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    José Ortega Munilla

    La espada y el arado

    Mientras Madrid se estremecía con la agitación huelguística y el tumulto espantaba a los tímidos, salime yo por una de las puertas viejas de Madrid en busca del campo: manera de apartarse de las tristes impresiones de la villa coronada. Y apenas anduve un cuarto de hora cuando descubrí sobre un descampado numerosa tropa militar que a las órdenes de los instructores aprendía y perfeccionaba los movimientos tácticos. Y poco más allá vi en una extensa llanura a un labriego que guiaba su pareja de mulas, hincando en la tierra el arado. Dos hechos insignificantes, vulgarísimos, repetidos en todo el haz de la tierra española, sin que merezcan comentarios ni causen impresión. Y, sin embargo, la facilidad emotiva de los viejos me detuvo ante la una y la otra escena...

    Dejaba yo atrás a la ciudad hirviente en contiendas estériles, destructoras, inicuas, y en la fría tarde, nubosa, se me presentaban dos ejemplos salvadores: el pelotón de los bisoños que han jurado el amor a la Patria, aprendiendo el manejo de las armas, y el caso perpetuo de la vida que renace, pródigo en el esfuerzo: el mozo que abre el surco, preparándole para las cosechas benefactoras.

    De modo que cercanos el soldado y el labriego, indiferentes a las querellas ciudadanas, seguían defendiendo la existencia futura, como si una orden divina les guiara, como si el consejo del cielo palpitara en sus almas... Y me acordé del viejo cuento castellano, el de la abuela que en el ejido, sentada sobre la mísera silleta, al sol, zurcía los rotos calzones de sus nietos, que poco más allá jugaban, trepando a los árboles, saltando sobre los muros de piedra viva. Y el pasajero dijo a la anciana:

    -Esos chicuelos, que son los vuestros, sin duda, se están desgarrando las ropas que visten, en sus juegos briosos, y usted zurce y recompone el traje de mañana.

    Y la abuela contestó:

    -Señor, ese es mi oficio: reparar lo que hacen los que no saben qué se hacen. Y cuando mis netezuelos vuelvan a la casa esta noche, cubiertos de guiñapos, yo les tendré preparados los calzones y las chaquetillas que han de cubrirles mañana.

    -¿Y siempre así?

    -Siempre -concluyó la abuela de las guedejas blancas-. Es preciso que unos rompan y otros compongan... Y mi oficio es componer, besando las mejillas de los mocicos de mi sangre. Ellos están seguros de que, por mucho que rompan, yo compondré más, y nunca habrá de faltarles paño que los libre de los fríos y de la vergüenza de la desnudez.

    Años hace que me dijeron que ese cuento se lo había referido a don Práxedes Mateo Sagasta, cuando éste era presidente del Consejo y la ira fuerista palpitaba en Navarra, cierto cura de Torrecilla de Cameros o de algún otro pueblecillo cercano de la espléndida admirable Rioja... Y yo me acordé de la conseja viendo las dos escenas que he apuntado.

    Regresé a mi casa. Vi que los tranvías circulaban difícilmente, que volaban las piedras, que sonaban los estampidos, que la audacia impune seguía ejercitándose en la capital en que radica el Monarca, y cuando, encerrado en el gabinete, en que me esperaban mis buenos amigos los libros, restauré las impresiones recibidas, acerté con la fórmula que se me había presentado en mi paseo campestre: el soldado que aprende el ejercicio, el labrador que actúa sobre el surco... Un gran caudillo de Francia, el mariscal Beugeaud de La Piconnerie, el que entregó al país vecino el dominio de Argelia, el vencedor de Isly, había aceptado por divisa de su escudo las palabras que sirven de título a esta página: Ense et aratro.

    Será difícil encontrar en la innumerable lista de los blasones y de los emblemas militares, políticos y nobiliarios, algo más bello, algo más tierno, algo más expresivo que esos vocablos. El arma que defiende, el arado que crea, la voluntad que en un momento condensa en sublime sacrificio todas las esperanzas y las quema en el fulgor de un cartucho... La energía indomable, incansable, diaria que se impone a la esterilidad del terruño y le obliga a arrojar a la luz del sol el secreto de sus tesoros... son los dos resortes recios que aseguran lo porvenir.

    Absurdo el concepto sentenciador que reduce lo que fue y lo que va a ser a los incidentes y en los resultados de una asonada. Todos estos sucesos de la vida urbana pasan, ya con dolor, ya con risa, y en esos campos que yo vi ayer subsisten los entusiasmos de la perduración. Allí está la raza, con sus virtualidades creadoras. Suena la corneta: los soldaditos nuevos la obedecen, y marchan al compás, y se dispersan en guerrillas y se juntan en falanges geométricas... Y el hombre de la yunta entre el sonar de las esquilas y el cántico de la vieja endecha, avanza rasgando el predio, y con la esteva mata las hierbas malas, y destruye los terrones hostiles, y dispone para obra venidera caudal inagotable de energías y riquezas.

    El duque de Isly, que logró de los franceses el máximo homenaje, había dado a todos los pueblos, en todas las circunstancias posibles de la historia, la fórmula salutífera...

    Y cuando me contaban detalles de la refriega matritense, tranvías apedreados, infames atrevimientos, tolerancias inverosímiles de la autoridad, más que dolerme de ello, confiaba en lo futuro... Ense et aratro... Un pelotón militar que se instruye en la táctica, un labriego que ara...

    Ya veremos quién puede más: si la turba frenética, o los dóciles conservadores de la gloria de este pueblo, a la que sólo falta un hombre que sepa mandar sobre la bayoneta y sobre el arado.




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