales un Perú... Pero vámonos a casa, porque temo que me voy a ir encima de ese enredador...

    ALCALDE.- Se da por terminado el juicio. (Saludando a todos.) A la paz de Dios, señores.
    Y ahora, lector, volvemos a bajar la escalerita, llegamos al salón de la escuela, y... ¡válgame Dios, qué cisco han revuelto aquellos motilones! En cuanto el maestro subió al otro piso, el centenar de chiquillos comenzó a rebullirse, primero con cautela por si el pedagogo les jugaba, como de costumbre, alguna emboscada, y después con un estrépito y una confusión tales, que el vigilante nombrado por el maestro, y con omnímodas atribuciones, por cierto, viendo su autoridad atropellada, hubiera acudido en queja «al señor maestro» si se hubiera atrevido a penetrar en el sancta sanctorum de las casas consistoriales. Pero a falta de este recurso, apeló a un zurriago que para los grandes lances estaba colgado en la pared, detrás de la mesa, y se fue con él encima del primer grupo de amotinados que jugaban a la pelota y habían derribado ya con ella el tintero magistral. Entre aquellos angelitos no se sabe lo que es broma; y prueba de ello, que si tremendos fueron los zurriagazos que el vigilante sacudió en las nalgas de sus insubordinados condiscípulos, no fueron más flojas las guantadas que éstos le atizaron en las mismísimas narices. Pero como el abofeteado tenía amigos en la escuela, al ver la bandera encarnada, echáronse sobre los agresores y se armó la gorda.

    Eso explica, lector, ese cuadro, verdadero campo de Agramante, que has visto al asomar al gran salón: por eso gimen unos, brincan otros, vocean todos, y se cruzan por el aire libros, plumas, almadreñas y tinteros. Con que, aprovechando el momento de paz que nuestra presencia impone entre los combatientes, salgamos a la calle antes que baje el maestro y tengamos que presenciar una verdadera carnicería; porque en cuanto él vea lo que está pasando en la escuela, siguiendo la costumbre de otras veces, no deja cara donde no señale sus dedos, ni nalgas sin cruzar, a telón corrido, con el inexorable zurriago, ni orejas sin estirar medio palmo, ni manos que no recorra zumbando su palmeta, untada exprofeso con ajo crudo. ¡Ira de Dios, la que se va a armar!

    Vámonos, pues, a ver lo que sucede en casa de don Silvestre Seturas.

    No bien llegaron a ella los dos amigos, cuando el de Madrid, arrojando sobre una silla su sombrero, y dejándose caer sentado en la inmediata, dijo, entre desalentado y furibundo:

    -¡No puedo más, amigo mío! Esta reciente escena acabó con mi paciencia y con la última de mis pueriles ilusiones. Desde mañana empezaré a ocuparme en los preparativos de mi vuelta a la corte.

    -¡Cómo! -exclamó apesadumbrado don Silvestre-. Serás capaz de marcharte.

    -Y lo más pronto que me sea posible. Ya sabes cuáles eran mis ilusiones al llegar a tu casa; ya viste hasta qué punto me aproveché de ellas, y también te son notorios los esfuerzos que he hecho por conjurar los tristes efectos de mi desengaño. No dudarás, pues, de lo invencible de mi última resolución, que me aflije, te lo juro, al considerar que tengo que dejarte, noble amigo, ya que tú, por idénticos motivos, no quieres seguirme a Madrid.

    Viviendo en medio de tus paisanos, llegué a detestar su trato, porque su ruda sencillez hería con frecuencia mi formalidad. Con mis títulos de hombre civilizado, fui muchas veces objeto de risas y chacota entre los mismos que tan lejos están de mis luces y de mi educación; y salvas las distancias, sucedíame lo que al poeta de las incultas regiones del Ponto-Euxino. Como él exclamé en mis adentros, más de dos veces:

    Bárbarus hic ego sum, quia non intelligor ulli.

    Porque entre estos seres incultos, el más bárbaro parezco yo, que no puedo hacerme comprender de nadie, al paso que soy víctima de las miserias de todos.

    Huyendo de los inconvenientes de su trato, me aislé en tu casa y busqué la soledad fuera de ella: ya has visto lo poco que adelanté con esta medida. Las ruines cavilaciones de tus convecinos me han perseguido hasta en mis solitarias meditaciones. Y todavía diera de buena gana estas molestias, si los ratos en que me veo libre de las asechanzas de ese espíritu villano, pudiera consagrarlos al completo olvido de mí mismo, o al cultivo de mi inteligencia y a la adquisición de nuevos conocimientos con el estudio; pero lejos de ello, ese tiempo no me alcanza para precaverme contra unos y vencer el despecho que me producen los actos de los otros; porque el maldito amor propio se rebela lo mismo en estas pequeñeces que en otros asuntos de mayor importancia. Y esto es lo sensible, Silvestre: el día en que tome con tanto calor como estos ignorantes causas de tan mezquina condición como la que acabo de ganar, he de ser tan villano como ellos, sin que me sirva de nada la experiencia que debo a mi azaroso trato con la gente culta. Que he de contagiarme de estos miasmas, no tiene duda, y apelo a la reciente escena: evitemos la ocasión del peligro, cuyo solo recuerdo me estremece.

    Y no quiero decir que estos aldeanos sean de peor condición que los de otros países, no señor; tus convecinos son, tal vez, mejores que todos los demás campesinos de la península, por más de un motivo; pero al fin son aldeanos, y basta.

    Tú que has recibido cierta educación, y que, por tu independencia y trato con algunas personas ilustradas, distas mucho de esta canalla, comprenderás lo que digo; y sírvate de prueba la guerra perpetua en que estás con el vecindario.

    Si dentro de este elemento caben paz y poesía, venga Dios y véalo.

    Sin embargo, tú, nacido en esta libertad, bajo esta atmósfera, y aclimatado a estas luchas, no puedes soportar el ruido del mundo: dentro de él te desorientas, te marcas. Yo me asfixio entre esta humanidad resabiada, que es dócil para dejarse perder por un ignorante maligno, e indómita cuando la hablan los consejos del saber y de la sana razón.

    Cada uno necesita para vivir el elemento que le ha formado; el hombre culto, la civilización; el salvaje, la naturaleza. SUUM CUIQUE, Silvestre, como decía nuestro dómine cuando daba un vale a algún discípulo aplicado, mientras desencuadernaba las costillas a zurriagazos a otros veinte holgazanes.

    En fin, amigo mío, haciéndome justicia con tus propias palabras, en el mundo estoy como el pez en el agua. Conque a Madrid me vuelvo.

    XV

    Algunos meses después de este discursillo, ganó don Silvestre el pleito, gracias a las oportunas recomendaciones de su fiel y buen amigo, que nunca se olvidó en Madrid del noble corazón del mayorazgo. Éste se sintió tan aburrido desde que los procuradores cesaron de visitarle, que, temiendo adquirir una enfermedad, cedió a los consejos del cura, humillando su ruda cerviz al yugo de Himeneo. Bien es verdad que don Silvestre hacía mucho tiempo que hablaba con inusitado empeño de la necesidad de perpetuar su casta, y no faltaba en el pueblo quien atribuyera esta circunstancia a los ojazos negros de una moza de ocho arrobas, heredera de un decente patrimonio, que fue la que, al fin, tuvo la honra de conquistar la mitad del lecho de nuestro amigo, el vástago más notable de la insigne familia montañesa de los Seturas.




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