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José Ortega Munilla
Libertad para morir
De algún tiempo a esta parte se ha establecido en Madrid, y no sé si en alguna otra ciudad española, la costumbre de llevar a las iglesias, cuando se celebra la misa mayor del Sábado de Gloria, jaulas con pajaritos; y en el momento en que suenan las campanillas y retumba el órgano, tras el silencio ritual de los días anteriores, son abiertas las cárceles de alambre para que las avecitas salgan volando. Esto parece una forma tierna de amor a los animales, a los que se quiere restituir la libertad, como nuestro Señor Jesucristo se la otorgó al género humano con su sacrificio y su retorno al cielo. Pero, en realidad, no es sino una indiscretísima y cruel costumbre que, según parece, ha venido de Italia no ha mucho y, sin que se sepa por qué, va tomando carta de naturaleza entre nosotros.
Los pájaros dan unos cuantos vuelos, fatigados, y siéndoles verdaderamente imposible salir del templo, caen aturdidos y sin fuerzas y se posan para morir en algún resalte de los muros. Ni aun cuando se les diera esa libertad a campo abierto, se le restituiría a la antigua vida del bosque, del jardín y del campo, porque en el período del cautiverio han perdido el instinto de defensa, y ya no tienen energías para volar largamente, ya no saben buscarse la vida, ni fabricarse un nido. Es que la libertad se pierde una vez, una vez para siempre. La cadena deja huellas imborrables.
Conste, pues, que constituye una verdadera crueldad lo que, por error, se considera acaso generosísima benevolencia. Sépanlo todos los que se dispongan a ir en la mañana del inmediato Sábado Santo con los pájaros prisioneros a la Casa de Dios.
Una distinguida señora me escribe sobre ello una carta invitándome a aconsejar el olvido de esa nueva costumbre. Queda complacida mi bondadosa comunicante.
En lo que a los pájaros atañe, será preciso que una educación reformista cambie los usos corrientes. Se les persigue, se les caza, se les destruye; y con ello va desapareciendo uno de los más delicados ornamentos de la vida. Flor de pluma que nos distrae cuando vamos de paseo, cantor misterioso que anima la arboleda, juego de la Naturaleza, que despierta, hasta en el más rudo, sentimientos de poesía, es ese bichito, que parece un regalo hecho por el Niño de Dios a los niños de los hombres.
Yo he contado alguna vez, no me acuerdo dónde, una anécdota del Emperador Carlos V cuando estaba en Yuste, donde poco después falleciera. En uno de los altos álamos que se levantaban delante de los ventanales de la estancia en que pernoctaba el Emperante anidaba un ruiseñor; y en las noches de Mayo entonaba la ardiente endecha de sus amores. Despertó una noche Carlos V, y como el ruiseñor le hubiera desvelado con la dulce porfía de sus silbos y de su trinar, quejose al día siguiente a sus servidores. Uno de ellos, adulador de vil especie, creyó que servía bien al amo evitando aquella causa de insomnio. Y en la noche siguiente, cuando el pájaro renovó sus cadencias, disparó el cortesano un arma hacia el lugar donde estaba el cantor. Cayeron unas cuantas hojas y entre ellas el pajarito. Preguntó el Emperador la causa de aquel disparo. Se le dijo que acaso hubiera sido un fogonazo contra las zorras que acudían a los gallineros de Su Majestad. Pero como no volvió a oírse el canto del ruiseñor, echolo de menos el hijo de doña Juana la Triste. De sus preguntas insistentes resultó la verdad, y don Carlos montó en cólera y ordenó que se averiguase quién había matado al ruiseñor para que sufriera castigo. Fugose el que había cometido la villanía, temeroso de que la ira del señor le impusiera duro correctivo... Y el monje coronado vivió siempre, en los pocos días que le quedaron de vida, formulando esta pregunta:
-¿Quién ha matado el pajarito que me embelesaba? ¿Quién le ha matado...? ¡Bellaco fue el tal!
Si se formase una Sociedad protectora de los pájaros, debía tener como primera cláusula de sus estatutos esta frase imperial: «¿Quién mató al pajarito...? ¡Bellaco fue...!»
Guardemos esas delicadas criaturitas que nos divierten o nos conmueven. Perpetuos menores de edad, los debemos afectuosa tutela.
La princesa Adelaida de Orleáns, allá en los tiempos del rey de los franceses, tenía la buena costumbre de asomarse cada mañana al jardín de su palacio y con sus propias manos desparramaba una cestilla de trigo, avena y mijo, para alimento de las aves, que acudían puntualmente, esperando el regalo principesco. Llegaron los días de la revolución. El rey Luis Felipe hubo de abandonar la corte fugándose, con riesgo de su vida. Cuando la princesa Adelaida estaba en duda de si debía seguir al soberano decaído, se presentó un anciano y le dijo:
-Señora, permitidme que os ofrezca un retiro seguro y honorable, donde podréis pasar estos días de turbación, en que el pueblo, enloquecido, tal vez ose importunaros.
-¿Y quién sois vos? -preguntó la princesa-. ¿Quién os envía?
El viejo repuso:
-Señora princesa: me envían los pájaros, los pájaros a los que cada mañana dabais de comer, los que en los días de nieve hubieran muerto de hambre sin vuestro auxilio. Soy muy amigo de los pajaritos. Presenciaba yo siempre ese espectáculo... Vos, señora, en el balcón; las aves del jardín, acudiendo alegres y voraces... Os guardo perdurable reconocimiento por lo que hicisteis.
La triste dama sintió una emoción indominable. Estrechó la mano del viejo y, aunque renunció a la oferta salvadora, expresó su reconocimiento.
Y mientras los hombres, fieros, enloquecidos por el ambiente revolucionario, enviaban a Palacio mensajes oprobiosos, los pajaritos enviaban al hombre de las blancas guedejas con un ofrecimiento de salud.
Amemos a los pájaros, cuidemos de ellos, defendámosles.