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    Juan Eugenio Hartzenbusch

    Los premios de la emperatriz

    La emperatriz Sofía
    cuatro veces al año repartía
    en pública sesión dos medallones,
    cada cual de valor de cien doblones,
    premio del colegial y colegiala,
    que eran en los exámenes juzgados
    en grado superior aventajados.
    Vestiditos de gala,
    y de curiosa multitud cercados,
    entraban juntos en la rica sala,
    donde, al son de trompetas y atabales,
    a veces con la joya recibían
    otros diversos dones
    de las pródigas manos imperiales;
    al paso que en algunas ocasiones
    corridos niño y niña se veían
    al recibir, delante
    de aquel numerosísimo concurso,
    dádiva tan chocante,
    que la plebe y la corte, sin recurso,
    burlábanse con dura pertinacia
    de los dos angelitos: verbi gracia.
    Benito y Valentina,
    chicos de doce abriles,
    él docto en la gramática latina,
    y hábil ella en labores femeniles,
    fueron los dos electos
    por la junta de escuelas competente
    como pareja igual, sobresaliente,
    como alumnos perfectos
    de latín y costura. Lindamente.
    Pero es el caso que en palacio había
    un pajarito azul, que los defectos
    de los niños de escuela descubría;
    y el pájaro maldito
    contó a la Emperatriz... -¡Qué picardía!
    Yo, vamos, el pescuezo le torciera.
    Contó de Valentina y de Benito
    la corta friolera
    de que él era un llorón, y ella una fiera.
    Ya llegó el día de función prescrito.
    La señorita, pues, y el señorito
    prepáranse de prisa y van despacio
    (porque mejor los miren) a palacio.
    Su Majestad al cuello
    les pone, al son del atabal sonoro,
    los codiciados medallones de oro;
    y después (aquí es ello)
    dice a Benito así: Cierta avecilla
    que os atisba las faltas y las pilla,
    te acusa de marica y apocado;
    por lo cual, que te compren he mandado
    ese cumplido chal y esa mantilla:
    póntelos de contado.
    Y usted (dijo a la niña) que es persona
    del sexo débil y de clase fina;
    pero que audaz y díscola y gritona,
    en vez de Valentina,
    merece se la llame Valentona,
    sepa que por sus rústicas hombradas,
    le va a plantar aquí mi camarera
    un par de charreteras encarnadas
    y una gorra de pelo granadera.

    Pues o renuncian a su ser y nombre,
    o han de tener por cualidad primera
    dulzura la mujer, valor el hombre.




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