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Juan Eugenio Hartzenbusch
La rosa y la zarza
Murmuraba impaciente
una rosa naciente
del cautiverio duro que sufría,
porque una zarza espesa la tenía
con sus punzantes vástagos cercada.
-Yo (sin cesar decía),
yo no disfruto aquí ni sé de nada;
sin un rayo de sol, tasado el aire,
desperdicio, de todos ignorada,
y entre espinas incómodas reclusa,
mi fragancia, colores y donaire.
La zarza respondió: Joven ilusa,
tu previsión escasa,
del bien que te hago, sin razón me acusa.
Bajo mis ramas a cubierto vives
del sol canicular que nos abrasa;
el golpe no recibes
del granizo cruel que nos deshoja;
y ese muro de espinas que te enoja,
defiende tu hermosura
de que una mano rústica la coja.
La flor entonces, de despecho roja,
¡Mal haya (replicó) la ruin cordura,
que de riesgos que no hay, tiembla y se apura!
No fue la maldición echada en vano.
A los pocos momentos un villano
llega con la cortante podadera:
la despiadada mano
descarga en el zarzal; hiere, destroza,
y tan completamente me le roza,
que ni un retoño le dejó siquiera.
Poco de la catástrofe se duele,
persuadida la rosa de que gana,
quedándose sin aya que la cele.
Descanse en paz la rígida guardiana.
¡Qué feliz su discípula es ahora!
Bañada en el relente de la aurora,
descoge con orgullo
su tierno y odorífero capullo:
princesa de las flores
la proclaman los pájaros cantores.
Pero el viento la empolva y la molesta,
sol picante la tuesta,
la ensucia el caracol impertinente
con pegajosa baba,
y apenas se la enjuga,
cuando voraz la oruga
su venenoso diente
una vez y otra vez en ella clava.
Se descolora la infeliz, se arruga,
y una ráfaga recia de solano
desparramó sus hojas por el llano.
Es el recogimiento
condición de las jóvenes precisa:
falta en la mocedad conocimiento
del suelo que se pisa.
La niña que imprudente,
sola y sin guía recorrer intente
la senda de la vida peligrosa,
tema la suerte de la indócil rosa.