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Juan Eugenio Hartzenbusch
El treinta de abril
Náufrago libre de borrasca fiera,
día treinta de abril, pisaba un hombre
la plácida ribera
de una isla verde, cuyo propio nombre
Isla del Nacimiento ser debiera.
Observando solícito el paraje,
y no viendo la tierra cultivada,
preguntó para sí con amargura:
-¿Si no estará poblada?
¿Si aquí la población será salvaje?-
De este modo confuso discurría,
cruzando una espesura;
cuando, ¡válgame Dios! ¡Con qué alegría
vio un trillado sendero, donde había
diversas en tamaño y en figura,
huellas de cuatro pies con herradura!
-Ya (exclamó) no hay cuidado:
estoy en un país civilizado:
sólo en un pueblo culto se procura
que gasten los cuadrúpedos calzado.
Siguiendo la vereda,
en un camino entró llano y derecho.
-No hay camino sin gente. -Dicho y hecho.
Una gran polvareda
se alza en la extremidad del horizonte;
divísanse entre el polvo diferentes
caballeros con armas relucientes,
plumas, preseas y admirable pompa;
repite el eco del vecino monte
rudo son de timbales y de trompa,
y óyese luego aclamación festiva
de ¡Viva el nuevo Rey! ¡Viva el Rey ¡Viva!
Los jinetes se apean,
obsequiosos al náufrago rodean,
y antes que diga nada
ni acierte a disponer de su persona,
pónenle un manto real y una corona,
que a prevención la comitiva trajo;
súbenle a una carroza engalanada;
y entre clamores mil, con gozo grande,
majestad por arriba y por abajo,
mucho tirar al aire los sombreros,
y dale que le das los timbaleros,
dicen al nuevo príncipe que mande
a su cochero que ande;
y haciendo los caballos una curva,
por donde vino tórnase la turba,
gritando sin cesar: ¡Viva Facundo
milésimo octogésimo segundo!
-Vamos, (dijo el monarca improvisado),
sin duda en esta tierra, que ya es mía,
Facundo se le pone,
llámese Andrés o Juan, Luis o Conrado,
a todo hombre de bien que se corone.
Bien antigua será la monarquía
donde, si llevan sin error la cuenta,
los reyes pasan ya de mil y ochenta.
Un paje que le oía
repuso: No es extraño,
porque duran aquí tan sólo un año.
Hoy, último de abril, la Providencia
cada año nos envía
un joven para rey: desde tal día,
trescientos, reinará, sesenta y cinco
sobre vasallos, cuyo solo ahínco
darle gusto será con su obediencia.
Pero (estén disgustados o contentos
ellos con él), corridos los trescientos
sesenta y cinco días, ordinario
número que tener el año debe,
no trayendo febrero veintinueve,
su majestad allá de mañanita
recibe la visita
de catorce alguaciles y un notario,
que le dice cortés, pero algo recio:
Llegó San Indalecio;
treinta de abril es hoy, y el calendario
de este dominio reza
que mude la corona de cabeza.
Dejarla es necesario.
Ya vuestra majestad es rey cumplido:
vuestra merced se dé por despedido.
Con lo cual, y sin dimes ni diretes,
cogen a Don Facundo los corchetes,
y en una estéril y desierta playa
le dejan que se quede o que se vaya.
-Oyes, oyes, querido,
(replica el soberano principiante)
¿y de qué vive ese hombre en adelante?
-Vive de la carrera que ha emprendido
para poderse manejar mañana,
bien o mal o peor, conforme gana.
Sujetos hay de los que fueron reyes,
que dándose al estudio de las leyes,
celebridad consiguen y dinero:
uno toma el fusil, otro el arado;
éste vende licores o pescado,
esotro es eclesiástico eminente,
aquél, diestro pintor: últimamente,
para adquirir el pan el forastero,
le ha de sudar la frente,
pues ni en la clase ilustre ni en la baja
ninguno come aquí si no trabaja.
Cesó el paje de hablar, y el rey contesta:
Eso no me disgusta:
vivir de mi trabajo no me asusta.
Sepa el amigo paje
que por juego una vez tejí una cesta;
con un año cabal de aprendizaje,
cualquiera alcanzaría
destreza regular en cestería.
Desde hoy constantemente
seis horas al oficio me consagro,
hasta que labre un cesto, que en su clase
por un esfuerzo pase
del arte cesteril, por un milagro.
Su majestad salió tan excelente
compositor de mimbre gordo y fino,
que en el concurso de la industria, vino
a conseguir el respectivo premio,
siendo solemnemente declarado
primoroso oficial, honra del gremio.
Al fin de su reinado,
quedándole por única prebenda
su rara habilidad, abrió su tienda,
que nunca se veía
de concurrentes útiles vacía.
Trabajador y gastador juicioso,
riquezas allegó, se hizo famoso,
y sucesivamente fue nombrado
alcalde, diputado,
inspector del marítimo registro,
cuatro veces virrey y al fin ministro;
todo por ser sujeto
que observaba su ley con fe y respeto,
ser íntegro y veraz, de buena pasta,
y único para armar una canasta;
de modo que a porfía
cada insular, al verle, prorrumpía:
No tenemos aquí, ni habrá en el mundo
mejor conciudadano ni cestero,
que el sucesor insigne de Facundo
milésimo octogésimo primero.
LECTORES Y LECTORAS
JÓVENES, que en estudio provechoso
vais a ocupar las fugitivas horas,
mirad en ese náufrago dichoso,
cuya vida tracé con desaliño,
la historia general de todo niño.
Nace: padres, abuelos y parientes
le reciben con júbilo y cariño;
le miman con frecuencia,
sobrado complacientes;
y en fuerza de los lloros exigentes
con que por todo a todos importuna,
reina con veleidosa omnipotencia
desde el movible trono de la cuna.
Pero el tiempo voraz, el que sin duelo
traga vidas, y mármoles y bronces,
pronto deja al muchacho sin abuelo,
y sin padre tal vez y sin herencia,
y es forzoso por sí vivir entonces.
A peligros tan ciertos y fatales,
otro remedio no hay que la enseñanza,
que aprovecha en la edad plácida y verde
las ventajosas prendas naturales,
ilustra corazón y entendimiento,
y un tesoro nos da que no se pierde.
Forma, QUERIDOS JÓVENES, la vida
serie no interrumpida
de gusto y de tormento,
de hórridas tempestades y bonanza;
pero, aunque en medio de vaivenes tales,
fiero tropel de males
amenace violento
doblegar vuestras débiles cervices,
con virtud y talento
no tenéis que temer, seréis felices.