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José Ortega Munilla
La reina de la aguja
Allá, en Tordesillas, encontrábase una vez la Corte española. La reina doña Isabel I descansaba una tarde a la sombra de unos arbolillos, en la humilde huerta de la Casa Real... Entonces los monarcas no nadaban en la abundancia ni en el lujo. Míseramente vivían. No gozaban en esa hora de espléndida lista civil, que es como se llama en los tiempos modernos el presupuesto de los monarcas. La buena y santa reina preparaba la guerra contra el moro, decidida a concluir con la invasión musulmana en la península. Esto ocurría de 1482 a 1492. En ese período, la reina de Castilla y su esposo el rey don Fernando de Aragón, desvelábanse preparando la campaña.
Todo era miseria en las tierras de ambos soberanos. Poco antes hubo la invasión de la peste negra que diezmó las villas. Era una dolencia de origen oriental. Los peregrinos la traían y la iban derramando. Millares de millares de españoles cayeron por la que entonces se denominaba «Landre». La ciencia médica aun no existía. Algunos geniales descubridores intentaban medios de salud. Pueblos hubo en que, según la crónica, no quedó para contarlo, sino un pobre viejo que se salvó de la mortandad por milagro divino. Y él iba cada mañana al templo abandonado, tocaba la campana, y no pudiendo oír la misa, porque no había sacerdote, rezaba el santo rosario ante la imagen de la Virgen de los Dolores.
Iban a llegar a Tordesillas ciertos embajadores del país que había enviado la peste. Un príncipe de la Persia. Él traía de sus tierras la riqueza máxima entonces conocida. Decíase que este príncipe iba seguido de más de cien caballos, de innumerables mulas y camellos. Iba a ofrecer a los reyes castellanos y aragoneses el homenaje, con la esperanza de un convenio para la circulación de las especies por los puertos del Cantábrico.
Y la reina Isabel de Castilla examinó el bagaje de su esposo; encontrolo averiado. Y ella misma tomó en sus manos el tabardo del rey don Fernando y lo remendó gentilmente con su aguja.