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    José María Gabriel y Galán

    Los pastores de mi abuelo

    I

    He dormido en la majada sobre un lecho de lentiscos
    embriagado por el vaho de los húmedos apriscos
    y arrullado por murmullos de mansísimo rumiar;
    he comido pan sabroso con entrañas de carnero
    que guisaron los pastores en blanquísimo caldero
    suspendido de las llares sobre el fuego del hogar.

    Y al arrullo soñoliento de monótonos hervores,
    he charlado largamente con los rústicos pastores
    y he buscado en sus sentires algo bello que decir...
    ¡Ya se han ido, ya se han ido! ¡Ya no encuentro en la comarca
    los pastores de mi abuelo, que era un viejo patriarca
    con pastores y vaqueros que rimaban el vivir!

    Se acabaron para siempre los selváticos juglares
    que alegraban las majadas con historias y cantares
    y romances peregrinos de muchísimo sabor.
    Para siempre se acabaron los ingenuos narradores
    de las trágicas leyendas de fantásticos amores
    y contiendas fabulosas de los hombres del honor.

    ¡Ya se han ido, ya se han ido! Los que habitan sus majadas
    ya no riman, ya no cantan villancicos y tonadas
    y fantásticas leyendas que encantaban mi niñez.
    Han perdido los vigores y las vírgenes frescuras
    de los cuerpos y las almas que bebieron aguas puras
    de veneros naturales de exquisita limpidez.

    ¡Ya no riman, ya no cantan! Ya no piden al viajero
    que les cuente la leyenda del gentil aventurero,
    la princesa encarcelada y el enano encantador.
    Ya no piden aquel cuento de la azada y el tesoro,
    ni la historia fabulosa de la guerra con el moro,
    ni el romance tierno y bello de la Virgen y el pastor.

    ¡He dormido en la majada! Blasfemaban los pastores
    maldiciendo la fortuna de los amos y señores
    que habitaban los palacios de la mágica ciudad;
    y gruñían rencorosos como perros amarrados
    venteando los placeres y blandiendo los cayados
    que heredaron de otros hombres como cetros de la paz.

    II

    Yo quisiera que tornaran a mis chozas y casetas
    las estirpes patriarcales de selváticos poetas,
    tañedores montesinos de la gaita y el rabel,
    que mis campos empapaban en la intensa melodía
    de una música primera que en los senos se fundía
    de silencios transparentes, más sabrosos que la miel.

    Una música tan virgen como el aura de mis montes,
    tan serena como el cielo de sus amplios horizontes,
    tan ingenua como el alma del artista montaraz,
    tan sonora como el viento de las tardes abrileñas,
    tan süave como el paso de las aguas ribereñas,
    tan tranquila como el curso de las horas de la paz.

    Una música fundida con balidos de corderos,
    con arrullos de palomas y mugidos de terneros,
    con chasquidos de la honda del vaquero silbador,
    con rodar de regatillos entre peñas y zarzales,
    con zumbidos de cencerros y cantares de zagales,
    ¡de precoces zagalillos que barruntan ya el amor!

    Una música que dice cómo suenan en los chozos
    las sentencias de los viejos y las risas de los mozos,
    y el silencio de las noches en la inmensa soledad,
    y el hervir de los calderos en las lumbres pavorosas,
    y el llover de los abismos en las noches tenebrosas,
    y el ladrar de los mastines en la densa oscuridad.

    Yo quisiera que la musa de la gente campesina
    no durmiese en las entrañas de la vieja hueca encina
    donde, herida por los tiempos, hosca y brava se encerró.
    Yo quisiera que las puntas de sus alas vigorosas
    nuevamente restallaran en las frentes tenebrosas
    de esta raza cuya sangre la codicia envenenó.

    Yo quisiera que encubriesen las zamarras de pellejo
    pechos fuertes con ingenuos corazones de oro viejo
    penetrados de la calma de la vida montaraz.
    Yo quisiera que en el culto de los montes abrevados,
    sacerdotes de los montes, ostentaran sus cayados
    como símbolos de un culto, como cetros de la paz.

    Yo quisiera que vagase por los rústicos asilos,
    no la casta fabulosa de fantásticos Batilos
    que jamás en las majadas de mis montes habitó,
    sino aquella casta de hombres vigorosos y severos,
    más leales que mastines, más sencillos que corderos,
    más esquivos que lobatos, ¡más poetas, ¡ay!, que yo!

    ¡Más poetas! Los que miran silenciosos hacia Oriente
    y saludan a la aurora con la estrofa balbuciente
    que derraman, sin saberlo, de la gaita pastoril,
    son los hijos naturales de la musa campesina
    que les dicta mansamente la tonada matutina
    con que sienten las auroras del sereno mes de abril.

    ¡Más poetas, más poetas! Los artistas inconscientes
    que se sientan por las tardes en las peñas eminentes
    y modulan, sin quererlo, melancólico cantar,
    son las almas empapadas en la rica poesía
    melancólica y süave que destila la agonía
    dolorida y perezosa de la luz crepuscular.

    ¡Más poetas, más poetas! Los que riman sus sentires
    cuando dentro de las almas cristalizan en decires
    que en los senos de los campos se derraman sin querer,
    son los hijos elegidos que desnudos amamanta
    la pujanza brava musa que al oído sólo canta
    las sinceras efusiones del dolor y del placer.

    ¡Más poetas! Los que viven la feliz monotonía
    sin frenéticos espasmos de placer y de alegría
    de los cuales las enfermas pobres almas van en pos,
    han saltado, sin saberlo, sobre todas las alturas
    y serenos van cantando por las plácidas llanuras
    de la vida humilde y fuerte que cantando va hacia Dios.

    ¡Que reviva, que rebulla por mis chozos y casetas
    la castiza vieja raza de selváticos poetas
    que la vida buena vieron y rimaron el vivir!
    ¡Que repueblen las campiñas de la clásica comarca
    los pastores y vaqueros de mi abuelo el patriarca
    que con ellos tuvo un día la fortuna de morir!




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