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    Juan Meléndez Valdés

    A la Aurora

    Salud, riente Aurora,
    que entre arreboles vienes
    a abrir a un nuevo día
    las puertas del oriente,

    librando de las sombras
    con tu presencia alegre
    al mundo, que en sus grillos
    la ciega noche tiene;

    salud, hija gloriosa
    del rubio sol, perenne
    venero a los mortales
    de alivios y placeres.

    Tú de eternales rosas
    ceñida vas las sienes,
    mientras tu fresco seno
    flores y perlas llueve;

    tú, de brillantes ojos;
    tú, de serena frente,
    y en cuya boca manan
    risas y aromas siempre.

    Cuando la hermosa lumbre
    de Venus desfallece,
    de ópalo, nácar y oro
    velada le sucedes;

    y el pabellón alzando
    en que su faz envuelve
    tu padre el sol, sus huellas,
    nuncia feliz, precedes.

    Tu manto purpurado,
    flotando al viento leve
    de las eoas plagas,
    del cielo se desprende,

    hinche el espacio inmenso,
    y de su grana y nieve
    las bóvedas eternas
    matiza y esclarece,

    en cuanto alegre cruzas
    por sendas de claveles,
    desde su excelsa cumbre
    al cárdeno occidente.

    El sol que en pos te sigue
    tus vivos rosicleres
    inflama, y retemblando
    por verlos se detiene

    hasta que entre sus llamas
    tú misma al fin te pierdes
    y en su torrente inmenso
    envuelta despareces;

    si no es que tan penada
    de tu Titón te sientes,
    que por sus brazos dejas
    ya la mansión celeste.

    Los céfiros fugaces,
    que en un letargo muelle
    las flores en su seno
    rendidos guardar quieren,

    con tu calor se animan,
    las prestas alas tienden
    y en delicioso juego
    las liban y las mecen,

    de do a las aves corren
    que aún en sus nidos duermen,
    con su vivaz susurro
    pugnando que despierten

    a darte, oh bella Aurora,
    los dulces parabienes
    y henchir con su alborada
    las auras de deleite.

    Tú, en tanto más graciosa,
    en luz y en rayos creces,
    que en transparentes hilos
    cruzando al viento penden.

    Las cristalinas aguas
    cual vivas flechas hieren
    y hacen de bosque y prados
    más animado el verde,

    a par que sus cogollos
    alzan las ricas mieses
    y abriéndose las flores
    sus ámbares te ofrecen,

    que a la nariz y al seno
    y al labio que los bebe
    de su fragancia inundan
    y a mil delicias mueven.

    Y todo bulle y vive
    y en regocijo hierve
    rayando tú, que al mundo
    la ansiada luz le vuelves.

    Haz, ¡ay!, purpúrea diosa,
    que como en faz riente
    un día fausto y puro
    benigna nos prometes,

    así en mi blando seno,
    sin ansias que lo aquejen,
    la paz y la inocencia
    por siempre unidas reinen.




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