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José Ortega Munilla
Nuevo cielo, nuevas estrellas
En las noches de la navegación, los tres sorianitos permanecían largamente sobre cubierta, silenciosos, enternecidos. Ellos miraban el cielo, ellos miraban el mar. En la ignorancia absoluta de los niños, flotaban algunas ideas recogidas del acerbo común de las tradiciones. Habíanles dicho allá, en la aldea, que al pasar de un mundo a otro cruzarían una línea, llamada del Ecuador, y en esa línea se dividían las razas, las florestas y las faunas. Hombres, animales, árboles, plantas, cambiaban de esencia y de color. El Ecuador era una forma clasificadora que Dios había puesto donde convenía, y los que sobre él estaban y sobre los que estaban bajo él eran distintos, absolutamente diferentes.
Pero creían ellos, los intonsos viajeros, que al llegar a El Ecuador, el cielo reventaría en luces, el sol fulgiría, y todo había de ser esplendores. Les sorprendieron allá nubes, nubes negras, olas verdosas, vientos cambiantes, aguaceros bruscos... Y así pasaron los tres sorianitos del viejo mar -ante Colombino- al mar nuevo de la vida moderna. Días hubo en que la negrura del firmamento parecía anunciar la muerte. Soplaban los huracanes, rugían las antenas, bailoteaba el vapor. Cárdenos relámpagos entristecían más que iluminaban los espacios. Y los tres niños, juntas las manos y juntos los rostros, temían el final de la aventura. Ellos rezaban a la Virgencita de la aldea, la Virgencita alabastrinal, imagen medioeval que se hallaba en el altar de Pareduelas-Albas. Pensaban en los padres muertos, y se resignaban al sacrificio. Luego, las nubes se alejaban, el cielo azul, de un azul pálido, dejábase descubrir en la inmensa lontananza. Entonces el regocijo volvía a los tripulantes. Y un marinero, de los encargados de servicio de la clase tercera, hijo de Bermeo, un hombre bueno, de esos que andan por los mares, lleno de santidad y de bravura, daba, al pasar, un golpe amistoso en los rudos cráneos de los sorianos; y él decía:
-No ha de ser todo malo, muchachitos, no os asustéis... Bromas del mar. Mirad al cielo esta noche y veréis las nuevas estrellas.
Próspero dio las gracias al marinero, y contestó:
-No nos asustamos. Lo que hay es que como esto es nuevo para nosotros, todo nos parece extraordinario.
Y aquella noche, siguiendo el consejo del bermeano, los niños miraron a lo alto. Fue una sorpresa extraordinaria la que experimentaron los tres sorianitos. Ellos, niños campesinos, sabían de memoria las estrellas, y entonces observaron otras estrellas. Los espacios que separaban unas de otras eran mayores. Había inmensidades obscuras. En un paraje de la bóveda celeste, se concretaban y se unían millaradas de lucecitas. Una imperaba sobre todas. Era como un nuevo sol que osara brillar en la noche.
Próspero dijo a sus hermanos:
-Esto si que me da miedo. No veremos ya la estrelluela del pastor, ni la lunita del ciervo, ni las siete cabrillas saltadoras, que allá en nuestro pueblo nos iluminaban cuando íbamos al herrado en busca de la yegua coja, que murió al día siguiente de nuestro padre. Todo va a ser distinto, todo va a cambiar para nosotros... Pero confío en que la Santa Virgen de nuestra aldea, mande en todas partes, y ella nos ampare y nos recoja y nos defienda... Y recemos un Padre Nuestro, hermanos míos.
Y los tres sorianitos, rezaron, cruzadas las manos, altas las conciencias, mirando a aquel cielo y pidiéndole merced.