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    José Ortega Munilla

    El 12 de octubre

    En la madrugada de un 12 de octubre es cuando escribo esta página. He leído, he releído estos días últimos, cuanto a mi alcance estaba sobre el suceso prodigioso. Sí, hoy hace los años que marca la cronología que Colón descubrió el Nuevo Mundo. Nunca hasta ahora, ni nunca en lo futuro ocurrió, ni ocurrirá maravilla semejante. Las leyendas homéricas, con ser invención genial de un vate, de una raza, o el fruto de ignoradas civilizaciones soñadoras, no merecen ser comparadas con los hechos ciertos, con las crónicas indiscutibles en que se condensa la sublime aventara. Ni en las anacrónicas, confusas nociones de la prístina existencia humana, ni en el ansia prodigiosa de poemas que ha estremecido siempre a los hombres, ha habido jamás utopía, hipótesis fantástica, suposiciones, que fuesen dignas de emparejar con el viaje que emprendieron unos cuantos locos a las órdenes del loco mayor, el que fue genio y, por tanto, fue mártir.

    De tal manera juzgo yo prodigioso el acontecimiento, que ni siquiera queda en mi mente espacio ni estímulo para admirarle. Lo que satura mi cerebro es el asombro: asombro que para en la estupefacción. ¿Cómo es posible que los hijos de Isabel la Católica, cuantos nacieron o viven en España, no sientan a cada hora el amor a aquellas gentes que, en toscas naves, final proveídas, emprendieron la ruta sin ruta, un viaje que más parecía el itinerario de los suicidas que la empresa de los discretos? Comparando los trámites por los que Cristóbal Colón inició la descubierta, con las realidades y con los éxitos que la iluminaron, la razón tiembla, y hay que buscar en lo maravilloso el régimen juzgador. Ya lo he dicho, ruta, sin ruta itinerario por lo desconocido... La risa de Europa y de sus sabias, la estupenda sorpresa que en Barcelona produjo ver cómo salían de las casi inutilizadas carabelas aquellos hombres de piel cobriza, de largas cabelleras, que eran los hijos de Dios reconquistados, la prenda definitiva de la victoria evangélica.

    Es para perder la razón; es para creer que los ideales justicieros no son compartidos por toda la humanidad; es para rendirse a la desesperación... ¿De manera que el pueblo español, que realizó esta empresa absurda, no ha ganado para siempre la reverencia de los otros hijos de Adán?... Pues si así es, y así es en verdad, habrá que resignarse ante las iniquidades.

    Celébrase hoy, fecha en que escribo, lo que se llama Fiesta de la Raza, y en tanto que se operan las reformas desconcertadas de una alianza inconcebible de los intereses contradictorios. Pero no me intranquiliza demasiado el que los triunfadores del contubernio desdeñen y humillen a los autores del generoso prodigio. Siglos y siglos y millares de años estuvieron las inmensas tierras americanas en una soledad demoniaca, y un día Colón tropezó en su navegar fantástico, con las islas problemáticas, con los continentes ignorados... Habrá que esperar otros siglos, otros millares de años, para que el nombre de los españoles consiga la victoria espiritual a que tiene derecho. ¿Qué más da? La justicia eterna no es una moda que cambia, según las variedades caprichosas. Es un más allá. Un largo más allá... ¡Pero mientras la reparación se impone en las longevidades del dolor y en el perdurar infinito de la desesperanza, los que creemos en el bien definitivo podemos permitirnos algunas dulzuras que nos quiten de los labios la acerbidad!

    Yo quisiera que la Rábida, el viejo convento situado en la confluencia de los ríos Odiel y Tinto, fuera transportable y viajara reconstituyéndose delante de los muros memorabilísimos la escena de Colón, mísero ambulante de la gloria, acompañado de su hijo Diego, conversando con el franciscano Antonio de Marchena, con el guardián fray Juan Pérez, con el físico Gari Fernández y con el marino Pedro Velasco. La Rábida, conteniendo las esencias de este suceso, habría de ser transportada ya por los prodigios de la ciencia, ya por el milagro, a través de los pueblos y de las naciones, y en la imagen de que hablo comenzaría la grande genial historia por lo que somos los primeros entre todos los pobladores de la tierra. Cuando la esterilidad de las mentes se deshaga en el delirio de la estulticia, y cuando las revoluciones sin programa y las vanidades maléficas nos gobiernen, esta visión de la Rábida bastará a que resurja el buen ideal, el santo ideal, el de las aspiraciones sin fecha y el de los amores sin mancha.

    No creáis que es imposible este ensueño. La Rábida flota ámbula en los aires, va de pueblo a pueblo, de raza a raza. Por eso la fiesta del 12 de octubre no significa el orgullo de España, sino el acierto de los tristes hombres de las mesetas castellanas, que en un momento divino fueron los agentes del Señor.




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